El malestar social en la década ganada
Una supuesta mística transformadora, que busca consolidar la hegemonía del Gobierno, no alcanza a tapar el quiebre de lazos sociales y la violencia que engendra
Un denominador común de estos tiempos es la sensación de malestar que atraviesa las formas colectivas e individuales de la subjetividad. Malestar que penetra profundamente el entramado social y afecta nuestras identidades. Vivencias de indefensión, desazón, temor e incertidumbre parecen enquistarse dando lugar a síntomas y signos de desacople social.
Algunos fenómenos de violencia disruptiva, que se multiplican en cantidad y diversidad, nos resultan difíciles de representar y casi incomprensibles. Nos preguntamos una y otra vez sobre sus razones o sinrazones. Simultáneamente y en contradicción con esto, funcionan múltiples solidaridades que sostienen la pertenencia. Pero la existencia de aquéllos, como es el caso de todas las situaciones traumáticas de origen social, afecta al conjunto con los consecuentes efectos subjetivos de desamparo.
Manifestaciones de violencia escolar, que tienen un crescendo desde el acoso verbal hasta la agresión física, ataques al mejor alumno o a las chicas "lindas", son indicadores de una lógica de funcionamiento basada en la omnipotencia y la presencia de un único lugar de valor, que simultáneamente se reconoce y se desconoce. El ataque implica reconocimiento de una valoración social puesta en otro, que no se tolera y que sostiene el intento de destrucción de ese otro. El desconocimiento se refiere a la tachadura del otro como tal. El canto de las tribunas de fútbol "no existís" se presenta como un equivalente y señala lógicas primarias de funcionamiento psicosocial que inundan la vida cotidiana del presente.
El femicidio y la utilización de sustancias inflamables para desfigurar el rostro de mujeres tienen la misma lógica y entran en flagrante contradicción con los enormes avances en el reconocimiento de la diversidad de género y de los derechos de las mujeres.
Cuando un joven mata o hiere a otro después de robarle, se pone en juego algo más que la apropiación de un objeto valorizado. Disponer de la vida del otro implica una posición en la que no es reconocida la alteridad. El tener, ya sea un atributo o una posesión externa, define al ser y por lo tanto la existencia misma del otro es la que despierta odio. Desde ya, es necesario reconocer cada una de estas situaciones también en su singularidad.
El telón de fondo de estas imágenes, que dan cuenta de una situación de anomia, es la vivencia de falta de sentidos y de perspectivas del estar en el mundo. Para comprenderlo nos vemos obligados a volver sobre el escenario generador de estas afecciones, en el que se hace evidente la profundización del deterioro de las condiciones materiales y sociales de vida para amplios sectores. Avanza la penetración del narcotráfico y la trata de personas, con la complicidad y participación de distintos estamentos del Estado.
El debilitamiento de ideales colectivos y de las instituciones produce un desapuntalamiento masivo que estimula la fragmentación social. El desamparo material se acompaña así de la falta de reconocimiento y valoración de las personas y de los grupos sociales. Miles de jóvenes llamados "ni-ni" pueden ser ubicados en este espacio. Es notorio que su identificación sea por la negativa.
Más allá de los signos de la época, que hacen síntoma en diferentes lugares del mundo, cuando intentamos comprender las condiciones que facilitan la emergencia de estos hechos disruptivos, la primera cuestión a tener en cuenta es que lo que nos atraviesa en la horizontalidad encuentra algunos de sus fundamentos en la verticalidad ejercida desde el poder.
Indudablemente, la responsabilidad sobre las condiciones materiales, los modelos y las representaciones sociales, las ideas y las conductas inducidas no es patrimonio exclusivo de la década kirchnerista. Los problemas vienen de lejos, pero esto no se puede utilizar como excusa después de tantos años en el gobierno. El incremento de la brecha de la desigualdad, los negociados, la impunidad, la represión y la "mano dura", la desresponsabilidad sobre hechos y palabras, la tachadura del otro en términos macrosociales, conforman modelos que inciden violentamente sobre la subjetividad y cuyos efectos aparecen frecuentemente alejados de su fuente de producción. Al mismo tiempo, hacen que el tejido social pierda continencia.
Ante las recientes inundaciones en la provincia de Buenos Aires, que desnudan, como el drama de La Plata en el 2013, la falta de obras básicas necesarias, asistimos a una disputa entre oficialistas y opositores sobre quién es más culpable. Las discusiones se instalan en un juego especular cuyo objetivo compartido es encubrir, ocultar las verdaderas razones de la catástrofe social. Pero el agua tapa también los relatos.
En otros casos, palabras y hechos muestran mensajes implícitos: la presencia impertérrita de Boudou presidiendo sesiones, ¿no es acaso un emblema de omnipotencia e impunidad?
Las votaciones a libro cerrado en el Congreso, ¿no son un ejercicio de violencia y de desconocimiento del otro? Mientras el Gobierno desconoce reclamos de movimientos sociales para paliar la situación de inflación y recesión, hace aprobar sin discusión, semana tras semana, leyes que comprometen la vida de los argentinos por muchos años. Leyes que deberían ser objeto de un debate que exceda ampliamente los ámbitos parlamentarios. Algunas de ellas, al estilo de la década del noventa, promueven grandes negociados y enajenan recursos estratégicos básicos del país, en materia energética y de comunicaciones. Otras están al servicio de garantizar la impunidad. La ley de hidrocarburos, que ya podríamos llamar "ley Chevron", pasará seguramente a la historia como un emblema, como lo fue el negociado de la Italo de la década del 30 del siglo XX.
La frase de la Presidenta "a mi izquierda sólo está la pared" podría ser sustituida por "a mi derecha sólo está la pared". El tiempo muchas veces permite apreciar la diferencia entre convicción y conveniencia, entre postura e impostura, entre la búsqueda de la verdad y la justicia y la manipulación de los ideales. Las decisiones y los discursos de Cristina Fernández en el último período están en clara contradicción con su supuesta condición de "nacional y popular" y de defensora de los derechos humanos, lo cual nos hace pensar en el peso de las conveniencias, que confirma la impostura que muchos percibíamos detrás de palabras con las que a veces podíamos coincidir.
Y fue desde esa impostura que, en tiempos de bonanza macroeconómica, que permitió lograr ciertas conquistas sociales después de la crisis de 2001, el kirchnerismo utilizó una supuesta mística transformadora, dirigida especialmente a los jóvenes, a los efectos de garantizar el control social necesario para sostener su hegemonía. En el último tiempo, ante el peso de la realidad, estas manipulaciones entraron en crisis, aunque es necesario no subestimar su capacidad de maniobra y de iniciativa.
Desde otra perspectiva, nos preguntamos sobre las posibilidades de abrir paso a la producción de cambios que permitan sostener proyectos de futuro para amplios sectores sociales.
Diagnosticar es parte de la búsqueda de soluciones. Creemos imprescindible un amplio y profundo protagonismo popular en un debate que simultáneamente realice diagnósticos y elabore propuestas. Para esta discusión tienen importancia instituyente prácticas sociales que reclaman legítimos derechos y que son justamente las que el Gobierno reprime de diversas maneras. Esas prácticas colectivas, solidarias, ayudan en sí mismas a recomponer el lazo social, a construir proyectos y significaciones que tienen la posibilidad de rescatar del sinsentido.
Como en otros períodos difíciles, recuperamos la validez de la reflexión de Gramsci que articula el pesimismo de la conciencia con el optimismo de la voluntad.
Las autoras son médicas psiquiatras-psicoanalistas. Miembros del Equipo Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial (Eatip) y de Plataforma 2012
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