El nacionalismo, el dogmatismo y la fe ciega matan
¿De veras el Gobierno tardó tanto en contratar Pfizer y otras vacunas porque son producidas en Estados Unidos? ¿Por las diabólicas multinacionales farmacéuticas? ¿Porque son “occidentales” y “capitalistas”? Pasó meses agarrándose de los clavos y poniendo excusas, pero cuanto más tiempo pasa, más evidente parece: ha comprado o descartado vacunas con base en criterios ideológicos. Como aquellos que no beben Coca-Cola ni escuchan rock porque son “imperiales”; no lo son ni más ni menos que el cine o el motor eléctrico, la teoría de la evolución o la de la relatividad, casi todo lo que usamos y consumimos cada día.
Suena tan cínico y obtuso, malvado y autodestructivo, que parece imposible. ¿Puedes dispararte en el pie o, más bien, disparar en los pies de tus ciudadanos, en nombre de la ideología? ¿Puedes condenar a muerte a miles de personas que hubieran tenido la esperanza de salvarse, en nombre de un dogma? ¿Puedes prolongar la agonía económica y reducir a la miseria a tanta gente, en nombre de un artículo de fe? La respuesta es sí. La historia ofrece ejemplos para todos los gustos: guerras, genocidios, depuraciones étnicas, purgas, cruzadas. Pandemias.
Desde que el mundo es mundo, el nacionalismo mata, el dogmatismo mata, la fe ciega mata. Llevados al paroxismo, vividos con fanatismo, seguidos como utopías salvíficas, matan lo que se interpone en el camino de su ideal de pureza, perfección, redención. Convertidos en religión del Estado y fe del “pueblo”, en vacas sagradas de la identidad nacional e ingredientes obligatorios de la cultura popular, exigen que todo se ordene según el plan providencial al que creen obedecer, a las leyes de la historia que piensan custodiar, a la “liberación” que anuncian como profetas. ¿Liberación de quién? ¿Profetas de qué?
Un poco de humildad, una mirada a cómo les va a los demás, una pizca de sentido común, una modesta dosis de realismo y de sensibilidad humana ayudarían a limitar el daño. Pero los “científicos” del Gobierno, convencidos más que competentes, actúan como los intelectuales de los que Raymond Aron señaló el opio ideológico. Piensan que su noble inspiración moral implica la superioridad de sus ideas, aunque estas no funcionen y causen el efecto contrario al anunciado: muerte en lugar de vida, dependencia en lugar de soberanía, injusticia en lugar de equidad, pobreza en lugar de prosperidad. En nombre del “pueblo”, por supuesto, escudo virtual tras el que se refugian, pantalla retórica que los exime de actuar como clase dirigente racional y responsable.
¡Qué destino!, observa Antonio Escohotado acerca del pueblo ruso en su monumental trilogía sobre los “enemigos del comercio”: “Un pueblo cuya incapacidad para aprender del mundo se ha ido compensando con la esperanza de impartirle una lección definitiva, sea cual fuere el precio”. Una lápida que encaja a la perfección con la historia argentina. ¿De qué sorprenderse? El nacionalismo argentino es para el Occidente católico lo que el nacionalismo ruso para el Oriente ortodoxo. Ambos se han erigido en bastiones de una civilización en peligro, de un mundo en el ocaso bajo el avance de la modernidad europea, liberal y capitalista. En el obsesivo culto al “pueblo” y su “cultura”, en la guerra a muerte contra la secularización, encuentran su razón de vida. Patria o muerte, repiten. ¡Y que muerte sea!
Nicolaj Berdjaev no se equivocó al señalar en el bolchevismo un fenómeno religioso, una reacción brutal del despotismo ruso criado por la cristiandad ortodoxa contra la modernidad occidental. La unión de Estado e Iglesia en la que se sustenta hoy Vladimir Putin es su digna heredera. Eso fue y sigue siendo más de lo que admite el peronismo, hijo pródigo de la cristiandad hispánica arrasada por la reforma protestante y la revolución científica, por el constitucionalismo liberal y el surgimiento del individuo moderno.
Su “excepcionalismo” consiste en esto: en combatir el pecado capitalista, la herejía liberal. Peronistas ortodoxos y peronistas revolucionarios, católicos integristas y católicos populares, fascistas y comunistas, movimientos sociales y pensadores “nacionales”, todos nacionalistas y todos anticapitalistas: la historia argentina es su paraíso. En eso radica la lección argentina al mundo, su destino manifiesto: derrotar la tradición ilustrada, erradicar el virus secular, anunciar la Buena Nueva de un “pueblo puro” que resiste el egoísmo y el individualismo inoculado por la “élite corrupta”. Los resultados están a la vista de todos. Pero no importa: vistos así, Pfizer o Moderna no son creaciones admirables de la ciencia y la inversión, de la investigación y la inventiva, el producto virtuoso de una larga maduración de la inteligencia colectiva de la que la humanidad se beneficia. ¡Qué va! Son caballos de Troya “coloniales”. ¿Qué serán algunas decenas de miles de muertos para ahuyentarlos? ¿Para “salvar” la patria y de paso salvarse el alma?
Así se explica que para el nacionalismo argentino resulte épico lo que desde afuera parece grotesco. Como cuando Eva Perón envió ayuda a los pobres de Washington, para enseñar al mundo la superioridad del justicialismo sobre el capitalismo. O cuando un arzobispo muy nacionalista consideró inapropiado denunciar los crímenes del Proceso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: ¡ay de pasar por “cipayo”! Se podrían llenar libros de ejemplos similares. De ahí el eterno retorno del mito de la Argentina potencia en perenne guerra contra sinarquías imaginarias, víctima de tramas inventadas, blanco de enemigos en realidad indiferentes.
Todos amamos nuestra patria, por grande o chica que sea, la patria de los recuerdos y la patria de los afectos, los paisajes, los olores. Una patria colectiva pero íntima, un lugar del alma. El nacionalismo es otra cosa, es la transfiguración de una emoción personal en religión política, en catecismo comunitario, en ritual totalitario. Es síntoma de un complejo no resuelto, una deficiencia emocional, una enfermedad infantil no curada. “Una estupidez dogmática”, la fe en la inmortalidad de Perón, confió un militante peronista de los años setenta, “sirvió para defender una verdad política”. Permítanme dudarlo. El caso de las vacunas confirma que una estupidez dogmática siempre produce una estupidez política.