El mito de la economía colaborativa
Fue hacia mediados del siglo XIX que, con su promesa de garantizar el desarrollo sin fin del hombre guiado por el conocimiento y la libertad, la fe en la razón -es decir, en el hombre- desplazó a la fe religiosa, cuyo objeto claramente lo trasciende.
Ha transcurrido más de un siglo y la promesa permanece incumplida. Pero las civilizaciones necesitan siempre de un objeto de fe en el cual sustentarse para avanzar. Y hoy, ante la evidencia de nuestros fracasos y limitaciones, la fe en la razón deja el lugar a un nuevo credo que no solo se descentraliza del hombre sino que pone su esperanza, justamente, en la deshumanización de su objeto: la tecnología.
Lo que la razón, la política y las instituciones humanas no lograron solucionar se espera ahora que lo resuelvan algoritmos y plataformas tecnológicas que, sirviéndose del giro copernicano que representa internet, prometen fomentar los lazos comunitarios, hacer más confiables y eficientes las interacciones humanas, reducir nuestros impactos ambientales y generar mucho más valor económico.
Traducido al campo de los negocios, nacen empresas que -bajo el paraguas conceptual de la economía colaborativa- se sirven de la nube para poner en contacto clientes con proveedores de servicios para realizar transacciones en el mundo real. Desde contratar personal para la limpieza del hogar hasta alquilar departamentos o compartir un trayecto en coche, todo puede ser realizado y monitoreado con la eficiencia que brinda la tecnología digital.
De esta manera, empresas emblemáticas como Uber o Airbnb desembarcan en las ciudades con el avasallamiento propio de quienes se reconocen como encarnaciones del ideal de progreso: más seguras, más confiables, más económicas y, sobre todo, más eficientes. De igual modo, gracias a sus plataformas que eliminan a los intermediarios, auguran la transmutación del oprimido empleado en emprendedor, y de los individuos aislados en comunidades solidarias y colaborativas. El bullicio desesperado de los taxistas contra Uber no sería más que los estertores del pasado que continúa resistiéndose al futuro.
Pero vivimos en la era del rendimiento, bajo cuyo imperio, la colaboración y el trabajo se funden y confunden, aunque lo hagan al calor del concepto aparentemente solidario de economía colaborativa.
Y acaso sea ese el meollo del problema. La colaboración, entendida en su pureza, no persigue beneficios económicos. Sobre todo, a nivel comunitario, se la ejerce desinteresadamente, obteniendo satisfacción en el ayudar o servir al otro. Su fin es altruista. No egoísta. De esta colaboración surgen los verdaderos lazos sociales, la confianza, la solidaridad y el sentimiento profundo de comunidad.
Pero más allá de lo conceptual, la promesa de la economía colaborativa como creadora de emprendedores libres, bien pagos y aparentemente felices no resiste un análisis minucioso. En la corta historia desde su nacimiento hasta el dominio de los mercados globales, somos testigos de cómo este concepto termina siendo la meca de unas pocas y panópticas empresas, impulsadas y financiadas por capitales de riesgo internacionales y sostenidas, fundamentalmente, en oligopólicas plataformas tecnológicas. Al alcanzar su punto máximo, se convierten en organizaciones que hacen todo lo contrario de lo que pregona el concepto sobre el que dicen fundarse: bajo la falacia de lo "colaborativo", se termina construyendo una economía más concentrada, egoísta y precarizada. Con muy pocas grandes empresas que logran rendimientos astronómicos y crecientes, gracias a un modelo de costos fijos constantes y costos marginales inexistentes. Es decir, concentran los beneficios y distribuyen los riesgos.
Pero, eso sí, mucho más eficientes y por lo tanto bendecidas por el dogma de la fe tecnológica y digital. Una fe que, acompañando el espíritu de la época, solo persigue la eficiencia y el rendimiento, en detrimento de otras formas de desarrollo de la vida humana.
Tanto usuarios como "emprendedores" que conducen sus autos o alquilan sus casas -y ceden una porción creciente de sus ingresos a empresas transnacionales que a menudo buscan eludir responsabilidades locales, maximizar ganancias y monopolizar información- pueden creerse parte del progreso -guiado por la tecnología- hacia la liberación del hombre y el despertar de nuevas formas de colaboración y solidaridad. Ignoran que son, en cambio, actores esenciales en un proceso que reafirma justamente lo contrario: una creciente tendencia al egoísmo y a la atomización de la sociedad que constriñe dramáticamente los espacios para la acción comunitaria.
Politólogo, Fundador del Movimiento Agua y Juventud y director del Centro de Sustentabilidad-CeSus