El lugar del corazón
Muchas cosas básicamente buenas, positivas y genuinas tienen su lado oscuro y ese lado oscuro suele hacerse notar montado en los excesos y abusos fundamentalistas en el peor sentido de la palabra. Uno de esos fenómenos sociales son los nacionalismos. El orgullo nacional, el asumir un origen étnico, racial, religioso y cultural que ostenta características propias, diferentes y distintivos, no tiene nada de malo ni de negativo pero si ese sentimiento colectivo se exacerba, se desbarranca por la pendiente de la soberbia y desemboca en la creencia de ser superior a otros colectivos, puede producir conflictos, guerras civiles, genocidios y demás desgracias.
La historia mundial está plagada de ejemplos siniestros de catástrofes sociales desatadas en nombre de religiones, colores, razas y castas presuntamente superiores y que despiertan en los poderosos el ansia de “soluciones finales” que incluyen el exterminio y la aniquilación total del enemigo. La ambición de poder de los pueblos cuando llegan a ser imperios hegemónicos es inconmensurable y crea la necesidad imperiosa de fabricar armamento lo más mortífero que sea posible y sobre todo so pretexto de defender la nacionalidad y los valores patrióticos del modo de vida de la potencia más poderosa (que siempre se supone que es la mejor sino la única) se crea la hipótesis del “eterno enemigo”, Lucifer, Satanás, el Yeti, el demonio de Tasmania, llámese sionismo, comunismo, capitalismo, agnosticismo, materialismo, anarquismo, islamismo, homosexualismo, poder negro, sexismo, feminismo, machismo o cualquier chivo expiatorio a elegir.
La raíz de todos los males es el miedo, el miedo irracional a ver en el otro el destructor de nuestros valores, de nuestro modo de vida. Y cuanto más minoritario es el enemigo peor será la represión, el castigo y el exterminio. Y siempre ondeará por sobre las batallas y el derramamiento de sangre la bandera, los símbolos religiosos y la invocación estentórea del nombre del dios elegido para ser el depositario del holocausto.
Divididos en bandos irreconciliables los seres humanos invadimos ó somos invadidos y tras guerrear y destruir, a veces siglos después, vienen los armisticios, los acuerdos, los pactos, la división generalmente arbitraria de territorios que al cabo de un tiempo ganarán o perderán valor estratégico según las necesidades de cada época. Donde había estériles arenales puede que brote petróleo, donde había selvas tupidas y buenas posibilidades de conservar especies, flora y fauna pueden aparecer caballeros cruzados armados de sierras eléctricas para proceder a talar árboles, matar animales cuyas pieles lucirán en forma de tapados y estolas en las vidrieras más exclusivas de todos los shopping del mundo y como si todo esto no bastará para que el negocio cierre mejor se producirán mezclas caóticas anulando fronteras, igualando artificialmente a países muy desiguales y se tratará de anular los nacionalismos que produjeron las contiendas metiendo en una sola comunidad territorios muy diferentes olvidando antiguos rencores sin saber que los daños colaterales de tanto revoltijo más temprano que tarde harán abrir las viejas heridas que fertilizarán los nuevos odios, los nuevos fundamentalismos y las viejas ansias de segregación racial y territorial.
En este movimiento pendular de extremos que van de la pequeña aldea a la aldea global, una con ideologías fuertemente retrógradas, la otra marcando el fin de las ideologías tirarán abajo muros berlineses para que cuando el festejo termine se vuelvan a levantar murallas contra las que se estrellarán las grandes víctimas de tanto horror; miles de personas buscando la única gloriosa nación que los seres humanos merecemos: la patria chica donde haya trabajo, techo, comida, educación y salud, esa tierra, ese lugar en el mundo que muchas veces no es el de origen sino el del corazón.