El loco deseo de la eterna juventud
Es más que una evidencia: los intereses dominantes del tiempo en que vivimos se han empeñado, sobre todo, en producir consumidores antes que en forjar ciudadanos. El efecto distorsionante que sobre la subjetividad en sentido amplio y sobre la sensibilidad cívica en particular ha ejercido esta exitosa tendencia puede advertirse de muchos modos y en muchos campos.
El politicólogo Sergio Berenzstein señala una marcada "retracción del interés de la ciudadanía por la cosa pública, por involucrarse en cuestiones que hacen al interés general". Tras la crisis que devastó a la Argentina en los años iniciales de este siglo, la fiebre del consumo ha vuelto a adueñarse de la gente que dispone de algún poder adquisitivo. "Esa fiebre está ocultando una sociedad volcada hacia lo individual (y, a la vez, es expresión de ella)." La opción por la vida privada en desmedro de la pública lleva a una falsa y peligrosa disyuntiva.
El hecho es que el narcisismo desbordado y la sed de consumo vuelven a darse la mano. La intolerancia a las fronteras que el tiempo férreamente impone está en el centro de una resuelta embestida contra todo lo que pretenda vulnerar el hedonismo y la búsqueda de una lozanía y juventud indeclinables. En cualquiera de los sentidos en que se lo entienda, la imagen ocupa hoy el lugar estelar.
Reveló Sebastián Ríos, en una nota de reciente publicación en este diario, que en la Argentina se encuentra en auge la demande de la toxina botulínica, vulgarmente llamada Botox. Su empleo, señala el periodista, no sólo atrae a las mujeres sino también a los hombres, embarcados como ellas en el intento de borrar de sus caras la huella del paso de los años. La demanda de este servicio de rejuvenecimiento aumentó un 40 por ciento durante 2006. Semejante fervor por una lozanía facial sin mengua me recordó, como no podía dejar de ser, a ese gran predecesor de los devotos (¿o debotox?) del rostro impecable llamado Dorian Gray. El personaje wildeano, dado a publicidad en 1890, asignó al espléndido retrato que de él hiciera el pintor Basilio Hallward el destino de corromperse bajo el peso de los años y de una voracidad vital ferozmente adversa a toda moderación. Mientras tanto él, consumido por "ese loco deseo de permanecer siempre joven", preservaba, incólume, su bellísima figura.
El tratamiento aplicado bajo el nombre de Botox, mucho menos costoso (y perdurable) que una cirugía cabal, se concentra en el tercio superior de la cara: entrecejo, patas de gallo, arrugas en la frente. Según la doctora Rosa Flom, integrante de la Sociedad Argentina de Dermatología, la aplicación es indolora y no requiere internación. "Se realiza mediante microinyecciones que duran minutos y que permiten que la persona pueda retomar inmediatamente sus actividades cotidianas." Como se advierte, es mínimo el tiempo requerido para frenar el avance del tiempo. No menos cierto es que el milagro mantendrá su vigencia sólo entre tres y seis meses. Pero siempre es posible reincidir. ¿Hasta cuándo? Por lo pronto, es bueno saber que cada una de estas zambullidas en la fuente de juvencia cuesta alrededor de 300 dólares.
Cabe, por último, preguntarse dónde está hoy el lienzo en el que, al igual que en el retrato de Dorian Gray, se concentran las consecuencias nefastas de esta idolatría de una imagen impermeable a las marcas del tiempo.
El psicoanalista francés Charles Melman considera que, tal como vamos, en el siglo que se inicia "ya no habrá más imposibles". Ya no está en juego "el derecho a la felicidad sino el goce". Y goce significa, en este caso, desenfreno, desmesura, lo no acotado ni por la ley ni por el límite. Acaso otra subjetividad, radicalmente distinta de la que hasta hoy hemos conocido, comienza a perfilarse en el horizonte de nuestra civilización dominada por lo virtual y el ideal de lo homogéneo. ¿Es exagerado conjeturar que los cultores del botox, idólatras del semblante sin huellas de la edad, son un indicio de lo que habrá de venir?