El ocaso de los necios
Hay un vicepresidente a cargo del Poder Ejecutivo y todos se avergüenzan de que así sea. Llegó hasta allí sin historia política, haciendo gala de la frivolidad y como producto de un casting desarrollado en el ánimo de Cristina. Muchos lo avalaron y hasta se animaron a ver en él a un "revolucionario" del proyecto nacional y popular.
También hay un legislador de la ciudad que busca que los porteños lo catapulten con sus votos al Congreso Nacional. Como aquel vicepresidente, cuando llegó a ser legislador tampoco tenía historia en la política. La única militancia que exhibió fue la de sus padres trágicamente secuestrados y asesinados por el terrorismo de Estado. Altivo, sólo hace gala de la soberbia propia de los burócratas que reclaman respeto no por su trayectoria, sino por el poder que ostentan y que hoy se desnuda en los videos que tanto han circulado.
Alguien ha dicho, con razón, que la decadencia política se patentiza en el mismo instante en que los vicios privados asumen la dimensión de lo público. Boudou y Cabandié son una prueba del aserto. Al primero, acosado por imputaciones judiciales, se lo ha visto montado en su motocicleta mientras la Presidenta enfermaba. Al otro se lo ha visto destratando a una agente municipal que sólo cumplía con su obligación, a la que, además, no tuvo problemas en acusar falsamente de corrupta para intentar salvar su pellejo.
Boudou y Cabandié tienen algo en común: son fruto de la decisión personalísima de Cristina. Pero también son, en esencia, patéticas muestras de la decadencia de un proyecto institucional que alguna vez dijo querer prestigiar a la política. Sobre ellos y sus procederes cargan los opositores. Y también de ellos y de sus procederes tratan de desentenderse los oficialistas.
Tal vez sean el corolario de un tiempo en el que el poder sólo ponderó la obediencia y maltrató al pensamiento crítico y en el que la historia fue reescrita para cubrir los devaneos políticos de quien gobierna.
No tiene sentido cargar las tintas sobre ellos. No son causas del desatino, sino solamente su resultante. Al fin y al cabo, han sido muchos los desaciertos acumulados en los últimos años y muchos los discursos dirigenciales que los toleraron y hasta justificaron. Hubo palabras para convertir la inflación en "puja distributiva"; para transformar en "acciones mediáticas" la mayor criminalidad; para decir que "en Irán encontrarán justicia" los muertos en la AMIA; para convertir en jefe del Ejército a un agente de inteligencia de los dictadores, y hasta para mutar en "democratización judicial" un vergonzoso intento de someter a los jueces bajo el pie del poder político.
A estas alturas, cuando el Gobierno perdió la adhesión de la mitad de quienes lo votaron hace sólo dos años, muchos de quienes aún lo acompañan deberían revisar la lógica que avalaron en todo este tiempo y replantearse la conveniencia de sostenerla. Si lo hacen, seguramente comprenderán que la imposición vehemente de un discurso único sólo ha servido para deteriorar la convivencia democrática y en nada ayudó a darle una mejor calidad a una política que, en los últimos años, pretenciosamente fue calificada de transformadora.
Hasta los intelectuales cayeron en esa lógica analizando la realidad en sus "cartas abiertas". Callan arbitrariedades en pos de una revolución que anida en la cabeza de la Presidenta y sólo asoma en sus escritos. Se autoconvocaron para ser la conciencia crítica de un gobierno y se convirtieron en los justificadores intelectuales de sus errores. Preocupados por no ser "funcionales" a la oposición, olvidaron que en política la mejor forma de ayudar al adversario es persistiendo en el error. Allí es donde la convicción se desvanece para darle vida a la necedad.
En poco tiempo más, Boudou volverá a confinarse en el Senado y Cabandié tendrá el lugar que el proceso electoral le depare. Cristina, por su parte, ocupará nuevamente el lugar de mando.
La duda que queda es saber si lo vivido habrá servido de experiencia. Si entenderá el oficialismo lo endeble de un sistema que funciona en torno de una única persona que desde ya hace mucho tiempo persiste tercamente en su decisión de equivocarse. Si advertirán que la confianza social se dilapida avalando malas conductas, promoviendo a los soberbios y descalificando toda crítica.
Dilemas que deberán enfrentar aquellos que, embriagados en la "década ganada", no pueden entender la decadencia que los acecha.
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