El mito jesuita: una teoría conspirativa que movilizó multitudes en la Argentina
Desde el siglo XIX, cuando regresó al país, la poderosa Compañía de Jesús fue señalada en varias ocasiones como responsable de diseminar un falso catolicismo, lo que motivó controversias políticas, feroces campañas difamatorias y manifestaciones masivas en las calles
La orden a la que se sumó Francisco en su juventud no es una orden cualquiera. Hasta bien entrado el siglo XX, el antijesuitismo fue un mito capaz de movilizar multitudes. Un mito contrapuesto a otro mito, ambos basados en teorías conspiratorias.
Las teorías conspiratorias separan tajantemente la acción de buenos y malos y pretenden dar cuenta de una realidad que actúa en las tinieblas y que es la verdadera causa de todos los males. En el siglo XIX conoció su auge el mito jesuita, una teoría conspiratoria que achacaba a la Compañía todos los males de la humanidad. En contraposición, en el seno del catolicismo ultramontano cobró forma otra teoría conspiratoria: la que adjudicaba al iluminismo, a la masonería, al catolicismo disidente y más tarde a los judíos la voluntad de destruir todas las formas de autoridad, empezando por la de la Iglesia. Vale la pena repasar algunos momentos de la historia argentina en los que el mito jesuita logró impactar en la esfera pública e incluso movilizar multitudes.
Los jesuitas regresaron al Río de la Plata en 1836. La orden había sido expulsada de todos los dominios del rey de España en 1767, había sido suprimida por el papa Clemente XIV en 1774 y había sido restaurada en 1814 por el papa Pío VII. En 1835, en el contexto de la guerra civil, se habían producido motines anticlericales en España que habían tenido a la Compañía entre sus blancos preferidos. En Buenos Aires gobernaba Juan Manuel de Rosas y algunos de sus allegados -su primo Tomás M. de Anchorena y Felipe Arana, entre otros- eran particularmente devotos y promovieron el regreso de los jesuitas.
A través de ciertos contactos en España, Rosas invitó a la Compañía a enviar sacerdotes a Buenos Aires para hacerse cargo de su antiguo colegio, que desde la revolución andaba a la deriva, y para misionar en los pueblos de campaña, donde escaseaban los párrocos. El 9 de agosto de 1836 desembarcaron los jesuitas invitados y enseguida se les estampó en la solapa -vestían de seglares- una cinta punzó. Ese gesto de algún modo prenunciaba las tormentas por venir: Rosas inicialmente les ofreció todo tipo de ayuda: les devolvió el colegio de San Ignacio -el actual Colegio Nacional de Buenos Aires-, les asignó un subsidio y los invitó a misionar en los pueblos de la provincia. Pero en 1840, cuando se produjo la invasión de Lavalle y el gobierno se vio en peligro, Rosas pretendió que los jesuitas predicaran no sólo la fidelidad a su gobierno -cosa que ya habían hecho-, sino además el odio a sus enemigos.
Frente a las intensas presiones del Restaurador, la comunidad se dividió y el grupo menos dispuesto a seguir sus directivas se dispersó en otras provincias y en Montevideo, mientras la facción afín al gobierno abandonaba la Compañía para sumarse al "clero del Estado".
En ese contexto los jesuitas pasaron de ser casi ángeles a ser los más peligrosos demonios. En 1846 el diario oficialista La Gaceta Mercantil decía: "La historia de los jesuitas es una serie de atentados contra el orden social y político de las naciones, y de abusos impíos y atroces de la religión para excitar el fanatismo ciego y brutal, pervertir los divinos preceptos, y apoderarse de las conciencias, de las pasiones, y de todos los medios para un fin único, el más egoísta y criminal, la riqueza y el poder de la compañía jesuítica".
Religión perversa
Tras la batalla de Caseros, los jesuitas regresaron a Buenos Aires invitados por el obispo Mariano Escalada, que les propuso nuevamente misionar en la campaña y en 1857 les confió un pequeño seminario que había abierto a sus expensas en una finca de su propiedad, la actual iglesia Regina Martyrum.
Pero ese mismo año Escalada decidió expulsar a los masones de la Iglesia, con una carta pastoral en que afirmaba que la pertenencia a la masonería era incompatible con la fe católica. Los masones se opusieron con denuedo a la expulsión, reclamando por sus "derechos religiosos" ante el gobierno, pero el obispo fue inflexible. Los masones, entonces, encontraron en el antijesuitismo un discurso capaz de defender su pertenencia a la Iglesia oponiéndose a la vez al obispo.
Ese discurso, en pocas palabras, afirmaba que en la Iglesia existía un verdadero catolicismo contrapuesto a uno falso, representado por el obispo y por los jesuitas. El jesuitismo no era patrimonio de los jesuitas, era una actitud, una forma perversa de vivir la religión. El jesuitismo, dice un publicista de la época, es un "veneno" que "se introduce, resbalándose como la culebra, en los domicilios, examina la vida doméstica de las familias, escudriña las conciencias débiles, sorprende la inocencia de los jóvenes, estimula la locuacidad de las mujeres y de los niños, se aprovecha de la sencillez de los criados, y echándola después de adivino o de inspirado, trata de estudiar el modo como aumentar los males y las aflicciones, con el fin consueto de que a la mayor gloria de Dios sobresalga la mentira virtud del fingido remedio que aparenta proporcionar".
En la década de 1860 el antijesuitismo se difundió a través de la prensa periódica liberal y de un buen número de folletos y libros. Nutrido por las controversias políticas y religiosas, creció hasta popularizarse. En 1874 Avellaneda ganó las elecciones y se convirtió en presidente de la república. Se lo asociaba, con razón o sin ella, al "partido clerical". Lo cierto es que ofreció a monseñor Federico Aneiros, por entonces arzobispo de Buenos Aires, una banca en la Cámara de Diputados. Paralelamente, la controversia entre católicos y anticlericales había cobrado fuerza, atizada por los acontecimientos internacionales: la toma de Roma por las fuerzas italianas en 1870, la política anticatólica de Bismark, la expulsión de los masones de la Iglesia brasileña, las medidas anticlericales tomadas en varios países latinoamericanos -México, Colombia, Guatemala.
Un motín anticlerical
En ese contexto tan caldeado, Aneiros decidió devolverles a los jesuitas y a los mercedarios las iglesias de San Ignacio y de la Merced, y se armó un pandemonio. Tronó la prensa liberal, protestaron algunos feligreses de San Ignacio -muchos de ellos masones- y se convocó a una manifestación el 28 de febrero de 1875 en el Teatro Variedades, en Suipacha entre Corrientes y Cuyo, la actual Sarmiento. Después del acto los manifestantes, que eran multitud, marcharon a la Plaza, donde algunos grupos atacaron y saquearon el palacio arzobispal. Luego se dirigieron a San Ignacio, la apedrearon y saquearon la sacristía. Por último, fueron al Colegio del Salvador, abierto pocos años atrás y todavía en obras, lo saquearon y le prendieron fuego.
No es cierto, como se ha afirmado, que haya sido mera obra de extranjeros, puesto que la mayor parte de los detenidos fueron argentinos. Además, en su mayoría eran de humilde condición, y llama la atención la permanente referencia a negros y mulatos en los testimonios de los testigos. En todo caso, había menor proporción de extranjeros entre los atacantes que entre las víctimas, que lo eran casi en su totalidad. El antijesuitismo había movilizado a una multitud, había dado lugar a una de las más nutridas manifestaciones de la época, había puesto en marcha el primer motín anticlerical de la historia argentina.
La historia del mito jesuita no se detiene allí. Basta con citar un par de ocasiones en las que posteriormente actuó con eficacia. En 1923 se produjo un entredicho entre la Santa Sede y el gobierno de Alvear. Buenos Aires había propuesto para ocupar la silla arzobispal a monseñor Miguel De Andrea, hombre muy apreciado por su carisma y por sus opiniones, y el Vaticano rechazó su candidatura. El anticlericalismo se puso nuevamente en pie de guerra y se expresó a través de la prensa y en el Congreso. En ese contexto, tronaron las voces que achacaban a los jesuitas el haber urdido una trama oculta para boicotear la candidatura de De Andrea.
Pocos años después, en 1930, se produjo el primer golpe de Estado de la Argentina contemporánea y las tropas que avanzaban hacia la Casa de Gobierno fueron atacadas en las inmediaciones del Colegio del Salvador. La prensa liberal, desde luego, no perdió la ocasión de responsabilizar a los jesuitas, cuyo colegio fue allanado por la policía.
Todos esos hechos, a los que podrían sumarse muchos otros, dan cuenta de la eficacia del mito jesuita para movilizar al anticlericalismo argentino. Decir "mito" no implica decir que las acusaciones contra la Compañía fueran falsas. Tampoco que fueran verdaderas. Es referirse simplemente a la capacidad de una teoría conspirativa para canalizar protestas, incluso para poner en la calle verdaderas multitudes.
¿Puede ser que el nombramiento del primer Papa jesuita logre resucitar ese mito jesuita que en la segunda mitad del siglo XX perdió eficacia? Nos lo dirán los hechos por venir.