El narco en Hispanoamérica: de México y Colombia a la Argentina
Si bien no poseemos condiciones ecológicas para la producción de materias primas, contamos con una industria capaz de abastecer precursores químicos que se usan aquí para terminar el producto o exportarlo a Bolivia o Perú
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Cuando hacia fines del siglo XVIII Gran Bretaña consolidó su liderazgo como metrópoli económica mundial, requería intercambiar sus confecciones baratas de algodón por materias primas. El “Imperio Celeste” chino la abasteció de té, seda, especias y porcelanas. Pero como China se autoabastecía de bienes textiles, los ingleses se toparon con un balance comercial negativo. Introdujeron entonces la importación de opio, abundante en los imperios turco y persa y en sus dominios de la India.
Medio siglo más tarde, la “dormidera” comenzó a producir estragos en su elite, impulsando al emperador Daoguang a quemar los cargamentos. La reacción no se hizo esperar, plasmándose en las dos “guerras del opio”, entre 1839 y 1842, y 1855 y 1860. China perdió ambas, debiendo habilitar “tratados desiguales” en favor de agentes comerciales británicos en los grandes puertos e incluso el dominio directo de Hong Kong. Se sumaron luego a la franquicia rusos, norteamericanos, japoneses, coreanos y franceses. Para entonces, el consumo del opio y el hachís se había extendido en la bohemia artística e intelectual europea.
En el transcurso de esas guerras cientos de miles de chinos huyeron a los distintos países de la costa americana del Pacífico. En México encontraron trabajo en el tendido de las redes ferroviarias. Radicados en el estado de Sinaloa, algunos prosperaron produciendo amapolas, cuya goma, fuente del opio, vendían en Estados Unidos. Su impacto social motivó las quejas de sus vecinos, con lo que los sucesivos gobiernos de la Revolución Mexicana comenzaron un proceso de “limpieza étnica” de la población oriental, que culminó con su exterminio hacia los 40.
Sin embargo, el cultivo de la amapola fue imitado por campesinos que se enriquecieron cuando el ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra supuso un aumento significativo de la demanda de morfina. Se firmó un tratado de provisión secreto entre ambos países, como los que por entonces homologaron con Turquía, Irán y la India. Mientras tanto, las fuerzas militares alemanas sembraban de estragos sus zonas ocupadas por la yuxtaposición de su ideología racista con las pulsiones depredadoras de sus soldados alucinados por las metanfetaminas ordenadas por su cocainómano Führer.
Finalizada la conflagración, el gobierno norteamericano volvió a combatir el narco, aunque este prosiguió con sordina, acelerando su ritmo merced a un convenio secreto de la “cosa nostra” siciliana asociada con el mafioso Bugsy Siegel, fundador de Las Vegas, y el gobernador de Sinaloa. Para entonces, la “dormidera” empezó a ser cosechada por una nueva generación de campesinos de pequeños pueblos. Pero la gran demanda de masas se produjo hacia los 60, cuando los estudiantes rebeldes contra la Guerra de Vietnam optaron por la más económica marihuana. La ciudad balnearia de Acapulco se convirtió en la meca de jóvenes ávidos de cerveza, sexo y “mota”, que algunos contrabandeaban para venderla en campus universitarios y escuelas marcando el tránsito hacia el consumo a las masas.
América Latina halló un nuevo producto exportador hacia los grandes centros mundiales, aunque su prohibición determinó que su bajo valor escalara a precios siderales por las redes fisiológicas de complicidad entre traficantes, policías, militares y políticos. Hacia principios de los 70, y en el contexto de la Guerra Fría, el gobierno de Richard Nixon oficializó el inicio de la “guerra contra el narcotráfico”, asociándolo con una conspiración comunista. Fundó la Drug Enforcement Administration (DEA) para la realización de operaciones conjuntas con los gobiernos de México y Colombia, aunque la lucha contra el marxismo motivó fricciones frecuentes entre esta y la CIA, asociada con algunos capos centroamericanos para financiar a grupos contrainsurgentes.
Si México se especializó en los opioides –morfina y heroína– y la marihuana, Colombia traccionó la producción cocalera andina concentrándose en la elaboración de cocaína introducida desde el Caribe por vía aérea. Organizaciones locales y regionales configuraron carteles comandados por caudillos imbuidos de las culturas políticas de sus países. Fue el caso de Miguel Ángel Félix Gallardo, quien organizó una vasta federación de “plazas” de ingreso a su vecino del norte con la aquiescencia de importantes funcionarios del PRI. Desde Medellín, Pablo Escobar hizo lo propio parapetándose detrás del izquierdista Movimiento de Renovación Liberal y llegando a asumir como diputado suplente. Hasta que fue denunciado por el ministro de Justicia que lo volcó a la clandestinidad declarándoles la guerra al Estado colombiano y a sus rivales de Cali, los conservadores Rodríguez Orejuela.
Durante los años 80, la guerra escaló con relación proporcional a la expansión de su consumo hasta la detención o muerte de los grandes caudillos en la década siguiente. Desde entonces, la actividad se rediseñó mediante organizaciones más reducidas con jefes de bajo perfil que operan como gerentes de diversas fases descentralizadas o tercerizadas del negocio. Fue en ese contexto que se produjo el ingreso argentino en el circuito como vía de salida de la cocaína –cuya producción se desplazó de Colombia a Perú y Bolivia– y de la marihuana paraguaya hacia los demandantes mercados europeos o asiáticos.
Las rutas desde las fronteras “porosas” del NEA y el NOA confluyeron en los puertos santafesinos y bonaerenses. Proceso en el que concurrieron cuatro factores: si bien no poseemos condiciones ecológicas para la producción de materias primas, contamos con una industria capaz de abastecer precursores químicos que se utilizan aquí para terminar el producto o bien exportarlo a Bolivia, Perú y México. La revolución tecnológica agrícola conjugó al auge sojero con el trazado de la Hidrovía, y la pobreza ascendente de Rosario aportó la mano de obra para los embarques clandestinos, provista por las barrabravas de sus clubes y la policía. Sus retribuciones se abonan “en especie”, que se fracciona en lotes rebajados según el poder adquisitivo de consumidores diseminados en todo el territorio nacional. Por último, somos un país óptimo para las operaciones de lavado de activos facilitadas por la corrupción política y un capital humano abundante de profesionales como abogados, administradores de empresas, contadores, ingenieros en sistemas, etc. Estas se plasman en un sinnúmero de actividades, como la construcción de edificios torre, las operaciones inmobiliarias urbanas y rurales, la hotelería turística, los emprendimientos gastronómicos, la compra-venta de jugadores de fútbol, etc. La inflación y el incremento de la pobreza nos han convertido, asimismo, en uno de los principales consumidores del mundo.
Comprender las secuencias que nos han conducido a esta tragedia resulta indispensable para el análisis de nuestra historia contemporánea y los riesgos que incuba cuando ingresa en el financiamiento de la política.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos