El obispo prisionero
Cuando, en agosto, el cerco de acoso policial se cerraba alrededor de monseñor Rolando Álvarez, obispo de la diócesis de Matagalpa, y aún sus mensajes alcanzaban las redes sociales, su voz se dejó oír, desolada, pero con entereza, con una oración que empezaba: “Señor, Señor… vengo de una larga noche; estoy saliendo de las aguas saladas. Ten piedad. La soledad es una alta muralla que me cierra todos los horizontes. Levanto los ojos y no veo nada. Mis hermanos me dieron la espalda y se fueron. Todos se fueron…”.
La calle frente a la casa episcopal estaba tomada por decenas de agentes, las esquinas cerradas por retenes, no dejaban pasar alimentos, le habían cortado la energía eléctrica, y él, en compañía de unos pocos, esperaba el momento en que entraran a apresarlo, como sucedió, pues al poco tiempo lo llevaron prisionero a Managua; y, mientras tanto, sus hermanos obispos de la conferencia episcopal siguieron en silencio.
A esas alturas, los párrocos de las iglesias de la diócesis de Matagalpa, y los de la diócesis de Estelí, también bajo la autoridad de monseñor Álvarez por vacancia de la sede, se hallaban bajo persecución, y luego también serían metidos presos, mientras otros habían huido al exilio, y las pequeñas estaciones de radio y TV administradas por los curas en las regiones rurales, habían sido desmanteladas.
Se lo acusaba de “intentar organizar grupos violentos, incitándolos a ejecutar actos de odio en contra de la población, con el propósito de desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”. Su voz se alzaba en las redes sociales, en el púlpito de la catedral de Matagalpa en la misa de los domingos, que reventaba de fieles, y sus imprecaciones sonaban a exorcismos: “A la oración el demonio le tiembla, a la oración de un pueblo unido el demonio le tiembla… está el mal ahogándose, estremecido ante la oración de un pueblo que se une desde la más profunda montaña hasta los centros de las ciudades…”.
Su prédica se había vuelto insoportable para el régimen. La suya era la única voz profética que quedaba resonando en el país después de que monseñor Silvio José Báez, obispo auxiliar de Managua, había sido enviado al exilio, una concesión del Vaticano para aplacar las furias de la dictadura contra la iglesia, que no hizo sino exacerbarlas. El nuncio apostólico fue expulsado, las procesiones religiosas se hallan ahora prohibidas, los sacerdotes extranjeros han sido deportados, y órdenes religiosas enteras, entre ellas las Religiosas de la Caridad, fundada por la madre Teresa de Calcuta, deportadas también.
Monseñor Álvarez se graduó en Teología en la Universidad Lateranense, en Filosofía en la Universidad Gregoriana, e hizo una maestría en Doctrina Social de la Iglesia en la Pontificia Universidad de Salamanca. Menudo y ágil, a los 56 años es capaz de desplegar una gran energía juvenil, montado a caballo por los caminos de montaña, o en pipante por los ríos, para llegar a las comunidades más lejanas en sus visitas apostólicas; de patear la pelota de fútbol con los jóvenes, y de bailar en las fiestas campestres de los feligreses, un carisma que no desperdicia.
En octubre de 2015, el régimen otorgó a la empresa canadiense B2Gold una concesión de explotación minera a cielo abierto en el municipio de Rancho Grande, que pertenece a la diócesis de Matagalpa. Los pobladores, que viven de la agricultura y la ganadería, se declararon en rebeldía, y denunciaron la catástrofe ambiental que se avecinaba. Monseñor Álvarez se puso a la cabeza de la protesta y los acompañó en una manifestación a la que concurrieron más de 15.000 personas. El régimen organizó una contramarcha con empleados públicos, que resultó un fracaso. Ortega tuvo que llamar por teléfono al obispo para anunciarle que la concesión había sido anulada.
Pero le fue anotado en su cuenta. Cuando, tras las masacres de 2018 contra la población civil alzada en las calles, Ortega se vio forzado a abrir un diálogo nacional, que usó después para ganar tiempo y ahogar la rebelión, monseñor Álvarez se hallaba sentado del otro lado de la mesa, reclamando con voz clara el cese de la cacería de jóvenes y de las “operaciones limpieza” en los barrios, y advirtiendo que el único camino posible para acallar las protestas era cesar la represión y devolverle al país la libertad y la democracia. También le fue anotado en su cuenta. Una celda esperaba por él desde entonces.
Cuando, en febrero de este año, la dictadura decidió desterrar a los prisioneros políticos hacia Estados Unidos, puso a la cabeza de la lista a aquel reo incómodo, que en las fotos de las audiencias judiciales publicadas por los medios del régimen aparecía digno y desafiante, en la soledad de la sala vacía, ajeno a la cháchara de los fiscales y jueces. Pero se negó a subir al avión. “Que sean libres, yo pago la condena de ellos”, fue toda su respuesta.
Del aeropuerto fue enviado a la Cárcel Modelo. “No acepta que lo metan en una celda donde hay centenares de presos”, se quejó Ortega en cadena nacional de radio y televisión. Lo acusó de arrogante. ¿Por qué, se preguntaba, si se trata nada más que de “un hombre común y corriente”? Grave equivocación. Lejos de ser un hombre común y corriente, aun en su uniforme de presidiario, monseñor Álvarez es un símbolo. El símbolo más poderoso del país.
Casi de inmediato, porque los actos de venganza se cumplen en Nicaragua con celeridad, un tribunal dócil lo condenó a 26 años de prisión por traición a la patria, le suspendió sus derechos ciudadanos a perpetuidad y lo despojó de la nacionalidad nicaragüense. Ahora vive en una celda de aislamiento, y nadie puede verlo, ni siquiera sus familiares. Nada se sabe de él. Y aquella oración suya seguirá en sus labios: “El miedo y la noche me rondan como fieras, y solo me quedas tú, como única defensa y baluarte”. Y un país entero que lo acompaña.