El mundo de Roberto Arlt
Por Rodolfo Rabanal
La primera vez que leí a Roberto Arlt fue en las ediciones empecinadamente disuasivas de Claridad. Mi padre tenía algunos de sus libros junto a una foto pegada a un cartón oscuro que le servía de soporte y marco. La foto muestra a un grupo de jóvenes bien trajeados comiendo en un restaurante de la calle Corrientes una noche de 1930. En el centro del "ágape" se lo ve a Roberto Arlt, flaco y de rostro angosto, el gesto adusto y la mirada fija en el objetivo de la cámara. Más allá, otros dos jóvenes miran igualmente al fotógrafo; uno de ellos es el dramaturgo Juan Carlos Mauri y el otro es mi padre. Mi padre tenía veinte años, Mauri veinticinco y Roberto Arlt estaría en los treinta y acababa de obtener el Premio Municipal de Literatura, motivo de la celebración.
Mauri me comentó una vez que Arlt era un hombre atormentado, en litigio con la realidad que le había tocado en suerte. Según él, Arlt buscaba la trascendencia, pero no tenía un Dios en qué apoyarse.
Ahora que se conmemoran los cien años de su nacimiento, volví a hojear párrafos de "El juguete rabioso" y de "Los siete locos" y exhumé la foto que todavía guardo, pero Arlt más que en ese retrato está en sus libros y sus libros marcan, como no consiguió hacerlo ningún otro autor de su tiempo, el inicio en América latina de la novela urbana. Buenos Aires aparece en sus novelas ofreciendo el marco que únicamente la gran ciudad puede prestar al drama cotidiano de la gente anónima. Es llamativo comprobar cuán ajeno fue Arlt al ambiente intelectual de su época. Su escepticismo, su inocultable sospecha sobre todos los valores consagrados y hasta su resentimiento activo, denotan esa oblicuidad que lo mantiene a distancia de quienes están en el centro de la escena.
En los años 20 y 30, la vida cultural argentina estaba en manos de los sectores ilustrados y éstos pertenecían o se emparentaban con las clases más prósperas. En esa escena, Roberto Arlt aparece como un extraño o un desterrado sobre el que nadie, sin embargo, dictaminó una exclusión. Salvo que es él, precisamente, quien habla de los excluidos hablando de sí mismo. La monotonía de la vida cotidiana, "la monotonía gris de la ciudad" como recalca demasiado obviamente en "El amor brujo", es vivida por sus personajes como un fallo inapelable, a menos que se quiebren todas las normas. Arlt, el sospechoso, es también el rebelde. La Argentina culta de su tiempo sólo parecía admitir la existencia del suburbio si tamizaba la leyenda o las versiones condescendientes del sainete. Nada más ejemplar de esa visión épica y epilogal que las construcciones de Borges alrededor del malevo y del cuchillero. Los taciturnos y concluyentes compadres de Borges responden a modelos homéricos. Los de Arlt, en cambio, nacieron en la calle o llegaron del puerto con el estupor impreso en los ojos. Es en ese pasmo que ahonda la energía tremenda del perfecto escritor imperfecto que fue Roberto Arlt