El “odio”, o la lógica perversa de cargar al otro con las propias miserias
Tras el ataque a Cristina Fernández, en lugar de reeditar el 19 de abril de 1987, fecha emblemática para la defensa de la Constitución, se convocó a revivir el 17 de octubre, día centrado en una persona, un líder, un ídolo ascendido a héroe
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Puede ocurrir que ciertos hechos sean erróneamente interpretados porque se los lee en forma aislada, como situaciones puntuales. Conviene, entonces, tratar de advertir la lógica en la que tales hechos se inscriben, para lo cual es preciso poner en serie lo puntual, incluirlo en una cadena y vislumbrar el “hilo rojo” que subtiende esa continuidad, aun si no aparece a simple vista. Esta mirada se corre de lo anecdótico y apunta a la estructura. Solo así podremos evitar que el árbol tape el bosque.
El tan reiterado y manoseado sintagma “discursos de odio” se ha convertido en un eslogan que ya nada dice, un latiguillo que se usa en forma banal y barata y que parece poder aplicarse a todo y a todos. Vale entonces indagar en su significación, procedencia y motivos.
Muchos actores de la vida argentina –politólogos, comunicadores, políticos, intelectuales de diversos campos– lamentan lo que consideran “una oportunidad perdida”: ante el espanto del atentado sufrido por Cristina Fernández de Kirchner, se vio surgir la esperanza de que el Gobierno convocara a una gran conciliación, un llamado a la unidad, un “reseteo” del paradigma de crispación y antagonismos que viene imperando desde hace tiempo. Se esperaba un nuevo gesto à la Alfonsín, ese del balcón junto a los dirigentes del peronismo para oponer la más férrea resistencia democrática a los intentos golpistas de los militares. En esa ocasión, el enemigo estaba claramente identificado, y no era ninguno de los rivales políticos ni los partidos que, aun en la disidencia, formaban parte del conjunto de la democracia. Era, por el contrario, el grupo de los que querían desbaratar la república.
La situación actual no podría ser más diferente: en lugar de reeditar el 19 de abril de 1987, esa fecha emblemática que giraba en torno a la defensa de la Constitución, se convoca a revivir el 17 de octubre, día también de fuerte significado en nuestra historia, pero centrado en una persona, un líder, una suerte de ídolo ascendido al lugar de héroe.
Se abre ahí una divisoria de aguas, una herida lacerante en la vida del país. Las imágenes y las palabras dan cuenta de su sentido. En el balcón de Alfonsín se constituyó, gráficamente, un “nosotros”: dirigentes, representantes, personas pertenecientes a distintas tendencias y partidos, todos identificados como argentinos, compatriotas y demócratas. Dispuestos a defender a como diera lugar el tesoro más preciado, esa patria a la que todos pertenecemos y que nos aloja, abarcando disensos y diferencias. Un “nosotros” inclusivo.
Lo que ocurre ahora, en cambio, estaba ya prefigurado desde el comienzo de la gestión (en realidad, desde mucho antes, pero puesto en negro sobre blanco en esa ocasión). Cuando el presidente Fernández anuncia, triunfal, en su discurso de asunción: “El gobierno ha vuelto a manos de los argentinos”, expresa esa lógica que hay que percibir para entender la estructura de los acontecimientos actuales. Su declaración no fue sino una más de las tantas que la precedieron y siguieron, por su parte y la de muchos otros dirigentes de su partido, basadas en la misma idea: un “nosotros” excluyente. Lo que da lugar a la división inapelable entre “nosotros” y “los otros”, en la que esos otros no merecen reconocimiento, derechos, consideración ni gesto alguno que los posicione como semejantes o pares.
La historia es lamentablemente pródiga en ejemplos; desde tiempos remotos, grupos de poder excluyen, discriminan, aborrecen, expulsan, torturan, persiguen, censuran o matan a minorías (no necesariamente cuantitativas), desde negros hasta mujeres, judíos o cristianos, tutsis o pilagá… La lista es interminable, y no tiene visos de detenerse con el correr de los tiempos. Por su color o su lengua, por su sexo o sus ritos, por sus ideas o creencias, millones han sido masacrados o condenados a manos de quienes se creen superiores.
No es el caso ahora de remontarnos a los orígenes de semejantes conductas (¿Occidente y el eurocentrismo, con su superioridad blanca a la cabeza?); la realidad es que, tal vez con estrategias menos evidentes, pero no menos feroces, la tendencia humana a rechazar al otro no cesa. Muchos, demasiados, siguen encontrando imposible aceptar la alteridad, reconocer en el otro a un semejante-diferente. Tribus, sectas, grupos cerrados, fanatismos de diversa laya, tendencias de carácter religioso (no en el sentido convencional, de algún culto reconocido, sino en la creencia a ciegas de un dogma incuestionable y la actitud idolátrica) siguen proponiendo la construcción de capillas y santuarios, acciones sacrificiales, derramamiento de sangre y rituales (laicos y paganos) de purificación, vigilias de guardia en torno a los altares para que no sean profanados por esos “otros”. La adhesión acrítica a líderes mesiánicos, la adoración de figuras que agitan las pasiones y el culto a la personalidad son rasgos característicos de ese “nosotros” excluyente. Los fieles de tales iglesias hacen masa, no piensan ni cambian.
Suponer que el hecho de que no se haya propuesto una convergencia pacificadora es una oportunidad perdida, por ineptitud o descuido; creer que se trata de un error o una desatención, es poco realista. Es, más bien, expresión de deseo, buenismo, racionalidad que no aplica. No solo no hubo desaprovechamiento de la ocasión sino que, por el contrario, se ha sacado el máximo fruto del evento. Todo sirve para dividir, enfrentar y “agudizar las contradicciones”, demonizar al extranjero, culpar y perseguir al que no forma parte de la tribu. Esa es la lógica estructural de este “nosotros” que no solo no incluye (a todos los que sí somos argentinos, democráticos, ciudadanos, pueblo y patria) sino que se abroquela en torno a sus dioses, sus dogmas y sus ritos. Es el huevo de la serpiente, el germen de un odio que no vacila en expresarse de todos los modos posibles. El odio, dice Spinoza, es “una tristeza acompañada de la idea de una causa exterior”. Pura impotencia, rabia ciega, resentimiento. Cargar al otro con las propias frustraciones y miserias. Lógica perversa, incompatible con la buena razón, la democracia y la justicia. En suma, con la convivencia.
Filósofa, escritora