El misterio de Francisco Álvarez
Las noticias policiales siempre atrapan. No es algo de ahora, sino que en todos los tiempos estuvimos pendientes de las historias criminales. Podemos irnos muy atrás en el pasado porteño para encontrar uno de los primeros casos de la crónica negra en el periodismo de los que se tenga memoria.
El incidente se hizo público un 10 de julio de 1828. Hace nada menos que 196 años. El comerciante Ángel Álvarez publicó en la Gaceta Mercantil un aviso en el que ofrecía dos mil pesos a quien pudiera darle datos de su hermano Francisco Álvarez, de quien no tenía noticias desde el último sábado 5 de julio.
Los hermanos Álvarez, ambos españoles, tenían un próspero negocio en la antigua recova que dividía la actual Plaza de Mayo. A propósito, esa misma tienda había sido robada la noche de la desaparición del joven Álvarez. Amigos de lo ajeno habían sustraído de allí joyas y dinero ¿Casualidad? ¡No!
A partir de ese aviso desesperado del hermano del comerciante, los agentes policiales se pusieron a investigar. Descubrieron que el joven perdido andaba desde hacía poco tiempo con unos jovenzuelos que formaban parte, más que nada por herencia, de la alta sociedad de Buenos Aires. Ellos eran: Francisco Álzaga, porteño; Juan Pablo Arriaga, cordobés y Jaime Marcet, venido desde Barcelona.
Los tres jovencitos con fama de adinerados que se acercaron al próspero comerciante Álvarez eran conocidos en la elite porteña por ser afectos a la vida fácil, al derroche y a las noches de farra. Chicos bien con tendencia al mal.
La cosa es que, el 24 de julio, cuando las especulaciones sobre lo que habría sucedido con el español llegaban a su punto más alto, unos niños que cazaban pajaritos en una quinta próxima al Riachuelo encontraron una mano asomada en el pozo de una noria abandonada. Los investigadores llegaron de inmediato a retirar del agua ese cuerpo y pronto se supieron dos cosas fundamentales: el cadáver era de Francisco Álvarez, y la quinta abandonada era de la familia Álzaga.
Poco después, el círculo se cerró sobre los amigos juerguistas del infortunado Álvarez. Álzaga tuvo más reflejos y se fugó; pero los otros dos fueron atrapados.
Entre las confesiones de los imputados y la investigación policial se llegó a la conclusión de cómo habían sido los hechos. Aparentemente, el motivo habría sido el de esquilmar al “nuevo amigo”, dado que la situación de los jóvenes criminales no sería tan ostentosa como lo que querían exhibir en sus francachelas. Por eso acabaron robando la tienda de los Álvarez.
El 5 de julio de 1828 por la noche, los tres muchachos habrían citado a Francisco en una pequeña vivienda deshabitada ubicada en la calle Esmeralda esquina Rivadavia. Según el historiador Juan Méndez Avellaneda, la excusa era que querían que la víctima viera un piano en venta.
Pero al llegar al lugar, el pobre Álvarez no encontró el instrumento sino que tan solo vio a Álzaga y a Marcel con un puñal en sus manos. El catalán atacó primero y luego fue el porteño, pasado de alcohol, el que terminó degollándolo. Arriaga, en tanto, se mantuvo al margen del crimen, pero consiguió el birlocho para transportar el cadáver a su destino final.
Los criminales se subieron al vehículo, y sentaron a Álvarez como si fuese un pasajero más, sólo que profundamente dormido. Así cruzaron la ciudad y lo llevaron al sur, hasta su macabro destino en el pozo de la noria, donde lo arrojaron atado a una piedra.
Los pormenores del crimen fueron la comidilla de los porteños. Especialmente por un detalle: los homicidas fueron tan vagos que mandaron a sus sirvientes a limpiar la sangre de la escena del asesinato.
Todo finalizó con un soplo de justicia a la antigua: el 16 de septiembre, Marcel y Arriaga fueron fusilados y luego colgados, a la vista de todo el pueblo, en la Plaza Victoria. El prófugo Álzaga, en tanto, fue condenado en ausencia. A él se le atribuye una horrorosa frase sobre este caso: “Qué pueblo tan italiano este que hace tanto escándalo por la muerte de un miserable gallego”.