El megadecreto de Milei frente al espejo de la Constitución
Contexto político y antecedentes jurídicos para analizar el DNU del Presidente que incluye una amplia desregulación de la economía
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Cualquiera que haya leído una página de historia sabe que, ante una crisis extrema, que bordea lo terminal, si el Presidente, o quien ejerza la autoridad ejecutiva, no cruza el Rubicón en los primeros días de su gobierno, no lo cruzará jamás. Por muy arriesgada que sea la travesía, ésta no puede hacerse en etapas, pues en cada una de ellas se perderá, irremediablemente, el impulso inicial. En instancias como esas, el gradualismo es un mal consejero. No hay espacios ni tiempo para cirugías menores.
Conscientes de esta verdad, que no necesita mayores demostraciones, Javier Milei y quienes lo acompañan en el gabinete de ministros, han apostado de entrada al todo o nada. Saben perfectamente que la oportunidad es fugaz: la primavera del poder es una estación muy breve en el calendario político.
Nadie puede alegar sorpresa, ni sentirse engañado por ello. Todo en el Presidente, su personalidad, sus palabras, sus gestos, sus ademanes y su campaña electoral, del principio al fin, aprobada por el 55 por ciento del electorado, nada menos, estaban orientados en esa dirección. Y como resultado de ello, todas esas promesas y diagnósticos casi draconianos, en los que no hubo ambigüedades, ni medias palabras, están hoy corporizados en una norma jurídica: el Decreto de Necesidad y Urgencia No. 70, del 20 de diciembre. Lo llamaré, más sintéticamente, DNU 70/2023. Es el programa de gobierno mismo, tantas veces anunciado sin ambages, volcado íntegramente en una norma jurídica.
Tampoco podemos sorprendernos de la batalla que se avecina, cuyos primeros proyectiles ya se han disparado. Asistiremos, sin dudas, durante un largo tiempo, al fuego cruzado de quienes rasgan sus vestiduras ante lo que consideran una herejía constitucional. Ante ellos se plantan quienes encuentran en el DNU 70/2023 una solución razonable y proporcional a la crisis que, si bien puede hacer crujir el andamiaje institucional, no lo rompe.
Celebremos por ello el torneo que ha comenzado, porque de estas justas se nutre la democracia. En las dictaduras solo se escucha la voz del que manda y debe ser obedecido, bajo pena de cárcel, destierro o ejecución. La República, en cambio, es un universo plagado de tensiones, que tanto pulsean en la campaña electoral, como en la relación dinámica entre los poderes del Estado, en la prensa y en la discusión legislativa. Héctor Lafaille, en una frase que cito de memoria, decía que la vida del derecho es la polémica. Lo mismo puede decirse de la democracia.
Me sumo entonces a este debate y, en homenaje a la sinceridad, debo confesar, en primer lugar, que nunca he visto con mucho agrado a los DNU. No he logrado entender del todo a los constituyentes del 94 que, bajo la consigna de limitar los poderes del Poder Ejecutivo, le dieron una herramienta tan poderosa como los DNU. Siempre me ha parecido que este shock vitamínico, lejos de paliar el hiperpresidencialismo, lo robustece más aún. Las pruebas están al canto. ¿Quién podría afirmar, seriamente, que en los últimos treinta años en la Argentina ha disminuido el poder del Poder Ejecutivo?
Pero admito, al mismo tiempo, que la convención de 1994 haya creído necesario darles a los DNU un enclave constitucional circunscripto, abrigando la ilusión de que la criatura no saliera del territorio demarcado. Parecería haberse inspirado en lo que decía Mark Twain en A Connecticut Yankee in King´s Arthur Court (Un yankee en la corte del rey Arturo), al afirmar que cuando cada hombre tiene su voto, las leyes brutales son imposibles.
La visión de Mark Twain es un poco idílica. Se contrapone con una enseñanza más criolla: “Al que nace barrigón …”, sumada a que el Congreso, como órgano de control, no solo tardó doce años en fajar a los DNU, sino que las ligaduras que les puso, más que un freno, son una rienda suelta. Es allí donde reside, principalmente, la falla del sistema. Si la convención de 1994 logró conciliar a administrativistas y constitucionalistas, pues estos últimos eran reacios a los DNU, la ley 26.122 los unió más fuertemente en las críticas que ella merece.
Existe un amplio consenso en la doctrina del Derecho Público de que la ley 26.122, sancionada en 2006 para reglamentar el artículo 99, inciso 3 de la Constitución, es una póliza de seguro que garantiza al Poder Ejecutivo un éxito rotundo cuando decide ejercer la función legislativa. Las estadísticas confirman que el score le es ampliamente favorable. No es para menos: ¿Qué resultado podía esperarse de una ley que, entre otras disposiciones, exige que las dos cámaras del Congreso tengan que rechazar el DNU para que éste sea derogado? En otras palabras, basta que una sola de ellas no lo rechace, para que el DNU permanezca vigente. Si esto no fuera suficiente para henchir las velas del Poder Ejecutivo, la ley establece también que, hasta el momento de su rechazo, el DNU produce plenos efectos, “quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia” (artículo 24).
Nada de esto ha sido creado por el DNU 70/2023. Se trata de un régimen establecido y consolidado por los gobiernos anteriores, en los cuales el Congreso ha permitido -podría decirse, incluso, que ha promovido- la proliferación de los DNU, entregando al Poder Ejecutivo amplias facilidades para que lo sustituya en la función legislativa. Se trata de un hecho que, por cierto, se ha transformado en moneda corriente desde 1994, sin perjuicio de otras experiencias anteriores, que fueron tenidas en cuenta por la convención de ese año, precisamente para limitar al Poder Ejecutivo. Como puede verse, el resultado ha sido exactamente inverso al deseado.
Como conclusión de estas observaciones, es justo reconocer que Milei, sus ministros y asesores, no han creado un sistema “ad hoc” con el propósito de incrementar sus atribuciones. Muy por el contrario, lo encontraron ya hecho. Se han valido, en todo caso, de una serie de herramientas heredadas de sus predecesores, que allanaron el camino del DNU 70/2023.
No es novedoso, tampoco, que la emergencia económica ha sido una antigua compañera de ruta de muchos gobiernos y que, cada tanto, cuando estamos ya al borde del abismo como resultado de la mala administración, del exagerado gasto público, del desprecio por el valor de la moneda, de la indisciplina fiscal y de la intervención estatal desmedida, bañadas todas ellas en las aguas del populismo más descarado, que genera todo tipo de despilfarros, pues son de su esencia, se hizo necesario dar un golpe de timón que frenera la caída inevitable.
Sin tener que recurrir a un historiador experto, cualquiera con un poco de memoria recordará que situaciones similares ya las experimentamos en 1975, 1989 y 2001, por mencionar tan solo las más graves. Sin embargo, pese a estas experiencias tan costosas, a lo largo de los últimos veinte años hemos seguido tropezando con la misma piedra, sumando y sumando regulaciones, unas tras otras, como si de esa sumatoria intervencionista pudiera surgir algún milagro.
En este escenario, cuando una vez más marchábamos hacia el precipicio al compás de la fanfarria, el gobierno de Javier Milei intenta eliminar la desmesura regulatoria. Quiere poner fin a la República Corporativa, en el decir de Jorge Bustamante que, en una obra publicada hace cuarenta años y reeditada recientemente, donde afirma que “nada ha cambiado” -y tiene razón- comienza con una pregunta simple: ¿Por qué un país que tiene una población educada y disponibilidad de recursos naturales, es incapaz de crecer al ritmo de las naciones desarrolladas, satisfaciendo las expectativas de progreso de su población? La respuesta es simple. Porque no lo dejan. Porque en lugar de promover el comercio y la industria, como lo hacen todas las naciones que progresan, lo impiden todos los males antes mencionados.
Hace cuarenta años también, en La Argentina como Sentimiento, un trabajo breve pero que, a mi modesto entender, es una notable pieza de sociología, Víctor Massuh se preguntaba cuál es “el mal argentino”. Sus respuestas indagan en muchas fuentes, y tal vez todas ellas contribuyan a este resultado, pero el mal del atraso económico no es tan difícil de encontrar. Digámoslo sin vacilaciones: nadie le presta atención a la “Cláusula de Progreso” (artículo 75, inciso. 18) en la que Alberdi escribió una suerte de resumen de su “Sistema Económico y Rentístico”.
Todos nuestros constitucionalistas citan al Alberdi de las “Bases”, pero conviene también recordar al del Sistema Económico y Rentístico desde el cual advertía que “[l]a industria, es decir, la fuerza que produce las riquezas forma esencialmente un derecho privado. Así lo ha entendido la Constitución argentina, colocando entre los derechos civiles de sus habitantes el de ejercer toda industria y todo trabajo, de navegar y comerciar, de entrar, salir y transitar el territorio, de usar y disponer de su propiedad […] De este principio, el más trascendental que contenga el edificio político argentino, resulta que toda ley, todo reglamento, todo estatuto, que saca de manos de los particulares el ejercicio de alguna de esas operaciones, que se reputan y son industriales por esencia en todas las legislaciones del mundo, y hace de él un monopolio o servicio exclusivo del Estado- ataca las libertades concedidas por la Constitución, y altera la naturaleza del gobierno”. .
Dispuesto a erradicar este mal, y cumplir con la Cláusula de Progreso, el gobierno actual ha sancionado una norma audaz, sin dudas. Interpreto que intenta desmontar, en un solo acto, una estructura legal compleja, complejísima, que comenzó a edificarse muchas décadas atrás. Nos preguntamos, entonces, si, por sus dimensiones, el DNU 70/2023 tiene cabida constitucional.
Quienes lo analizan en abstracto, lo condenan sin atenuantes. Hacen un ejercicio matemático, suman cuantitativamente sus disposiciones y sostienen que el Poder Ejecutivo pretende ejercer con él la suma del poder público, prohibida por el artículo 29 de la Constitución. Ven en Milei una suerte de Rosas redivivus.
Con todo respeto, no puedo compartir este análisis. Es errado, en primer lugar, hacer caso omiso del contexto, del “estado de excepción”, tan bien estudiado por Giorgio Agamben (2004), aunque en relación con circunstancias diferentes. Ya desde Avico c/ de la Pesa (1934), la Corte Suprema, repitiendo lo dicho por la Corte de los Estados Unidos en una situación similar, ha sostenido que la emergencia no crea el poder, ni aumenta el poder concedido, ni suprime, ni disminuye las restricciones impuestas sobre el poder concedido, o reservado, pero puede dar lugar al ejercicio del poder en respuesta a condiciones peculiares o extraordinarias.
Esta ha sido la doctrina secular bajo la cual la Corte Suprema ha juzgado todas las medidas de emergencia que han llegado hasta sus estrados, que en su gran mayoría han superado el test de constitucionalidad. Son estos los principios que permitieron avalar el estado de excepción de la pandemia del Covid-19, con las fuertes restricciones que éste impuso a las libertades individuales. Leamos a nuestros autores, Cassagne, entre otros, para entender que la Constitución permitía estas restricciones fruto del estado de excepción existente.
No puede, ni se debe, entonces, juzgar en abstracto al Decreto 2023, despojado de su contexto. Nada de novedoso hay tampoco en ello. Desde Inchauspe c/ Junta Nacional de Carnes (1941), la Corte Suprema viene sosteniendo que la constitucionalidad de las leyes y reglamentos consiste en verificar la proporcionalidad de los medios empleados en función de los fines perseguidos. Este juicio de proporcionalidad indica que la constitucionalidad no se juzga en abstracto.
También se ha dicho que el DNU 70/2023 agravia la separación de poderes pues invade materias de contenido legislativo. Sobre este punto tengo varias observaciones. La primera de ellas es que las facilidades que la ley 26.122 otorga al Poder Ejecutivo para obtener la aprobación de los DNU son obra del propio Congreso. Nada puede reprochársele en esta materia al Poder Ejecutivo.
En segundo lugar, es cierto que el DNU 70/2023 decide sobre numerosas cuestiones de materia legislativa, pero ninguna de ellas figura dentro de las materias prohibidas por el artículo 99, inciso 3 de la Constitución. Lo que se critica, entonces, es la cantidad, no la sustancia.
En tercer lugar, y tal vez esto sea lo más sensible desde el punto de vista de la separación de poderes, no olvidemos que el Congreso está allí. No ha desparecido, ni está clausurado. El DNU 70/2023 pasará por el filtro de la Comisión Bicameral y luego será sometido al escrutinio de ambas cámaras, siguiendo para ello el procedimiento que la Constitución establece. Y si los legisladores de ambas cámaras entendieran que el DNU 70/2023 es inconstitucional así lo votarán, ejerciendo las facultades que les son propias.
No veo, entonces, razón alguna para las invocaciones apocalípticas que anuncian el fin de la República. Dejemos que las instituciones funcionen tal como está previsto que lo hagan y aguardemos al resultado que emane del Congreso. Este será el primer juez del Decreto 70/2023. Luego de ello será el turno de los jueces y, por cierto, de la Corte Suprema en los procesos que puedan suscitarse. El sistema republicano es un sistema de controles y equilibrios. Los conocidos checks and balances en los que descansa la separación de poderes y esos controles están en marcha. Nadie los ha derogado.
*) El autor es miembro de número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires; miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y profesor de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo