El mundo mágico de Sofía y Alfonso
Historia de una amistad y de una pareja en estado de creación permanente
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Todo por culpa de Hilda Lizarazu. Hace dos décadas, la cantante de Man Ray se había radicado en las sierras de Córdoba. Nos conocimos en el festival de rock de La Falda. Me comentó que algo en el estadio donde se hacían los conciertos le recordaba a Palomar, el libro de Italo Calvino que había terminado de leer unas semanas atrás. Pocos días después, a instancias suyas, recibí en la redacción de Rolling Stone el primer disco de Alfonso Barbieri. Banda de sonido original de una película que nunca se filmó me atrapó desde el título y desde una portada barroca, una especie de Sgt. Pepper´s, construida a partir de una foto que había tomado la propia Hilda, con una treintena de siluetas con máscaras y objetos enigmáticos. Escribí una breve y elogiosa reseña del disco, que incluía la participación de Hilda, de Liliana Felipe, de Andrés Oddone, de Lorena Jimenez (la hija de La Mona), del actor y director teatral Paco Giménez, entre otros, y que incluía una dedicatoria “a la última persona que aparece en el diccionario: Vladimiro Zworykin, ingeniero norteamericano nacido en Rusia, inventor del iconoscopio o tubo de los televisores”.
En 2004 conocí personalmente a Alfonso, cuando Los Cocineros, el grupo que integraba junto a Mara Santucho y Sol Pereyra, tocó en un bar de Palermo. Allí fuimos con Martín Pérez, actual jefe de arte de la revista Brando, y quedamos fascinados con esas versiones de boleros clásicos en clave de reggae y ska, en una formación acústica. Los entrevisté y, en sus frecuentes visitas a la ciudad, entre backstages de conciertos nos hicimos amigos.
Alfonso es un músico prolífico y talentoso. Además de su discografía como solista, llena de títulos exuberantes, y de los cinco discos de Los Cocineros, formó parte de Viajantes, junto a Pablo Dacal, Manuel Onís y Juan Jacinto. Y tocó el acordeón y fue parceiro de Palo Pandolfo durante más de una década.
En paralelo a ese derrotero musical, Alfonso venía construyendo una obra como artista plástico desde fines de los 80. Lanzó varios libros con sus dibujos y sufrió la destrucción de algunas obras en una muestra en el Centro Cultural España, en Córdoba, en manos de fanáticos religiosos.
Es hijo de Sergio Barbieri, un prestigioso e inquieto artista, cineasta, fotógrafo e investigador, experto en exvotos y arte popular latinoamericano. De él no sólo heredó su sensibilidad artística sino también un afán coleccionista que hace de su casa un asombroso gabinete de curiosidades.
Hace unos meses se mudó con su pareja, la cantante y artista Sofía Bergallo, a una casa preciosa, a unas cuadras de la estación de Munro. Allí, en medio de un jardín soñado, está su taller. Y está, también, un estudio-biblioteca, donde exhibe, en vitrinas de ensueño, toda clase de muñequitos, esculturas y obras en pequeño formato, llenas de guiños populares y eruditos. Un espacio tan asombroso como acogedor.
Sofía y Alfonso grabaron un disco, Absolutos principiantes, disponible en Spotify. Y reinventaron la técnica del cadáver exquisito: hacen dibujos que combinan acuarelas y tinta china. Hicieron un libro, editado por Coney Island. Y también, juntos, hacen remeras con sus ilustraciones, y otras con collages dedicados a personajes que conforman el variopinto universo creativo de Barbieri: Carlos Gardel, Bola de Nieve, Batato Barea, Rachmainov, Ray Harryhausen (rey de la animación stop motion), Nelly Omar y Erik Satie. De este último, me contó esta anécdota: “Dicen que Satie era un tipo reservado. Hablaba sólo lo necesario con las personas estrictamente necesarias. Sus vecinos lo veían andar por la calle con un trajecito verde todos los días y a la misma hora. En realidad nadie había entrado a su casa nunca. A su muerte, sus amigos entraron en su casa y al abrir el guardarropa encontraron la única vestimenta de Satie: 20 trajes verdes.”