El Muro de Berlín y nuestros muros
El Muro de Berlín fue el reconocimiento más tangible y contundente de la total incapacidad del comunismo a la hora de presentar una alternativa mejoradora al capitalismo, sistema que no será perfecto -nada en este mundo lo es- pero sí en extremo superior en materia de desarrollo económico, político y social.
Una pared de ladrillos. Así de tosca y brutal fue la respuesta soviética frente a la migración masiva de alemanes del Este que buscaban sustraerse de las penurias del régimen comunista y asentarse en el lado occidental de una Berlín dividida luego de la Conferencia de Yalta. Entre 1949 y 1961 casi tres millones de alemanes abandonaron el lado oriental ante la indignación y preocupación del régimen soviético.
Para cortar la sangría poblacional (imaginemos lo grave que es para un sistema pretendidamente utópico la amenaza de que el paraíso quede desierto) tanto como para interrumpir las comunicaciones entre dos realidades opuestas que profundizaban comparaciones indeseables, en la mañana del domingo 13 de agosto de 1961 se erigieron barreras temporales y vallados con púas, prolegómenos del infame Muro.
Nacía así una de las construcciones civiles más vergonzosas de la historia contemporánea. Cerca de 45 kilómetros de largo, recurrentes torres de vigilancia, perros entrenados y guardias armados. Toda una serpenteante estructura orientada a dividir familias, amistades, relaciones sociales e intercambios comerciales. Destinada a impedir a fuerza de balas la vida en libertad.
Pero es sabido que el ansia de libertad insufla en los corazones un hálito especial de valentía. En este sentido, más de 100.000 personas intentaron cruzar el Muro. Algunas pocas lo lograron, pero la mayoría fueron abatidas, detenidas o asesinadas durante los 28 años que duró esta oprobiosa pared.
Finalmente, desgastado el régimen soviético a causa de presiones externas e internas pero, sobre todo, a causa de la propia e inherente miseria del comunismo, el Muro se vino abajo el 9 de noviembre de 1989. No cayó, lo derrumbaron miles de personas que cansadas de vivir bajo la opresión y la chatura del colectivismo dijeron “basta”. Del otro lado de la barrera los esperaba una calurosa bienvenida. Esa noche se reencontraron familias, amigos y hubo abrazos estrechos entre desconocidos. Miles de alemanes brindaron y cantaron juntos apenas pudiendo creer que la libertad había triunfado.
Hoy se conmemora un nuevo aniversario de aquella jornada histórica. La efeméride debe hacernos reflexionar sobre los muros invisibles pero contundentes que se yerguen en nuestro país y sobre la necesidad de reemplazarlos por un sistema basado en la libertad.
Acaso la comparación parezca precipitada, pero permítaseme recordar que casi la mitad de los que dejaron Berlín del Este antes de la construcción del Muro eran jóvenes que no habían cumplido los 25 años. Buscaban algo tan sencillo como progresar, independizarse y forjarse una vida con libertad. Actualmente, nuestro país expulsa a la juventud en proporciones devastadoras. Casi 60.000 argentinos, sobre todo jóvenes, abandonaron la Argentina desde mediados del año pasado, a causa no sólo de la crisis económica, sino de la total falta de oportunidades que generan los decadentes muros comerciales, laborales, monetarios, regulatorios y educativos. La multiplicación de restricciones para que nada se mueva termina empujando a que lo que se mueva sea la gente, que dice adiós a los sistemas hiperestatistas y busca países con reglas de juego más razonables y liberales.
En la Argentina no alcanza emparchar este sistema de ingeniería social intensiva y desquiciada, ni maquillar con medidas livianas lo que hace rato no anda.
Lo que el país necesita es derrumbar de una vez los muros de las legislaciones estatistas, erigidos con la argamasa de una ideología absurda y los ladrillos de una palmaria ignorancia económica. Hay que tumbar las paredes regulatorias que impiden que fluya el intercambio comercial, laboral y contractual, motor del desarrollo que tanta falta nos hace. Necesitamos abolir las barreras generadas por burocracia, intereses creados, sindicatos y grupos de presión que se dedican a controlar desde sus torres de vigilancia que la vida económica de los argentinos se adecúe a sus deseos.
Este 14 de noviembre es una oportunidad colosal para decirle “basta” al kirchnerismo, enemigo declarado de la libertad, versión abyecta y vernácula del populismo más dañino. Tenemos que derrotar al gobierno de manera inapelable. Vencer al kirchnerismo en las urnas con la contundencia de un martillo contra una pared es una condición necesaria para salir de la opresión y la decadencia. El final del kirchnerismo será el principio de la libertad.
Y así, quizás podamos soñar con que Ezeiza sea, como Berlín luego de la caída del Muro, un lugar ya no de despedidas, sino de reencuentros.
Candidato a diputado nacional