El misterio de las caras conocidas
En Cómo viajar con un salmón, un entretenido libro de artículos, Umberto Eco cuenta cómo una vez paseando por Nueva York vio de pronto venir hacia él a alguien al que conocía muy bien. El único problema era que no recordaba de dónde. Cuando el individuo estaba a dos pasos, y ya sin posibilidad de escaparse, Eco se dispuso a desplegar una amplia sonrisa y extender la mano. Entonces, en un relámpago, se encontró con que el otro era nada menos que Anthony Quinn, al que nunca había visto en persona. Solo lo conocía de las películas. El escritor italiano tuvo una milésima de segundo para desbaratar el saludo y seguir de largo con la mirada perdida en el vacío. El actor ni lo notó.
Las anécdotas de esta clase son menos excepcionales de lo que podría pensarse. Un amigo jura haberse chocado de frente y casi haberse ido a las manos con Rainer Werner Fassbinder en una gris tarde berlinesa. Aunque le sonaba la cara, solo supo de la identidad a los pocos días, cuando el cineasta apareció en todos los diarios por la sobredosis que le causó la muerte. Otro amigo me cuenta sobre un conocido que habló durante una hora en un ágape con Martin Scorsese –en este caso confundiéndolo con un simple productor–, algo de lo que nunca se hubiera enterado de no ser por la posterior curiosidad ajena. ¿Sobre qué había conversado tanto con el director de Taxi Driver? Hablaron de cine, claro, que es el ámbito de donde salen deliberadamente estos ejemplos.
También puedo reclamar una modesta instancia hollywoodense. A los 10 años, en un balneario extranjero, quedé desconcertado por el paso en bicicleta de un señor calvo, bronceado y con anteojos oscuros. Se parecía notoriamente a un familiar. ¿Qué hacía de improviso ahí cuando nunca había salido de la Argentina y además era conocido por su aversión al sol? El enigma se resolvió cuando alguien detrás de mí, gritó: “¡Eh, Kojak!” y Telly Savalas, el actor que encarnaba al detective neoyorquino que le daba aquel nombre a una serie muy vista por entonces, se dio vuelta y, preocupado por no perder el equilibrio, lanzó un tibio saludo. Lo hubiera reconocido de inmediato, imagino, de haber llevado un chupetín en la boca, como hacía su personaje de ficción.
“Los mass media –Eco escribió su artículo, “Cómo reaccionar ante caras conocidas”, en 1989 y la palabra, solitaria, suena hoy limitada– nos han convencido primero de que lo imaginario era real y, ahora, no están convenciendo de que lo real es imaginario”. Cuanta más realidad nos muestran las pantallas de televisión, agrega, tanto más cinematográfico se vuelve el mundo de todos los días. No es difícil intuir que lo que decía entonces el semiólogo Eco, impenitente lector de signos, se volvió algo mucho más absorbente. Hoy, cuando lo audiovisual parece contaminarlo todo, las sorpresas son con todo menos espectaculares. Para sembrar esa clase de confusiones basta cualquier encarnación reciente de los quince minutos de fama pronosticados por Warhol.
Hay otra dimensión de esa clase de desconcierto, más íntima y privada, que Eco, interesado en la variante pública de esos reconocimientos súbitos, pasa sin embargo por alto. Se trata de esa instancia, el negativo de la anécdota de Quinn, en que encontramos una cara perdida en el rostro de otra persona. Descubrir entre un grupo de veinteañeros, por ejemplo –me ocurrió poco antes de empezar la pandemia–, la exacta fisonomía, como si el tiempo no hubiera pasado, de una belleza renacentista a la que traté superficialmente durante la adolescencia. ¿Sería, me pregunté, la hija? O quedar paralizado al ver que al colectivo en que viajaba subía mi propio padre, algo rejuvenecido, pero por lo demás idéntico. Cuando se sentó en uno de los asientos delanteros, dudé sobre qué hacer. Al final –mi padre había muerto unos meses antes– opté por no descifrar el malentendido. Sin contradecir a Eco podría decirse que, además de los mass media, también el tiempo perdido y los duelos tienen un poderoso efecto sobre la realidad.