El miedo a los otros gana la calle
Diversas teorías de desarrollo humano y tratados internacionales de derechos humanos reconocen el derecho a la seguridad e integridad corporal como un derecho humano fundamental de los individuos. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) establece que "todo individuo tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales" y la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) reconoce el "derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona". En este marco, los estados nacionales del mundo tienen una responsabilidad ineludible frente al problema para con sus ciudadanos.
Sin embargo, en la Argentina tales derechos continúan estando fuera de la agenda de gobierno, y cuando lo están, tienden a desaparecer muy rápido de la escena pública.
De acuerdo con un ranking elaborado por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina, que evalúa la mención de los problemas que preocupan tanto a la sociedad argentina como a los medios de información, la inseguridad aparece como el problema más importante para toda la población analizada y los medios evaluados. Esto no sorprende, ya que, según también datos del Observatorio correspondientes al último trimestre de 2011, ocho de cada diez ciudadanos viven diariamente con temor a sufrir algún tipo de delito y tres de cada diez declararon haber padecido algún hecho de delincuencia en el último año. Existe una tendencia al agravamiento de la inseguridad, ya que el porcentaje de personas que declararon haber sufrido un delito pasó de 24,6% en el año 2007 a 29,3% en 2011.
Ahora bien, no deja de llamar la atención que estos niveles crecientes de inseguridad hayan tenido lugar en un contexto de crecimiento económico, ampliación del consumo, reducción de los niveles extremos de indigencia y ampliación de las políticas sociales. Una vez más se demuestra que la pobreza es un problema social en sí mismo, pero no es la causa de la inseguridad. Su verdadera causa, tal como se sabe producto de numerosas investigaciones internacionales, son las desiguales sociales. Es decir, el choque sociocultural que se produce entre las expectativas de movilidad generadas por los logros efectivos que alcanzan los sectores económicos y políticos en la cúspide de la pirámide social y las oportunidades efectivas de educación, trabajo y progreso que ese mismo sistema les ofrece a los sectores que están en el resto de la pirámide. De ahí, que sea tan importante destacar que el problema de fondo de la inseguridad es antes que otra cosa, un problema de equidad social y moral pública.
Asociado a esto, otro hecho que no sorprende pero que sí llama la atención es la poca diferencia que existe entre estratos sociales cuando se compara el riesgo a sufrir un hecho delictivo por sectores ocupacionales o sociorresidenciales. Si bien es cierto que la población de los sectores medios, con estudios secundarios completos y habitante de zonas con trazado urbano, es la más afectada por la tasa de delito (3,5 personas cada diez por año), poca es la distancia que separa este riesgo del que experimentan los sectores medios asalariados y los estratos más pobres de trabajadores no calificados (3,2 personas y 2,5 personas cada diez, respectivamente). A lo que cabe agregar que, salvando aquellos delitos que afectan a la propia vida y que no admiten ningún juicio de diferenciación social, es en los sectores más pobres donde el saqueo, el robo o el hurto, o incluso la violencia sin sentido, tienen a sus principales víctimas dado el mayor impacto que generan estos hechos en el presupuesto familiar de estos sectores. A lo cual se suma su mayor vulnerabilidad en muchos otros derechos sociales, tales como la vivienda, la salud, la educación y el trabajo.
Por último, es también un hecho socialmente relevante que el miedo al delito -mal denominado "sensación" por algunos- no sólo ha crecido de manera sistemática durante los últimos años, acompañando el aumento de los hechos delictivos, sino que ese miedo se encuentra extendido a niveles alarmantes. Esta "sensación" no discrimina, según las características personales, económicas ni sociorresidenciales. Sin embargo, hay dos aspectos sociales vinculados que agravan aún más el problema. Por una parte, la mayor o menor presencia policial preventiva en el vecindario, y, por otra, la mayor o menor presencia de prácticas de venta, compra o intercambio de drogas o estupefacientes en el barrio. En cualquier caso, el miedo a la inseguridad es también un problema en sí mismo.
Lejos de ocupar las oficinas de gobierno y de impedir el sueño de la mayoría de los funcionarios, la inseguridad y el miedo a salir al espacio público se difunden sobre la vida cotidiana de los ciudadanos y, más específicamente, se concentran al interior de cada hogar y en el comportamiento social de cada uno de nosotros y de nuestros hijos. Quien gana la calle es el miedo a los otros, el prejuicio, la discriminación, la anomia, la desconfianza, la pérdida de solidaridad; en fin, un delicado, imperturbable y por demás eficaz sistema de control social frente al cual la ciudadanía continúa desarmada.
© La Nacion
Agustín Salvia y Carolina Moreno
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