El mundo, ante una impostergable reconfiguración de las políticas energéticas
Hace ya 17 años que Nicholas Stern, por encargo del gobierno del Reino Unido, escribió su informe sobre el cambio climático mundial, donde expresaba: “Las pruebas científicas son incuestionables: el cambio climático constituye una seria amenaza mundial, que exige urgentemente una respuesta asimismo mundial”. Allí, sostenía que tanto en sus causas como en sus consecuencias, el cambio climático es un problema mundial, por lo que la adopción de medidas colectivas a nivel internacional es crucial para conseguir una respuesta eficaz, eficiente y equitativa, en la escala requerida. Además, Stern también advirtió que el cambio climático representa un reto único para la economía de todas las naciones, ya que se trata de una considerable externalidad negativa de alcance global jamás vista en el mundo. Por eso expresa que el análisis económico deberá también ser global y abordar las consecuencias a largo plazo.
El territorio en el que se ha adentrado el planeta debido al ser humano no tiene precedente. El mes de mayo pasado ha sido el más cálido registrado hasta ahora, según el Servicio de Cambio Climático de Copernicus, de la Comisión Europea. Los últimos 12 meses han sido los más calientes desde que comenzaron los registros, a mediados del siglo XIX.
La comunidad científica ha advertido que un calentamiento de más de 1,5 °C corre el riesgo de desencadenar impactos mucho más graves del cambio climático y de fenómenos meteorológicos extremos. Incluso con los niveles actuales de calentamiento global ya hay impactos climáticos devastadores. Entre ellos se encuentran las olas de calor más extremas, los episodios de lluvias extremas y las sequías; la reducción de las capas de hielo, el hielo marino y los glaciares, acelerando el aumento del nivel del mar y el calentamiento de los océanos. “La batalla para limitar el aumento de la temperatura a 1,5 grados se ganará o se perderá en esta década”, expresó António Guterres.
La Conferencia de las Partes, un modelo de gestión global que lleva 28 encuentros anuales iniciado en 1995, multilateral y ecuménico, debe ser considerado una importante iniciativa de la diplomacia de las Naciones Unidas. En la COP 1 (Berlín, 1995), los 118 países firmantes convinieron en reconocer el cambio climático como el problema global más grave para la humanidad.
La COP 3, reunida en Kioto, Japón, en 1997, fue la primera en adoptar medidas contra el cambio climático, sancionando el Protocolo de Kioto, que requería que los países desarrollados redujeran las emisiones en una media de 5% por debajo de los niveles de 1990. El protocolo no obligaba al mundo en desarrollo a su cumplimiento. En noviembre de 2000, la negociación colapsó, y en marzo de 2001 Estados Unidos se retiró del protocolo. El Protocolo de Kioto entró en vigor en febrero de 2005, cuando un mínimo de países que sumaban el 55% de las emisiones globales lo ratificaron. EE.UU. no lo ratificó. Nunca volvió al protocolo. Finalmente, el protocolo fue abandonado.
Recién en la COP 21, en la capital francesa, en 2015, se consagró el Acuerdo de París, en el que se fijaron las metas de temperatura máxima compatibles con la eliminación de la amenaza del cambio climático en 2°C por encima de los niveles prevalecientes en la era preindustrial y un compromiso de máximo esfuerzo para mantenerla por debajo de 1,5°C. Los 195 países asistentes a la COP adoptaron las metas, designadas Contribuciones Nacionales Determinadas (NDC), y prometieron reducir las emisiones de GEI, pero en modo “no vinculante”.
La COP 27 (Sharm el Sheikh, Egipto, 2022) coincidió en tres conceptos principales: 1) financiamiento a los países en desarrollo de pérdidas y daños, 2) mitigación, un pilar que está en marcha a partir de París 2015, que requerirá enormes inversiones que la ONU estima en más de US$200.000 millones año para 2030, y 3) adaptación, cuyo principal programa es la transición de energía de base fósil a energía “limpia”.
La COP 28 (Dubái, Emiratos Árabes Unidos, 2023) fue la última, y sus resultados fueron evaluados como un éxito semejante a los obtenidos en la reunión de París. Allí se decidió la realización del primer “recuento de inventario” acerca del grado de cumplimiento de los compromisos adoptados por las NDC de los Estados parte. Asimismo, se dispuso que debía terminarse con los subsidios a los fósiles. Los resultados de la COP 28 se asientan en una primera definición acerca del destino de los combustibles fósiles en la matriz energética global. Pero en el documento final la propuesta de phase out para los hidrocarburos fósiles fue reemplazada por otra postura más componedora, introduciendo el phase down para los fósiles. Un cambio copernicano en la política ambiental global. Este cierre es coherente con la posición del representante oficial de Arabia Saudita. Una vez cerrada la COP 28, el ministro de Energía, príncipe Abdulaziz bin Salman, afirmó que “el resultado principal de la conferencia fue enterrar el objetivo de eliminar de inmediato la oferta de combustibles fósiles, dejando lugar para que los países pudieran elegir su propio camino”. Debe notarse que el término utilizado en la agenda final de la cumbre fue phase down, lo que significa que no necesariamente se apunta a la completa eliminación de los fósiles.
Señalemos que la ruta hacia el cero neto de emisiones de CO2 en 2050, diseñada por la Agencia Internacional de Energía, asegura obtener el resultado esperado no sin esfuerzos y avances justo en el límite, y, finalmente, asegurando consagrar una temperatura para la Tierra en 2100 por debajo de 1,5°C. Este resultado requiere una reconfiguración integral de la oferta de energía global, reduciendo y eliminando el uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) y reemplazándolos por energía limpia de CO2. Simple y posible desde el punto de vista tecnológico, pero difícil de concretar dada la multiplicidad de intereses en juego y el peso económico y geopolítico del petróleo, el gas y el carbón en el mundo. Para apuntar a eliminar las emisiones energéticas de CO2 en el 2050 se debe comenzar ya y sin demoras, de manera que en 2030 la producción de carbón se reduzca un 45%, y la de gas y petróleo, alrededor del 20%, mientras que las energías limpias deberían aumentar 63 por ciento.
Las políticas energéticas de los países deben modificarse con relación a las históricas y actuales, reduciendo el papel de los combustibles fósiles drásticamente. Este es el asunto crítico con relación al cambio climático a revisar entre las partes, con miras a las próximas conferencias de las Naciones Unidas (IPCC). El inicio del movimiento hacia la energía limpia que acomoda la hoja de ruta al cero neto ocurre entre 2022 y 2030, con una reducción requerida de las emisiones GEI-CO2 del 35%, lo que avala la postura de que hay que comenzar ya mismo a restringir la oferta de energías contaminantes como los fósiles.ß
Academia Argentina de Ciencias del Ambiente y Facultad de Ciencias Económicas, UBA, respectivamente