El Mercosur, de la grandeza a la mezquindad
La política económica del kirchnerismo mató el proyecto más ambicioso de la región, que hoy sólo sirve como refugio de impunidad para ex funcionarios en problemas
Europa fue un espacio de guerras. Ninguna otra geografía del planeta fue testigo de matanzas de la envergadura y de la persistencia europea. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción del Mercado Común unificó en la sensatez a una diversidad de culturas, religiones, idiomas, rencores y horrores.
Iberoamérica es una experiencia radicalmente distinta: dos culturas y dos idiomas que son uno solo. Somos hijos de las coronas ibéricas, de la religión católica, del portugués y del castellano, de pueblos originarios y de la inmigración europea. Somos una identidad que –en el período de la construcción de los Estados nación– nos las arreglamos para buscar diversidades. Como éstas nunca fueron demasiado convincentes, aunque tuvimos nuestras guerras, nos ahorramos las matanzas de la escala europea.
Los europeos construyen una identidad desde la diversidad. Los iberoamericanos construimos diversidades desde una identidad de origen. Desde el inicio de la experiencia americana hubo aspiraciones de unidad, aunque hasta un pasado no tan remoto llegamos a diseñar hipótesis de conflicto con vecinos que nunca dejaron de ser hermanos.
En los inicios de los años 50, en el Cono Sur, Perón, Vargas e Ibáñez soñaron con el ABC (la Argentina, Brasil, Chile) y con abandonar la vana búsqueda de diferencias para acentuar la ocasión del encuentro. Se propusieron una integración económica y defensiva. Esa propuesta fue una iniciativa argentina que –en los argumentos de Perón– no tiene ecos de los fundamentos de la construcción europea. Sí recuerda los "Federalist Papers" con que tres de los padres fundadores de los Estados Unidos argumentaban en favor de la Constitución Federal.
El sueño y la grandeza reaparecieron con Alfonsín, la Declaración de Foz de Iguazú y los protocolos sectoriales de integración económica con Brasil. Antes hubo que terminar con aquellas hipótesis de conflicto con que los gobiernos militares de la región jugaban a los soldaditos. Pocos años antes esa perversidad estuvo a un paso de llevarnos a una guerra con Chile.
En 1991, durante la presidencia de Carlos Menem, se lanza el proyecto de Mercado Común entre la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, el Mercosur. Como en Europa, el cimiento del edificio por construir debía ser económico. Si los intereses comerciales se conciliaban, se podrían abrir capas sucesivas de normas comunes hasta llegar a acuerdos políticos y estrategias integradas de inserción internacional. El Mercosur no se concibió como un proyecto endógeno: era una plataforma para que, desde escalas mayores y con aumentos en la competitividad, la región se pudiese proyectar al mercado global.
En los inicios, tanto el arancel externo común como la eliminación de barreras al comercio intrarregional avanzaron. Luego, en un número importante de productos sensibles las cosas se fueron haciendo más lentas. Sin embargo, el desafío más importante que tenía el proyecto era que la Argentina y Brasil alcanzaran un equilibrio macroeconómico compatible con la estabilidad de los acuerdos comerciales y arancelarios. Con alta inflación, tipos de cambio erráticos, diferenciales bruscos en las tasas de interés, el Mercosur perdería viabilidad y se trabaría el proceso de mejora de la productividad y la competitividad del conjunto.
El ordenamiento de las economías era condición necesaria para que el Mercosur se pudiese proyectar como un jugador significativo en la arena internacional. El uno a uno de la convertibilidad, si bien terminó con la inflación argentina, era una pésima solución porque una moneda apreciada y un tipo de cambio fijo exponían innecesariamente y en exceso a nuestra industria y a nuestro empleo industrial.
La Argentina y el Mercosur tuvieron una extraordinaria ventana de oportunidad entre 2002 y 2007, cuando nuestro país combinó una razonable estabilidad cambiaria, superávits externo y presupuestario, un empleo industrial en crecimiento y un dólar competitivo. Fue un punto de partida posible para el desarrollo económico argentino integrado en un Mercosur fortalecido. La condición era preservar el nuevo equilibrio macroeconómico con flexibilidad cambiaria. Ese punto de partida había costado grandes sacrificios: los de la convertibilidad y los de su colapso.
La oportunidad abierta fue desaprovechada: al tomar la decisión de inflacionar la economía, el presidente Kirchner optó por la mezquindad y por lesionar el tramado productivo argentino y el proyecto del Mercosur. En lugar de aumentar los salarios, por ejemplo, un 5% sin inflación y según el aumento de la productividad, se optó por aumentos del 20%, pero con un 15% de inflación. La destrucción del Sistema Estadístico Nacional fue parte de la estrategia de la mezquindad. Se engañaba a la población con aumentos que no eran tales y con cifras fantasiosas. La política monetaria, fiscal y de ingresos promovía la inflación. El aumento de los precios combinado con un tipo de cambio, tarifas y energía anclados eran una invitación al desastre. Y el desastre llegó con el cepo y las restricciones a las importaciones. Si al inflacionar la economía la Argentina hería al Mercosur, al imponer restricciones al comercio regional le daba su tiro de gracia. La administración Kirchner mató el proyecto más ambicioso de la región. Y si costó generaciones eliminar las hipótesis de conflicto, los monarcas de la mezquindad se inventaron una guerrita insensata con Uruguay en nombre de la política ambiental. Eso, en boca de un país y un gobierno con pésimos estándares de defensa del medio ambiente.
El recuerdo de Perón agrega elementos al contraste entre grandeza y mezquindad: en su corto período de gobierno, marcado por la tragedia de la violencia y la crisis de gobernabilidad, el viejo general puso en marcha el Convenio Argentino Uruguayo de Cooperación Económica, que expresaba una generosa visión estratégica al abrir el mercado argentino a las empresas y trabajadores uruguayos y al afirmar la posibilidad de la integración regional.
En 2006 surgió el Parlamento del Mercosur para sustituir a la anterior Comisión Parlamentaria Conjunta. Se trata de un espejo deformado del Parlamento de la Unión Europea. Europa, a partir del Mercado Común, fue creciendo en institucionalidad y en la cesión de competencias desde los Estados nacionales hacia las instituciones comunitarias. La Comisión Europea, el aparato administrativo de la Unión, gestiona normas y programas comunes con un presupuesto significativo. Por eso, se hacía necesario crear y fortalecer un ámbito de representación ciudadana en ese complejo vivo y con poderes crecientes.
El Parlasur es la copa de un árbol seco: el mercado común no existe, la Secretaría del Mercosur –pensada según el modelo de la Comisión Europea– no tiene presupuesto, ni tareas, ni una tecnoestructura en condiciones de gestionar programas comunes, y mucho menos los países miembros cedieron parte de su soberanía al sistema regional. Un Congreso de la nada para nada.
Pero la mezquindad le encontró una utilidad: el Parlamento del Mercosur puede servir para que ex funcionarios puedan figurar en boletas electorales y para que esos mismos funcionarios tengan cuotas adicionales de impunidad. Los sueños se convirtieron en pesadillas.
¿Y la unidad latinoamericana? Bien, gracias.
El autor es miembro del Club Político Argentino