El Nobel de los jueves
Mañana entregan de nuevo el premio Nobel de literatura. Para los que seguimos la ceremonia con algo de cinismo pero también ilusión tilinga, la secuencia es más o menos parecida todos los años. Un lunes cualquiera de octubre te levantás temprano y ves en la tele que anuncian el premio Nobel de Medicina. Así, caes en la que cuenta de que empieza la semana Nobel. El premio de Medicina, por lo menos hace diez años, se lo dan mínimo a tres personas, que en general ni siquiera son amigos ni trabajaron juntos, entonces la mística del millón de coronas suecas en un solo bolsillo se diluye un poco. Los hacen hablar entre ellos por teléfono, sí, se felicitan y son felices en apariencia aunque en la cara se nota el destilado del odio a los tipos que tienen el otro 66% de sus nuevas fortunas. Los martes entregan el de Física y ahí la expectación es un poco mayor, porque los físicos suelen ser más secos y la hosquedad de alguno al recibir la noticia adelanta la posibilidad de que el jueves premien a un escritor resentido o ridículamente rebelde que se niega a ir a recibirlo y algún cronista aprovecha la oportunidad –casi como yo ahora– para repasar los ganadores del Nobel y poder decir que en el 64 Sartre rechazó el premio.
Los miércoles el premio Nobel de Química nos enfrenta con nuestra ignorancia. No sabemos ni siquiera qué es lo que premiaron. Desde que la Fundación Nobel tiene sitio web se ocupan de armar unos dibujitos alusivos a la técnica o el descubrimiento de la gente premiada, pero a casi nadie le interesa porque al lado suele haber un pirulito de YouTube del químico premiado declarando en la puerta de su casa de Southampton y todos nos distraemos con eso. Son días de mucho espacio radial y televisivo de los becarios Conicet.
Para el jueves el rush de positivismo baja. Estamos ahí, esperando. La expectación por el premio de Literatura no es ni parecida, ni remotamente similar, a los de las otras disciplinas. Quizás porque la literatura es algo a lo que todos los alfabetizados con un poco de paciencia y esmero podemos acceder, o quizás sólo porque quién les escribe está en el mundillo y bueno, está más pendiente de eso.
Técnicamente no hay nominados al premio; la muestra válida de la que se sirve la academia sueca que entrega el Nobel de Literatura parece, a priori, todo aquel que haya publicado al menos un libro en el mundo; aunque no es tan así. Para que un escritor sea considerado para el premio debe ser avalado vía carta por alguna personalidad literaria reconocida en el mundo. Con esa lista de recomendaciones, la academia arma una shortlist de cinco posibles candidatos y se van cada uno para su casa a leerlos completitos y vuelven a deliberar a mediados de año, donde más o menos ya tienen cocinado un ganador. Entonces, sepamos que hay algo así como nominados al Nobel, pero que no hay forma de que sepamos quiénes son. Pasados cincuenta años, esa lista de shortlisteados se revela al mundo.
Las casas de apuesta permiten especuladores desde agosto. Ahí ya te podés entretener un rato porque entre los posibles nombres con chances siempre ponen a Dylan o alguna otra cosa un poco ridícula y eso da para charlar un rato. Casi nunca el autor que menos paga termina siendo premiado, aunque en el 2007 pasó con Pamuk, que pagaba 2/1 en Ladbrokes, una nimiedad. Este año la autores que menos paga –esto es: la que tiene más oportunidades de ganarlo según las apuestas– es Svetlana Aleksijevitj, seguida del japonés Haruki Murakami. Si lo gana, habrán instalado el mito del artista que sale a correr todas las mañanas. Le siguen de cerca el estadounidense Philip Roth, el poeta sirio Adonis y algo rezagado pero lo suficientemente cerca como para ilusionar al nacionalismo, César Aira.
Hay, digámoslo así, una cierta tendencia al biempensantismo en la academia. Vargas Llosa, políticamente hablando, fue una de las excepciones que pueden hacer, pero en general suele rendir más premiar a una poeta disidente búlgara o a un novelista sirio-libanés. No sé si se acuerdan, pero hace unos años estuvimos hablando una semana del "Kafka chino". A veces los mensajes que quieren mandar desde la academia con el premio están muy cifrados y otras veces son bastante obvios. La mayoría de las veces no se sabe, casi como si en una cena se pusieran de acuerdo y dijeran: este año hagamos lío.
Desde 1993 no premian a un estadounidense. El último ganador yanqui lo logró, más allá de sus dotes literarias que no pretendo discutir, porque pertenecía al menos a dos minorías: era mujer y afroamericana. Se llama Toni Morrison. Ese año y todos estos años, había muchos, muchos escritores estadounidenses para premiar. Es muy sintomático que el país que produce, sin dudas, la mejor literatura del mundo hace una pila de años, no tenga a varios de sus representantes más destacados ya laureados y contentos. Dejaron morir a Updike, a Salinger, a Mailer, a Vonnegut.
La desilusión, la mayoría de las veces, es parecida. Hemos aprendido, los que seguimos la ceremonia juguetones, a apostar por autores que no nos gustan tanto pero consideramos premiables, sólo por el placer de acertar. Parece que, de nuevo, este año, no van a premiar a Philip Roth, el mejor escritor vivo del mundo —aunque retirado— y sí se lo den, como para conformar, a Adonis, en un año de una Europa conmocionada por las sucesivas oleadas migratorias. Quizás no quieran dárselo a Roth porque es un hombre blanco, judío pero defensor de Israel y es continuamente acusado de misoginia. O quizás sí se lo den y esta sea una de esas hermosas profecías autofrustradas.
De cualquier manera, para cuando queramos darnos cuenta será viernes y hablarán del Nobel de la Paz, que en los últimos años se promete mediático y polémico en iguales dosis, pero ya no nos va a importar tanto porque habrá que indagar en este escritor inimaginable, lleno de consonantes en el apellido que hay que aprenderse, o llenarnos los ojos con páginas de entrevistas viejas recauchutadas, y habrá brindis con champagne malo en los sellos editoriales que posean los derechos en la lengua original de ese autor ignoto; o habrá una módica justicia, como la que en 2013 le valió el premio a la monumental canadiense Alice Munro. Sea como sea, los que desconfiamos y nos ilusionamos a la vez con este premio estaremos ahí, firmes frente al streaming con nuestra taza de café, esperando entender entre silabas inconexas del sueco hablado, un nombre que nos dé para hablar, discutir y leer hasta que la secuencia vuelva a empezar.
Más información: Bastión Digital