El miedo nunca es buen consejero
LAUSANA, Suiza
Con los años, a uno le van quedando cada vez menos certezas. Como decía un querido profesor de metafísica, envejecer no implica necesariamente acumular cada vez más saber. El camino personal supone acaso saber cada vez menos: las cosas adquieren nuevos matices, más sutilezas, menos evidencias. Sin embargo, una de las pocas certezas que me quedan es que en los tiempos que corren estamos enfermos de voluntad y, más precisamente, de una de sus formas: la acción compulsiva.
A principios de año, el departamento de salud escolar del cantón de Vaud, en la Suiza francesa, me llamó para intervenir como filósofo en diferentes aulas, con alumnos de entre 11 y 13 años. Por los efectos de estos tiempos de pandemia en los niños, el enfoque se centró en la cuestión del miedo. Les pregunté a los chicos si consideraban necesario el sentimiento de miedo y todos respondieron que sí. La principal razón se repetía invariablemente: el miedo nos permite captar el peligro; si sobrevivimos, es gracias al miedo. Los alumnos habían internalizado que está muy bien tener miedo, y que gracias a esto no jugamos con arañas peludas, no saltamos al vacío desde un quinto piso o evitamos a gente de aspecto amedrentador en la calle cuando está oscureciendo. Advertí además que los niños conocen las diferentes reacciones que produce el miedo: huida, parálisis, palpitaciones, llanto.
Me centré en la hipótesis de quien, tentado a saltar del quinto piso, no lo hace, pero les ofrecí una perspectiva distinta. ¿Es necesariamente por miedo que decidimos no saltar? Puede suceder que desistamos de esa posibilidad al comprender las consecuencias que podría tener el impacto de nuestro cuerpo contra el piso tras la caída.
Me sorprendió la aceptación tan unánime del sentimiento de miedo por parte de los chicos. No pude dejar de vincular esto con la inclinación generalizada hacia la acción que propone la sociedad actual. El miedo nos empuja fuera del horizonte de las posibilidades en las que cada uno se sitúa y nos aísla en la percepción del yo. Desde esa representación subjetiva, nos impulsa a actuar (o nos paraliza, que es otra forma de acción). En la sociedad contemporánea, la acción muchas veces parte de un ensimismamiento similar y se despliega en la ilusión de que lo que está en juego depende exclusivamente de cada quien. Con un agregado: el sujeto fija los objetivos de su voluntad en términos de rendimiento. Para rendir hay que actuar. Es decir, actuar es, en la idea que hoy predomina, disponerse positivamente hacia el desarrollo personal y los logros que éste conlleva, aunque esa acción derive en un ajetreo desenfrenado.
En esta perspectiva, el actuar se inscribe en la exaltación de la voluntad, de su supuestamente soberano poderío, y supone la producción de un efecto. Sin embargo, esta idea de la voluntad se convierte en un obstáculo cuando se piensa en lo que tiene de original el sentido del actuar en el seno de nuestra existencia.
La sociedad y la cultura insisten con la “voluntad política para transformar la realidad”, con la “voluntad individual para alcanzar el éxito”, con la “voluntad de cambio”. La voluntad aparece en el seno de Occidente como la dinámica misma del desarrollo. La acción es el objeto de la voluntad. No se trata de ser, sino de hacer. Empecinadamente. Y el hacer compulsivo, incluido aquel impulsado por el miedo, nos cancela en el automatismo. Cuando la voluntad se considera incondicionada, le arrebata al individuo la posibilidad de corresponder al abanico de posibilidades que el acontecer le ofrece.
Si existir es estar abierto, el miedo nunca es buen consejero. Nos encierra en nosotros mismos y se retroalimenta de las percepciones subjetivas, que tienden a divorciarnos de lo que nos interpela desde afuera. El miedo bloquea, interrumpe lo que está en relación, paraliza. Por eso, ante la pregunta recurrente sobre qué puedo hacer para cambiar tal o cual situación, modalidad o conducta, yo respondo: nada. No se trata de hacer sino antes bien de permanecer sensibles y receptivos. No se trata de hacer sino más bien de corresponder, de dejar venir lo otro. O, dicho de otra manera, quizás se trata de querer no querer. “Nosotros no debemos hacer nada, solo aguardar”, dice Heidegger en su texto “Serenidad”. Pero aguardar nada en particular o determinado; es decir, más bien, dejar ser.
La posibilidad de cortar el nexo entre el miedo y la acción, entonces, nos abre la puerta hacia un actuar más propio, que brota de la escucha y de la correspondencia con la llamada de aquello que se dirige a nosotros. Así, seríamos capaces de comprender que acaso “cuanto uno más quiere, menos puede”.
El autor es filósofo (DEA UNED Madrid), licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)