El milagro, la fe y la eterna esperanza
En medio de tantas guerras y tantas vanidades, que suelen convocarnos al escepticismo, “La sociedad de la nieve” nos cuenta una epopeya que nos dice que no todo está perdido
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¿Existen los milagros? La ortodoxia cristiana los recoge en los relatos de sus apóstoles sobre la vida de Jesús. El racionalismo cartesiano ve los episodios de apariencia sobrenatural como consecuencia de fenómenos explicables por la ciencia o casuales circunstancias. Baruch Spinoza, judío creyente alejado de la ortodoxia, no creía en ellos porque siendo Dios “todo” y ese “todo” es la Naturaleza, esos hechos desconcertantes, asombrosos, de apariencia inexplicable, son un resultado de ella misma, o sea, de la lógica divina. En suma, duda, creencia o aun negación.
Esto nos asoma al tema de la fe, que –en cambio– indiscutiblemente existe. Porque, como dice Pablo en su epístola a los hebreos, ella es la certidumbre de que necesariamente ocurrirá aquello que no se ve. Es una convicción que no precisa demostración. No todos los humanos la tenemos si se la concibe como la esperanza de una acción divina, pero puede serlo también si pensamos en las capacidades humanas para alcanzar lo impensable. La fe en el progreso que inspira la mirada individual del humanista, como expresión suprema de la libertad, o aun en el dogmatismo colectivista de quienes imaginan esos ilusorios paraísos terrenales que tantas desgracias han traído.
Estos párrafos son simplemente un timbrazo introductorio a las meditaciones existenciales que provoca una película como La sociedad de la nieve, esa magistral realización visual que narra la dramática peripecia de un grupo de jóvenes uruguayos que, en octubre de 1972, viajaban a Santiago de Chile a jugar un partido amateur de rugby, acompañados de algunos amigos y familiares. Contratado por su club (el Old Chirstians) para la travesía un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, un error de ubicación condujo a que la aeronave se estrellara en medio de las nevadas cumbres de la Cordillera de los Andes.
Veintinueve personas murieron, 16 se salvaron luego de resistir 72 días a cuatro mil metros de altura, heridos, sin comida, sin ropa, rodeados de los cadáveres de los suyos, sin más refugio que los restos del destrozado avión, expuestos a todas las carencias posibles, en medio de la sobrecogedora soledad de las montañas nevadas. La aventura culmina cuando dos de los sobrevivientes, caminando en la inclemente cordillera 60 kilómetros en diez días logran encontrar a un arriero chileno que trasmite la noticia que sacude –por lo impensado– la generalizada resignación a su muerte.
Quien quiera acceder a los pormenores de esos dos largos meses podrá encontrarlos en los numerosos libros, algunos autobiográficos de sobrevivientes, que reseña Ana van Gelderen en la edición del día 9 de La Nación. Más sucintamente, la siempre atenta Wikipedia aporta un relato objetivo bajo el rótulo “Vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya”. Nuestro artículo pretende, más allá de la aventura, adentrarse en las reflexiones, necesarias reflexiones, que provoca la película con la fuerza conmovedora de un relato cinematográfico de una validez insuperable en lo narrativo tanto como en lo visual, lo literario o la presentación de cada situación en los matices que hacen a su esencia. El director Juan Antonio Bayona y el autor del libro, Pablo Vierci, han ganado ya el galardón de la opinión pública.
La historia, como decimos, ya ha sido contada y filmada. Viven fue una película norteamericana de 1993 que tuvo buena factura, pero que no pasó del relato épico sin entrar en toda la conmovedora historia de aquellos que murieron. Algunos casi inmediatamente, otros más tarde, como el que figura como relator, Numa Turcatti, un estudiante de derecho que simplemente viajó por invitación de un amigo y murió, reducido a piel y huesos, luego de contribuir a la moral del grupo con su ánimo e inteligencia.
Allí aparece uno de los mayores méritos de la obra: no hay caídas en la sensiblería, recursos fáciles para subrayar una emotividad que está a flor de piel. Cuando Javier Methol narra la muerte de su mujer, Liliana Navarro, hundida en la nieve abajo suyo, luego de un alud, la escena alcanza la autenticidad de una insuperable trampa del destino. O cuando muere Numa y los compañeros se pasan un papel que había escrito y dice: “No hay amor más grande que el que da la vida por los amigos”. El papel es real, la frase es real, no la pusieron los guionistas, sino la grandeza espiritual de un joven que ya había pactado con el grupo que su cuerpo podía servirles de alimento.
Tampoco hay un deslizamiento hacia lo macabro. La antropofagia, que fue imprescindible para sobrevivir, aparece como lo que es: la opción entre la vida o la muerte. Para ninguno fue sencillo. Algunos se refugiaron en su convicción religiosa, pensando en la fatalidad divina de esa muerte y esa circunstancia. Lo sintieron como una eucaristía, una sagrada comunión, la misma carne y sangre ofrecida por Jesús en la Última Cena. Otros lo miraron desde su voluntad de vivir, desde la necesidad natural de preservar su existencia, cuando no estaban ultimando a nadie sino sirviéndose de un despojo condenado a la desaparición al que no le atribuían ninguna condición sobrenatural.
La solidaridad en el grupo fue en ese momento fundamental. Cuando todos ofrecieron su cuerpo quedó sellada “la sociedad”, la que los había mantenido juntos y la que los preservaría.
El grupo original de los deportistas pertenecía a un colegio católico y la mayoría profesaba esa fe. El tema religioso naturalmente sobrevuela ante el misterio de la muerte que acecha. La invocación a Dios es inevitable. No obstante, no quiere decir lo mismo para todos. Hay quien lo siente en las manos que curan o en la fuerza de las piernas de quienes han asumido el rol temerario de desafiar la implacable naturaleza, con su angustiosa expedición en busca de ayuda. Y así lo expresa. Que un estudiante de medicina como Roberto Canessa ( hoy respetado medico pediatra) sea fundamental para atender fracturas, gangrenas o deshidrataciones, apunta –expresamente– a un reconocimiento a la ciencia, que enriquece la narración con otra perspectiva humana, la del conocimiento.
Para los uruguayos, la película tiene también dimensiones particularísimas, como los cameos de los personajes reales. Conmueve, ver al mismo Parrado, que perdió a su madre y a su hermana, en el momento de la partida, abriéndoles a ellas la puerta del aeropuerto O al verdadero doctor Canessa, de túnica blanca, ayudando a subir a la ambulancia a quien lo representa. Más impactante aún es la escena en que Carlitos Páez asume el rol de su padre, cuando le lee al periodista Tomás Friedman la lista de los sobrevivientes. Un padre que, en solitario, luciendo a veces como un iluso, sostuvo el tema esos largos meses cuando se abandonaba toda búsqueda y proclamaba su confianza en la vida de su hijo ante el pesimismo generalizado.
Los méritos cinematográficos de la película son innegables. Pero les añadimos a ellos esta convocatoria a la reflexión existencial. Al valor supremo de la vida. A la fe en las posibilidades humanas. A la fuerza espiritual de un grupo cuando tiene que afrontar la adversidad superando la tentación egoísta de su propia salvación.
En medio de tantas guerras y tantas vanidades, que suelen convocarnos al escepticismo, esta película nos cuenta una epopeya, que nos dice que no todo está perdido. Que la esperanza, como decía el maestro de Estagira, sigue siendo el sueño de quienes estamos despiertos.