El olor de mis abuelos
Recuerdos a partir de una experiencia teatral en el Cementerio de la Chacarita
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En su admirable y cálida encarnación de Sonia, una enigmática y anacrónica figura espectral que deambula por los pasillos del cementerio, la actriz Nadia Lozano elogia las bondades de los productos de Heno de Pravia. Entonces saca una botellita de colonia y me hace oler. “¿Adónde te lleva?”, me pregunta. Cierro los ojos, aspiro profundo, y lo que pasa en mi cabeza y mis entrañas es tan intenso como la escena culminante de Ratatouille, cuando el severo crítico Anton Ego se rinde frente a la sencillez del plato que lo remite a su infancia.
Mis papilas olfativas me llevan del otro lado del muro. A tres cuadras de ese mismo cementerio donde están los restos de mis abuelos, para el lado de La Paternal, estaba su casa. Y lo que huelo es el abrazo de mi abuelito Armando, siempre impecable, con sus pantalones y zapatos blancos, con su chomba anclada en los años setenta, sentado en el balcón, leyendo La Nación, escuchando la radio y observando atento todos los movimientos de la calle Maturín. Y a mi abuelita Piba, con sus vestidos floreados, su sonrisa perpetua, su muletilla (“atendeme…”), su ensalada de tomate y lechuga cortada chiquitita y condimentada con vinagre de alcohol, y su regazo como un refugio contra todos los males de este mundo. De pronto, es un instante, me muevo de la arquetípica cocina-con-heladera-Siam hasta el baño de azulejos negros y pastina blanca, iluminado con luz natural por una claraboya rectangular que daba a la terraza. Visualizo la pasta de dientes concentrada, de pomo pequeño y circunferencia angosta que me hacía picar el paladar, y me lavo las manos con ese jabón verde oliva, con aroma a lavanda, con olor a mis abuelos.
Una obra más real que la del mundo es una experiencia teatral entrañable, que se puede ver los sábados a las 14.30 (entrada gratuita con inscripción previa), escrita en colaboración por varias y varios de los integrantes de la compañía La Mujer Mutante (Nahuel Caputto, Ignacio Pereyra, Flor Sanchez Elia, Juan Coulasso, Nadia Lozano y Victoria Roland) a partir de citas, testimonios reales, documentos históricos y algunas fantasías. Dirigida por el mencionado Coulasso, factótum de Roseti -esa Knitting Factory porteña- es, también, un recorrido que pone en valor a la monumental estructura subterránea y laberíntica del Gran Panteón del Cementerio de la Chacarita. Es, además, una reivindicación de Ítala Fulvia Villa, la arquitecta que proyectó esa estructura que, utilizada aquí como una inédita escenografía, adquiere una extraña belleza, a pesar del estado de abandono que presentan muchos de los pabellones.
“Acá luchamos contra la intemperie, la vegetación intrusiva, las filtraciones, el deterioro edilicio, los famosos chorros del bronce funerario, el control nocturno, las cocherías foráneas no autorizadas, los curas truchos, la exhumación de los restos mortales vencidos y, por supuesto, la invasión de palomas, las malditas palomas”, explica Ignacio Pereyra, en su rol de jefe guía, sobre el cementerio más grande de América Latina.
Antes de entrar, una advertencia: “Chacarita es un cementerio real, no un lugar turístico. Acá está el almacenero de tu barrio, tu maestra del jardín, tu cantante de cumbia favorita, una tía, seguro conociste a alguien cuyos restos descansan en este lugar. Muchos vecinos y vecinas vienen a homenajear, llorar, visitar o ingresar a sus familiares y amigos y es prioridad de todos velar por el respeto y la dignidad que ello conlleva”.
Transité muchas veces ese espacio para despedir a mis muertos. Parientes cercanos, amigos que nos dejaron antes de tiempo, y artistas queridos y admirados. Entre tantos otros méritos, esta obra elude las tumbas de las celebridades y los golpes bajos. Entre canciones reproducidas a casete, reivindica el espacio sepulcral de la clase trabajadora. El resto, es magia.