El Octubre chileno no nace de la miseria, sino de la prosperidad
El descontento es real y su motor es la clase media, que se manifiesta contra el desprecio de la elite y contra usos y costumbres de otra época
Las revoluciones no siempre se hacen por desesperación; a veces, al contrario, suceden porque esperamos más. Alexis de Tocqueville observó una aparente paradoja: durante la Revolución Francesa, las regiones más furiosamente revolucionarias no fueron las más pobres, sino aquellas donde la riqueza y el bienestar habían crecido más. En 1969, James C. Davis postuló un modelo para la relación entre expectativas crecientes, nivel de satisfacción y alzamientos revolucionarios. La conclusión fue clara: la revolución es más probable cuando, después de un largo período de mejoras, la expansión se frena. Esto corresponde, exactamente, a lo que está ocurriendo en Chile.
Los analistas de izquierda y de derecha, tomados por sorpresa, no aciertan a entender esta revuelta en el país más próspero de América Latina. El relato bolivariano, que adolece de un esquema único y monótono para explicarlo todo, choca de frente con la realidad: ¿cómo creer que "el pueblo se alza contra la opresión neoliberal" cuando Chile, en los últimos treinta años, redujo la pobreza más que ningún otro país del continente, multiplicó por cinco su PBI per cápita, eliminó la mortalidad infantil y puso sus niveles educativos entre los mejores del mundo? También, sin embargo, se equivocan ciertos comentaristas patricios cuando culpan de todo a comandos cubanos o venezolanos, o a la ingratitud inveterada de los rotos: el descontento es real y su motor es la clase media, aunque grupos trasnochados esperen precipitar la revolución incendiando estaciones de metro y supermercados. Esos actos de barbarie deberán esclarecerse, pero son actores secundarios, como lo son también -a pesar de proveer las imágenes más dramáticas de estos días- los estudiantes que lanzan piedras a los carabineros o escapan de sus gases lacrimógenos.
No, el progreso de Chile no es ilusorio. Recuerdo muy bien el Santiago gris de los años 80: el de la gente revolviendo en la basura, los comercios decrépitos, la minoría pudiente atrincherada detrás de rejas eléctricas, la mayoría que sobrevivía con la resignación y el humor negro que reflejan los personajes de Condorito. Treinta años después, las villas de emergencia casi desaparecieron, Santiago es una capital luminosa y el motor de la economía es una clase media cada vez más consciente de su protagonismo. Cuando el país votó para desplazar a Augusto Pinochet del poder, la pobreza rondaba el 68%; hoy ese número abismal se redujo a menos del 10%, el desempleo acaba de bajar al 7% y la inflación hace rato dejó de ser tema en los diarios. Lo que no cambió -y es un factor en la revuelta- es el desprecio de la élite por esta nueva clase media, a la que sigue considerando como una oleada de arribistas que debe agradecer lo obtenido y dejar el Estado en manos de los que saben. Lo cierto es que los chilenos que a comienzos de este siglo accedieron por primera vez a cierto bienestar hoy esperan no solo que ese bienestar aumente, sino encontrar los rostros, el lenguaje y los valores de la clase media en los centros de decisión.
Pero, pero... Toda revuelta, casi por definición, está plagada de malentendidos. ¿El clasismo chileno es producto de la economía de mercado? ¿No existe desde hace doscientos años y solo empieza a cuestionarse gracias a ella? El malestar social en Chile empieza con la desaceleración del crecimiento. ¿Cabe imputárselo solo al gobierno de Piñera, que lleva un año y medio en el poder? ¿Se puede ignorar que fue elegido ante las frustraciones del segundo gobierno de Bachelet? El aumento del precio del metro, que disparó las protestas, es paradigmático: si ese servicio se encarece se debe, en parte, a que compensa el déficit crónico del Transantiago, el servicio de colectivos implementado por Bachelet. Tema aparte es la actuación de los carabineros, que osciló entre la pasividad y la represión, en situaciones en las que -como relata Joaquín Sánchez Mariño, que cubrió las protestas- la hostilidad entre policías y manifestantes empieza con insultos y termina con piedrazos y carros hidrantes. Para los estudiantes la sola presencia de policías en la calle es ofensa suficiente; por otra parte, en democracia la incapacidad para discriminar entre incendiarios y manifestantes pacíficos se paga cara, y con razón.
Queda el hecho de fondo: esta revuelta no nace de la miseria, sino de una prosperidad que ya no tolera los usos y costumbres de épocas más austeras. El actor central en Chile no son obreros oprimidos sino esa clase media profesional que aparece, típicamente, en países cuya potencia exportadora dio lugar a un vasto sector de servicios. Si cabe compararla con alguna revolución pasada, sería con el Mayo Francés: también entonces la rebelión explotó al cabo de treinta años de bonanza, también entonces sobrepasó a una clase dirigente envejecida, también entonces fueron protagonistas los estudiantes, también entonces la represión puso al país del lado de la protesta y también entonces la izquierda revolucionaria -equivocadamente, según se vio- creyó llegada su hora.
En el paisaje convulsionado de América Latina, desde ya, todo puede suceder, y falta evaluar el daño que dejarán estos días a la economía y el prestigio de Chile; pero parece probable, en definitiva, que un día se recuerde al "octubre chileno" como el momento en que los hijos de la prosperidad reclamaron un lugar acorde a su importancia.