El mayor bochorno del Silicon Valley
Con su cultura de fake it till you make it (“fingí que es real hasta que consigas desarrollarlo”), el Silicon Valley creó las condiciones para que Elizabeth Holmes, una emprendedora ambiciosa que se perfilaba como la nueva Steve Jobs, creara Theranos, una compañía que llegó a valer 10.000 millones de dólares (o sea, diez unicornios), pero cuya invención resultó un fiasco completo.
Se proponía, Holmes, crear un test de sangre miniaturizado, muy rápido y de amplio espectro. Hoy se fue todo a pique y la empresaria enfrenta cargos que podrían enviarla a prisión; ella los refuta con el argumento de que no cometió fraude, “sino que subestimó las dificultades técnicas del proyecto”. De paso, le echa la culpa a los científicos que trabajaban para ella. Pero las pruebas en su contra son palmarias.
Es un bochorno, pero uno conocido. Veinte años atrás, las finanzas se desplomaban con la implosión de la burbuja puntocom. Ambas debacles están unidas por el pensamiento mágico. En el primer caso, la idea era que la web produciría ganancias por sí, sin más; solo había que inyectar dinero, y cuanto antes, mejor. Los que pusieron dinero en Theranos razonaron de una forma igual de delirante. Los inversores poco informados (dato: los que rehuyeron de Theranos fueron, precisamente, los capitalistas que tenían experiencia en medicina), pensaron que si era posible imaginarlo, entonces la tecnología podía hacerlo. Pero los desarrollos técnicos no dependen de la voluntad. Dependen de las ciencias –especialmente de las ciencias básicas– y del estado del arte de la civilización a cada momento (también del clima político, la predisposición cultural y otros factores que dejaremos para otra ocasión). Lo de Theranos no era imposible. Era imposible en ese momento, y probablemente seguirá siendo un sueño durante un largo tiempo más.
Algo más...
Cuando Steve Jobs se propuso crear el iPhone, la gran pantalla de cristal sonaba un poco a ciencia ficción. Pero Jobs sabía quiénes fabricaban un cristal adecuado, se tomó un avión y fue a ver al dueño, que le dijo que el cristal podía servir, pero que no tenía la espalda financiera para construir una planta que supliera la demanda exorbitante que estaba proyectando el cofundador de Apple. Así que Jobs le extendió un cheque millonario para expandir esa fábrica. Magia, tal vez, pero con los pies en la tierra.