El miedo al futuro, un fantasma que recorre el planeta
En un presente desprovisto de utopías, la angustia da lugar a profundos malestares sociales que ponen en duda el progreso, temen la pérdida de bienestar o aventuran con pánico el desastre ecológico
En los últimos tiempos, sobre todo en el hemisferio norte, muchos electores votan por miedo: miedo a la decadencia de Occidente, a una supuesta avalancha de migrantes que los "reemplace", al fin del trabajo, al terrorismo y la islamización, al futuro.
La vieja imagen del asalto de los cielos mutó en una nostalgia por diversos tipos de paraísos perdidos, en un contexto de creciente inseguridad respecto de la posibilidad de seguir manteniendo los niveles de bienestar conquistados. Pero la crisis del futuro se extiende más allá e incluye diversos tipos de distopías y visiones catastrofistas acerca del devenir del planeta y de la humanidad. ¿Se hizo realidad finalmente el No Future del movimiento punk? ¿Cómo operan las imágenes del fin en las actuales visiones sobre el futuro?
La filósofa española Marina Garcés habla de una "parálisis de la imaginación". Esta tiene como consecuencia "que todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado. Se imponen, entonces, la retroutopías, por un lado, y el catastrofismo, por otro. El presente es solo una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente. Y el futuro se percibe como una amenaza", dice la pensadora en una entrevista con Isabel Carrero y Gonzalo Moncloa Allison. Por eso, entre las imágenes crecientemente posutópicas del futuro puede aparecer directamente el "fin del mundo".
"Toda esta imaginación disfórica se ubica a contracorriente del optimismo ?humanista' predominante en los últimos tres o cuatro siglos de la historia de Occidente", escriben por su parte Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro en el flamante ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines (Caja Negra).
Este fin del mundo puede ser pensado como el colapso súbito del planeta y toda la vida terrestre, como ocurre en la película Melancolía de Lars Von Trier, pero además puede verse, de manera más realista, como un proceso de degradación, ya en curso, que se acelera irreversiblemente, que puede alternar sequías e inundaciones, y dar lugar a pérdidas masivas de cosechas, pandemias humanas y animales. También a guerras genocidas que conduzcan a la especie "hacia una existencia material y políticamente sórdida", hacia una nueva forma de barbarie, "un desierto ecológico y un infierno sociológico". Pero igualmente el fin del mundo podría provocar, de manera más simple, un mundo "sin nosotros".
Cuando Marx y Engels escribieron en el Manifiesto comunista "todo lo sólido se desvanece en el aire", tenían una visión optimista, incluso entusiasta, sobre lo que estaba gestando la destrucción creativa del capitalismo industrial. Hoy posiblemente haya más gente a la que esa frase le recuerde los hielos que se van a derretir por el calentamiento global. Las imágenes de futuro vienen provocando más angustia que resistencia (lo que no quita que haya muchas resistencias localizadas). Las imágenes catastróficas colonizaron las viejas utopías antropocéntricas, con sus ideologías que prometían el progreso de la humanidad, un milenio sociotécnico y una humanidad a salvo de la naturaleza.
La investigadora y escritora argentina Maristella Svampa habla de "una verdadera narrativa del colapso", hoy vinculada en gran medida al calentamiento global. "La virtud del libro de Danowski y Viveiros de Castro es que toma al Antropoceno (nueva era geológica propuesta por el premio Nobel de química Paul Crutzen) como una narrativa del fin, que recorre no solo las ciencias sociales y las ciencias de la tierra, sino también el arte, la filosofía y muy especialmente el cine posapocalíptico. Es un texto que apunta a iluminar otros enfoques, otras conceptualizaciones sobre la naturaleza desde la antropología crítica".
La narrativa sobre el colapso nos remite a la Guerra Fría, cuando el mundo parecía capaz de estallar en cualquier momento; solo bastaba que alguien, en Washington o Moscú, apretara el "botón rojo". Pero, como escribió el historiador indio Dipesh Chakrabarty, la guerra nuclear hubiera sido una decisión consciente de quienes detentaban el poder, mientras que el calentamiento global es producto de decisiones no intencionales y solo el análisis científico puede demostrar que son el efecto de las acciones de la especie humana. La anulación del "karma geofísico" aparece fuera de nuestro alcance.
Cuando todo se acaba
"Cada época y cada sociedad tiene sus formas de ignorancia. De ella se desprenden sus correlativas formas de credulidad. La nuestra es una ignorancia ahogada en conocimientos que no pueden ser digeridos ni elaborados", dice Garcés. En su libro Nueva Ilustración radical (2017), la española sostiene que "si nos hemos quedado sin futuro es porque la relación con lo que pueda suceder se ha desconectado completamente de lo que podemos hacer". Por eso, "nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y la revoluciones". Pero también "hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio y como se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en el que todo se acaba, incluso el tiempo mismo".
Alguna vez Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la historia, escribió la famosa frase: "Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia". Hoy, parece que esa palanca de freno es disputada por los llamados populistas de derecha, que prometen la vuelta a algún pasado dorado, visto siempre como menos conflictivo, y los ecologistas, que prometen frenar los efectos del calentamiento global y llevar adelante algún tipo de economía verde.
La cuestión del desarrollo
Al mismo tiempo, respuestas como la geoingeniería buscan resolver los problemas del desarrollo con "más desarrollo", sin alterar el statu quo, con el riesgo de que choque la locomotora. Y también están ahí las elitistas utopías transhumanistas de Silicon Valley.
En ciertos nichos intelectuales, también tomó cierta visibilidad la teoría del aceleracionismo, que, desde la izquierda, ve en el propio desarrollo del capitalismo -y sus desmaterializaciones- la vía para una resocialización poscapitalista que no renuncie, sino que aproveche, la tecnología. El Manifiesto aceleracionista concluye que debemos optar o por "un poscapitalismo globalizado o por una fragmentación lenta hacia el primitivismo, la crisis perpetua y el colapso ecológico planetario".
El fin de la historia se vuelve así un "acontecimiento meteorológico". Lo cierto es que, después del optimismo cientificista, volvimos, como nuestros ancestros, a temer a la naturaleza. En el pasado -como señala Ezequiel Gatto en su libro Futuridades- incluso las malas noticias del presente (muertes, guerras, derrotas) se convertían a largo plazo en promesas de bondades. Gatto habla de la izquierda, pero su argumento se puede extender a otras ideologías "del progreso", capaces de entender las desgracias y los padecimientos como astucias de la razón en el camino hacia un porvenir mejor. Hoy se podría invertir esa teleología: incluso las buenas noticias -mejora en las condiciones de vida, del consumo y del progreso técnico- serían el heraldo de las catástrofes por venir. Danowski y Viveiros de Castro destacan la enorme distancia que hay entre conocimiento científico e impotencia política. La capacidad "científica" de imaginar el fin del mundo supera, de lejos, la capacidad "política" de imaginar un sistema alternativo. Quizás en ese punto resida el nudo del renovado malestar en el siglo XXI.
Carolina Martínez, en la Jornada "El futuro. Miradas desde las humanidades", organizado por la Universidad Nacional de San Martín, distinguió dos momentos del pensamiento utópico: el de Tomás Moro y el de Louis-Sébastien Mercier.
En 1516, Moro, que escribe en la época de los grandes descubrimientos, fija la sociedad ideal en otro lado: la isla Utopía. Utopía no tiene pasado ni futuro y el propio autor tiene dudas sobre la factibilidad de esa sociedad ideal. Mercier, con su libro El año 2440. Un sueño como no ha habido otro, transforma en el siglo XVIII la utopía en ucronía: la nueva sociedad se encuentra en un lugar conocido, pero en un tiempo futuro, en este caso en París. En 1770 la imagen del mundo ya estaba completa: no quedaban lugares disponibles para la imaginación en el globo terráqueo.
Estas ucronías fueron una promesa corriente en las principales ideologías hasta el siglo XX. El liberalismo, el socialismo o el fascismo propusieron, en palabras de Horacio Tarcus, un conjunto de ideas, valores e imágenes "fuertes" de futuro: la ciencia tenía una carga utópica y los utopistas una fuerte carga científica. Cada quien sentía tener el viento de la historia en sus velas. Y cada una de estas ideas tenía su propio fin de la historia: la utopía del final de las utopías, en palabras de Ezequiel Gatto.
Expectativas en baja
"Hoy el contexto es completamente diferente, ya no hay 'horizonte de expectativa', para parafrasear al historiador alemán Reinhart Koselleck. Las utopías han desaparecido y el concepto mismo de utopía está desacreditado", dice Enzo Traverso en el libro Las nuevas caras de la derecha (2018). Para el historiador italiano, tanto los populismos de derecha como el islamismo radical serían "sucedáneos" de utopías. Las extremas derechas quieren volver atrás para restaurar las viejas fronteras, con una concepción mezquina de la soberanía nacional. Y el islamismo radical promueve el retorno a un Islam radical solo existente en la fantasía.
"El siglo XX comenzó con una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia", escribió Zygmunt Bauman en su obra póstuma Retrotopía (2017). Y las retrotopías o retroutopías aparecieron como una suerte de "negación de la negación de la utopía". En ese sentido, hoy no parece haber utopías ni fin de la historia (el propio Francis Fukuyama lo postergó) y quizás ese espacio de indefinición podría dar lugar a "utopías realistas" que no ofrezcan paraísos futuros, pero tampoco nos condenen a un presente en el que cualquier alternativa quede proscripta en nombre de un aplastante "realismo capitalista".