El Mercosur se hunde en la irrelevancia
Su institucionalidad aumentó, pero eso no produjo progresos en la lucha contra la pobreza o en la creación de empleo
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Ulises se ató al mástil: así pudo navegar por el estrecho de las sirenas sin ceder a la tentación de su canto. El truco funcionó porque el barco no se hundió: atarse al mástil sirve cuando la embarcación flota. En caso contrario, no conviene.
El Mercosur fue el mástil al que se ataron cuatro países en 1991. Sus fundadores decidieron resistir tres cantos tentadores: la guerra, el autoritarismo y el anacronismo. ¡Y lo lograron! Hoy el Cono Sur es una zona de paz, donde la mera posibilidad de guerra es impensable. El Mercosur es también un club democrático, donde los golpes de Estado son sancionados con la suspensión. Y durante los años 90, los países del Mercosur modernizaron sus economías mediante reformas estructurales. El problema es que, luego de esos éxitos iniciales, el barco empezó a hacer agua. Las opciones eran dos: arreglar la nave o desatarse y saltar. Y hace veinte años que se sigue discutiendo, mientras el agua nos llega al cuello.
¿Para qué sirve hoy el Mercosur?
Los bloques regionales cumplen seis funciones, tres internacionales y tres nacionales. La primera función internacional es construir un mercado ampliado, cuyo beneficio reside en la economía de escala: el tamaño paga. La segunda función internacional es construir una plataforma de inserción internacional; en este caso, los socios no comercian tanto entre ellos, sino que aprovechan la escala para conquistar mercados externos. La tercera función internacional es el marketing: al ingresar en un club prestigioso, los Estados miembros envían señales de confianza y reputación a los mercados.
A nivel nacional, la primera función de un bloque regional es la credibilidad: al atarse a sus vecinos como si fueran un mástil, los Estados pueden ejecutar reformas domésticas alegando que son obligaciones internacionales. La segunda función es la estabilización del régimen político: como si fuera un escudo, el bloque regional protege la democracia y la estabilidad presidencial de amenazas internas a cada país. La tercera función es electoral: el discurso regionalista es popularmente atractivo, aunque su práctica lo sea menos. Por eso es racional que los gobiernos elogien la integración, pero no la concreten. Eso es precisamente lo que hacen. En la literatura académica se lo llama “integración ficción” o “regionalismo zombi”.
El Mercosur se ha convertido en un zombi, y bastante grande. Es un mercado de 260 millones de personas, con un ingreso per cápita anual cercano a nueve mil dólares y el 69% del PBI de Sudamérica; pero sin renta y sin acceso a nuevos mercados el bloque pierde atractivo. Las economías de sus principales socios están estancadas, con Brasil creciendo en torno al 1,2% en 2018 y 2019 y la Argentina en recesión, con caídas promedio de 2,3% en los mismos años. El bloque no logró generar sinergias que potencien su crecimiento, y el comercio interno no actúa como motor: actualmente explica solo el 13% de los flujos comerciales, y en la última década no sobrepasó el 17%. Para los miembros del Mercosur, el resto del mundo es mucho más importante que los vecinos.
Las disciplinas que impone el bloque, como la negociación en forma conjunta de acuerdos comerciales más allá de América Latina, son contraproducentes: obligados a negociar juntos, el resultado es no negociar nada. Un arancel externo común relativamente alto para muchos insumos, que los países buscan saltar mediante excepciones y waivers, funciona como corset que impide nuevas alianzas con regiones más dinámicas. A pesar de ello, el comercio fluye y los países reorientan sus productos hacia nuevos mercados, como los asiáticos, pero no logran desarrollar todo su potencial ni definir una relación estratégica común. Cada uno atiende su juego: la vinculación con China es un claro ejemplo, ya que se muestra como un destino emergente que genera dependencia exportadora y obstruye la diversificación de la estructura económica. Además, el nuevo orden bipolar no termina de consolidarse y existen riesgos en la disputa entre las potencias. No conviene, se sabe, ser hierba cuando dos elefantes pelean, pero tampoco cuando hacen el amor. Sin integración real, los miembros del Mercosur son pasto de paquidermo.
El Mercosur no es como el vino: su calidad institucional y su agenda temática empeoran con el tiempo. El inicio del siglo XXI, al condimentar la unidad con buen entendimiento político, no derivó en avances, sino que acentuó el estancamiento. La institucionalidad del bloque se infló: actualmente tiene 219 órganos, 51% de los cuales son de carácter político y social, pero esto no produjo ningún progreso en la lucha contra la pobreza o en la generación de empleo. Al contrario, derivó en una burocracia donde los cambios requieren entendimiento exclusivo de los poderes ejecutivos. La multiplicidad de instituciones sin poder ni iniciativa, dependientes de la sintonía de los líderes de turno, sumergió a los socios en una inercia paralizante.
La irrupción del Covid-19 sumó desafíos y aceleró cambios subyacentes en cuanto a la digitalización y modos de organización de la producción global. Al mismo tiempo, puso en evidencia las limitaciones de la cooperación regional y las desigualdades entre países para acceder a las vacunas u oxigenar la economía. Esto ocurrió incluso en la Unión Europea, donde el fiasco colectivo en la gestión de las vacunas resalta todavía más el éxito individual de Chile y Uruguay.
Para América Latina en general, y para el Mercosur en particular, el mundo que viene no es amigable. La región saldrá de esta etapa con mayores niveles de pobreza y desigualdad, con poblaciones golpeadas por la recesión económica y con escasas herramientas para hacer frente a las nuevas amenazas. En este contexto, el bloque debe repensar su agenda: el crecimiento económico y la generación de empleo constituyen urgencias políticas además de económicas, ya que el desempleo es la antesala del descontento y el conflicto social. Para saldar esta deuda, el aumento del comercio exterior es tan necesario como el agua, máxime en países de ingreso medio con economías estancadas.
Como ya mostramos, incluso en economías desarrolladas como las de la Unión Europea la integración regional ha mostrado sus límites. La Unión Europea ya no se vende como potencia mundial, sino que aspira apenas a la “autonomía estratégica”. Para ello, busca reforzar las políticas de buena vecindad en el marco del reshoring y el nearshoring, mientras lucha vanamente por reflotar el multilateralismo. Alejados, los países del Mercosur debaten si siguen juntos como están, flexibilizan sus instituciones para que cada cual avance a su ritmo o se separan en paz. El bloque carece de un liderazgo que pueda leer los desafíos de un mundo en transición, y su dirigencia está sumida en una letanía que quizás el Covid-19 consiga sacudir. Los socios deben consensuar una agenda acorde con los retos globales: el medio ambiente, la tecnología y la innovación. Las nuevas tecnologías pueden acrecentar las brechas entre los países, pero también permitir que economías pequeñas se inserten en nichos de mercado al borrar la distancia física en la provisión de servicios y posibilitar una eficiencia industrial en menores escalas productivas.
Así como está, el Mercosur solo cumple dos de las seis funciones referidas arriba: favorece la estabilidad de los presidentes y agrada simbólicamente a los pueblos. Pero no crea mercados propios, no conquista mercados ajenos, no brinda prestigio y no favorece reformas estructurales. Hay que transformarlo o naufragará en la irrelevancia.
Sica fue ministro de Producción y Trabajo de la Nación; Malamud es investigador en la Universidad de Lisboa. Integran el Comité Externo Consultivo de Abeceb