El mundo observa a la Argentina
Mientras uno de los signos más distintivos de una potencia internacional consiste en priorizar aquellos asuntos estratégicos que redunden en su prosperidad –confianza internacional, inversiones, exportaciones, acceso a recursos críticos, gobernanza, seguridad, institucionalidad–, uno de los más arraigados vicios argentinos radica en supeditarlos a las minucias de la política parroquial, provocando la paradoja de que las cuestiones más sensibles para nuestro despegue puedan quedar en manos de cualquier sujeto con una mochila cargada con cascotes y dinero, capaz de estrellarse la cabeza contra un vidrio para escenificar una falsa agresión, como ocurrió en los recientes disturbios de Jujuy.
Una imagen perturbadora imposible de pasar inadvertida para inversores mundiales ansiosos de acceder no solo a las reservas más sensibles que reclama el futuro de la humanidad, como el litio y otros minerales raros, sino también allí donde existan condiciones de seguridad para extraerlos. Quienes hayan provocado estos episodios sabiendo que es posible burlar a parte de la opinión pública argentina deben comprender que resulta imposible engañar al mundo acerca de las prioridades que nos gobiernan, y que, en consecuencia, sus actos no son gratuitos, sino que los pagaremos a lo largo de muchos años, en cómodas cuotas de desconfianza externa.
Más: la promoción del vandalismo encierra, a la postre, un hipócrita menoscabo a los intereses nacionales, pues desalentar inversiones globales revela que la prioridad no radica en el bienestar de la gente, si no en la conservación del poder en vista de una derrota electoral. Las oficialmente anunciadas y ahora concretadas amenazas de sumergir al país en caos, violencia y sangre conspiran en rigor menos contra el próximo gobierno que contra el futuro de todos los argentinos, en particular de aquellos más necesitados, a los que se dice representar.
Los sucesos de Jujuy parecen solo un anticipo de la ominosa política de extremar la conflictividad, anunciada por una futura oposición, pues allí los contratistas de estas bandas mostraron resolución para mandarlos a luchar cuerpo a cuerpo por la perpetuación de un sistema que preserve su existencia y, en último caso, por provocar tierra arrasada o un diluvio, de modo que quien crea que esta maquinación puede enfrentarse “tomando un cafecito” o que “no hay nada decisivo en juego en estas elecciones” repite el gravísimo error que arrojó a la basura 20 años de la vida del país y pone en juego el futuro de nuestros hijos.
La gravedad de la hora y de las amenazas presagiadas debe aleccionar acerca de los desafíos que aguardan para revertir esta patológica supeditación de los designios de la gran política a los intereses barriales, y exigen de la oposición escoger con celo a un candidato presidencial que reúna la capacidad, la voluntad y el coraje no solo para enfrentar este propósito de sumergir al país en el caos, sino también para hacer comprender a la ciudadanía que del éxito de contrarrestarlo dependen las posibilidades de crear las condiciones inexcusables para la transformación argentina.
Tan cierto es que el mundo en crisis observa a la Argentina con avidez como que lo hace con suspicacia, y que no confiará en un mero cambio de signo político, sino en una categórica inversión de sus prioridades, pues la confianza externa es directamente proporcional a la capacidad de crear certidumbre interna, ambas condiciones sine qua non del desarrollo.
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem