El nuevo plan de ajuste
FRENTE a la evidencia de que el mayor costo de la atención de la deuda pública y la lenta marcha de la recaudación tributaria pusieron en duda la posibilidad de contener el desequilibrio de las cuentas estatales en línea con los objetivos adoptados por las leyes de presupuesto y de responsabilidad fiscal, el Gobierno ha dispuesto un nuevo recorte del gasto que avanza, en alguna medida, hacia la reorganización de la estructura financiera del Estado.
Producto de una larga y desgastante discusión en el seno del Gobierno mismo, que revela heterogeneidad de ideas y concepciones no sólo sobre el manejo de la Hacienda, sino incluso sobre el papel del Estado como agente económico, el conjunto de las medidas anunciadas ayer procura comprimir las erogaciones presupuestarias en poco menos de 1500 millones de pesos anuales _es decir, 838 millones en lo que resta del ejercicio 2000_ que se suman a los recortes dispuestos anteriormente, a un ritmo oficialmente calculado en otros 1500 millones de pesos anuales.
El mayor esfuerzo recae, en este caso, sobre el personal del Estado, que verá recortados sus ingresos entre un 12% y un 15% _según sea el nivel de sus remuneraciones_ después de haber sufrido a principios de año, como todos los asalariados, los efectos del aumento del impuesto a las ganancias y otros ajustes tributarios. En la exposición con que el ministro José Luis Machinea anunció las nuevas medidas, sin embargo, se reconoce que en los años 90 el sector privado hizo un ajuste importante, que no fue acompañado desde el sector público, lo que parece conferir a esta quita en los sueldos estatales una cierta intención reparadora.
Una porción menor del ahorro previsto proviene de la reestructuración o supresión de organismos, que avanza en lo que debería ser un replanteo integral de los objetivos y las funciones del Estado, de modo que las decisiones de gasto respondan a una visión actualizada y con suficiente consenso del papel del Estado y no sean la consecuencia de una superposición errática e irracional de organismos, actividades, proyectos y hábitos de vieja data cuya perduración, muchas veces, grava pesadamente la eficiencia de la vida económica.
En este sentido, los anuncios de ayer incluyen pautas para "optimizar la utilización de los recursos públicos" en el presupuesto 2001, que, además, deberá proyectar, en cada jurisdicción, un gasto menor que el de este año. Es un avance, pero no es, todavía, el presupuesto base cero que a estas alturas resulta ya indispensable como instrumento de racionalización y orden para asegurar una solvencia fiscal sobre cimientos estables. Bien está tratar de achicar el gasto y mejorar los recursos cuando hay un desequilibrio, pero es necesario evitar que correcciones súbitas como ésta convulsionen recurrentemente a la comunidad generando expectativas y comportamientos retardatarios.
También anticipó el ministro de Economía un nuevo acuerdo fiscal federal con propósitos sin duda saludables, como eliminar impuestos distorsionantes, crear un fondo para situaciones sociales extremas, moderar el endeudamiento de las provincias, reducir los déficit provinciales al ritmo de la ley nacional de responsabilidad fiscal. Estos objetivos responden claramente a las exigencias de la salud del erario y del buen funcionamiento del Estado, pero alcanzarlos dependerá de una negociación con los gobiernos locales que no será breve ni sencilla.
Hay otras disposiciones trascendentes que requerirán mayor análisis, a medida que se las conozca en detalle, pero demandan por lo menos una primera mención, como la decisión de que la ciudad de Buenos Aires pague a la Nación por los servicios que la Policía Federal presta en su territorio; lo que en realidad correspondería es que esos servicios sean integralmente transferidos a la jurisdicción de la ciudad.
La reestructuración de los servicios de salud es una necesidad impostergable si se aspira a elevar la eficiencia en el uso de los recursos públicos y a mejorar la calidad de la atención sanitaria de la sociedad. La reorganización del sistema previsional suscitará inevitables controversias, pero parece atacar con cierta decisión la cuestión de las jubilaciones de privilegio. Queda claro que no será reducido el gasto social: antes bien, habrá mayores recursos por vía de redistribución de partidas, pero lo que no se asegura es la calidad del gasto.
Al costo de un desgaste no desdeñable, el Gobierno ha encarado medidas de indudable dureza, en un momento de hondas dificultades, con la esperanza de infundir en los inversores locales y del exterior una confianza que se traduzca en inversiones capaces de vigorizar la economía argentina e impulsar la demorada recuperación de las actividades productivas. Había que hacerlo, y haber asumido ese costo revela un valor político encomiable. Pero asegurar la credibilidad de la Argentina en los mercados de capital requiere mucho más en materia de orden y moderación fiscal, de eficiencia en el gasto y de previsibilidad en la gestión del Estado.