El olvidado imperio de la ley
La disputa por la ley de abastecimiento no es un debate sobre mercados libres o regulados, sino sobre la necesidad de vivir en una sociedad con reglas claras y no sometida a la voluntad discrecional de los funcionarios
Por estos días regresó, con cierta fuerza, la discusión sobre dos principios que se enuncian como contrapuestos: la libertad del mercado y la regulación estatal. La ley de abastecimiento parece ser, por lo menos hoy, el Waterloo de esa contienda. Hay un equívoco previo sobre un concepto central para la organización de toda sociedad. Concierne al principio del imperio de la ley, que expresa la vieja aspiración, tan occidental, de impulsar gobiernos de leyes, en lugar de otros que andan sobre el lodazal de las decisiones impredecibles y arbitrarias de quienes ejercen el poder.
Un principio tan consustanciado con la historia política y jurídica de Occidente exige que los ciudadanos y los gobernantes adecuen sus comportamientos a reglas de valor general, públicas (no secretas) e inteligibles, que gocen de un mínimo de estabilidad y que hayan entrado en vigor con anterioridad a las conductas que regulan, por los sujetos que el ordenamiento jurídico señala y según los mecanismos dispuestos al efecto.
Si bien ese principio puede pasar inadvertido durante su aplicación, todos los días realizamos miles de acciones en la convicción de que el resto de las personas guiarán sus conductas con sujeción a la ley. Cruzar con el semáforo en verde, requerir atención médica o concurrir a renovar una habilitación son acciones que sólo se explican a partir de nuestra confianza en que los demás conductores respetarán el semáforo, en que el médico no nos inoculará una enfermedad y en que el funcionario no clausurará nuestro comercio por su mero capricho.
Ello no nos dice nada acerca de si la ley es buena o mala, pero nos indica que sin su cumplimiento tanto la convivencia como nuestra propia libertad son inviables. En un contexto asediado por decisiones individuales impredecibles, se reduce o elimina por completo nuestra posibilidad de proyectar un plan de vida debidamente ordenado.
Frente al concepto del imperio de la ley, existe siempre una concepción contraria, que se resume en la idea de gobernar a partir de decisiones ad hoc, súbitas e imprevisibles, emitidas por la voluntad de quien tiene el poder; un orden en el cual el uso discrecional de la medida concreta sustituye a la ley general. En estos casos, no puede hablarse de regulación, sino tan sólo de órdenes o de medidas.
Si una ley establece un límite a la tasa de interés, como lo hizo la Constitución de Brasil, uno puede sostener que ella es buena o mala, pero estamos ante una regulación. En cambio, si la tasa de interés la fija un funcionario, caso por caso y a su antojo, no tenemos en verdad regulación. Nos hallamos frente a individuos sometidos a las medidas concretas que toma la autoridad.
El problema con la ley de abastecimiento no es dado por constituir una regulación del mercado; no estamos aquí ante el debate entre la mano invisible de Adam Smith y las regulaciones estatales. La cuestión es previa; se trata de determinar si preferimos vivir en una sociedad con reglas que puedan ser conocidas por anticipado o en otra donde debamos confiar en el albur de las decisiones individuales de un funcionario.
Veamos. La ley de abastecimiento no es una regulación del mercado o de la economía, sino más bien la antítesis de un orden cabal. Por fuerza de esta ley, es suficiente con que un funcionario considere, por ejemplo, que un aumento de precios es injustificado o que una intermediación en el comercio es innecesaria, para que alguien sufra multas, clausuras, pérdidas de beneficios impositivos y todo lo que se le ocurra a la autoridad de aplicación.
El carácter indefinido de las conductas que se sancionan se comprende rápidamente. Ni la intermediación "innecesaria" en el comercio ni el aumento "injustificado" de un precio pueden ser determinados sobre la base de parámetros objetivos. El propio secretario de Comercio explicó, ante el Senado, que elevar injustificadamente un precio es algo que "no está escrito en ningún lado", porque, según sus palabras, "todo es subjetivo cuando tiene que ver con precios".
Lo propio puede decirse de la sanción de la intermediación "innecesaria". El comercio es intermediación, y con excepciones como la de Marco Polo, la mayoría de los comerciantes no son estrictamente indispensables. Ir al comercio del barrio, en lugar de dirigirse al mercado central, es una comodidad, no una necesidad. Ese ejemplo se puede replicar en casi cualquier ámbito de la economía, por lo que la prohibición de intermediaciones innecesarias no constituye en realidad una regulación, sino la sujeción de todo el comercio a la decisión discrecional de la autoridad.
Una vez que sustituimos las reglas generales por el subjetivismo del funcionario sólo nos queda confiar en su ecuanimidad. No se trata de que éste o aquel secretario de Estado sea ineficaz o mal intencionado. Podemos conceder lo contrario, pero el problema seguirá en pie. Sin imperio de la ley, no sólo peligra el funcionamiento de las instituciones; más aun, al resultarnos imposible prever las conductas de los demás, lo que se coloca en riesgo es la capacidad personal de ejecutar nuestro plan de vida.
Al admitir que cada caso particular se resuelva por sí mismo, sin sujeción a reglas previas y según la voluntad discrecional del funcionario, generamos incentivos para que los habitantes pierdan interés en cumplir reglas y, en su lugar, adquieran la gimnasia de lograr los favores y las prebendas del gobernante a través del lobby o la sumisión cívica.
De tal forma, la disputa en torno a la ley de abastecimiento no es tanto una discusión entre mercados libres o mercados regulados, como un debate entre el imperio de la ley y una pura decisión administrativa con la consiguiente degradación institucional.
No se trata de cargar las tintas sobre quienes insisten hoy en la defensa de un vetusto estatuto legal, que tanto daño ha ocasionado a las libertades ciudadanas, sino de insistir en la conveniencia de vivir en una sociedad gobernada por reglas claras, cuya aplicación no dependa de la mera voluntad de los funcionarios de turno.
Lo que hace posible el imperio de la ley y la consiguiente limitación jurídica del soberano es la incorporación, en la ética social e individual, de la sabiduría que ese ideal lleva consigo. Es, por lo tanto, indispensable una práctica colectiva fundada en la educación pública respecto de las exigencias morales y jurídicas que implica el ejercicio efectivo del poder.
Si la sociedad civil no hace sentir esa demanda, las autoridades tendrán siempre la tentación de gobernar por medidas que atiendan su propia conveniencia inmediata, haciéndonos sentir que todo depende de una concesión graciable de su voluble determinación.
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