El lobby, una herramienta de la democracia
El cabildeo permite que intereses existentes en la sociedad civil lleguen a quienes toman decisiones y hagan más virtuosa la representación política
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“Hacer lobby”. Es una de esas frases malditas en la Argentina. Forma parte del concierto de cosas que en otros países se viven con naturalidad pero que, en nuestro país, están rodeadas de perversión. “Cabildear” prefieren decirle los que lo castellanizan, y ahí pareciera que perdiera alguna de las connotaciones peyorativas. Lo cierto es que el lobby está muy unido a los intereses económicos y en una nación con una profunda raíz teocrática católica como la que hemos heredado producto de nuestra tradición romano-hispánica, lo que tiene que ver con hacer negocios y ganar dinero está mal visto.
En las antípodas de las concepciones del mundo protestante, el éxito económico no solo no es visto como virtuoso, sino que, incluso, se llega a su abierta condena. Ganar dinero está bien entre los protestantes: es señal de esfuerzo, de constancia, de trabajo, también de suerte y de azar. Quien gana dinero puede generar trabajo para otros y ayuda, aporta su granito de arena individual a la generación de riqueza de su nación. Por supuesto que es una concepción muy diferente a la que la Argentina tiene actualmente en su elenco gobernante. “Muchachos, les tocó la hora de ganar menos”, les advirtió a los empresarios, casi con goce, Alberto Fernández hace un par de meses. Al mismo tiempo, del otro lado del Río de la Plata, Luis Lacalle Pou mostraba como una preocupación el no generar trabas innecesarias para el empresariado de su país, ya que los entendía como los actores claves que permitirían la reactivación de la economía.
Cuando Miguel Ángel Pichetto vocifera que lo que hay que hacer es ganar plata choca con prejuicios de una sociedad que desconfía de quien tiene fortuna. La bondad está en los pobres, nos enseñó la Biblia. Quien se ha hecho rico fue producto de la explotación de otros, complementó la izquierda marxista.
Por eso, se condena que el empresariado utilice su poder para influenciar, ya sea a la dirigencia política, a los periodistas o a otros sectores influyentes. El lobby sucede en la Argentina, como en todos los países del mundo. Pero acá elegimos que sea ilegal, que se realice en las sombras y entre bambalinas. Unimos el lobby a las empresas, a los capitalistas y CEO, a quienes siempre les atribuimos intereses contrarios a los del pueblo.
¿Pero qué ocurre cuando quien cabildea en defensa de sus intereses no es el empresariado? ¿Podríamos pensar que los verdes hicieron lobby, al igual que los celestes, en tiempos de debate de la ley de interrupción legal del embarazo? ¿Qué es lo que hace Padres Organizados si no es lobby para que las escuelas estén abiertas y haya clases presenciales para los niños y adolescentes?
La representación de intereses no tuvo un gran lugar en la representación política argentina. Durante la segunda mitad del siglo XIX, parte de la dirigencia política consideraba que existía un interés nacional. No percibían grandes diferencias entre las alternativas políticas y consideraban que el diálogo y la razón podían llevar a que quienes tenían miradas diferentes acercaran posiciones hasta aprehender la verdad. En las primeras décadas del siglo XX, Roque Sáenz Peña aún construía sus creencias a partir de estas premisas, por eso cuando eligió un sistema electoral de mayorías y minorías para las elecciones del Colegio Electoral y de la Cámara de Diputados planteó que aquello a representar era el alma de la nación –así, una sola, en singular– pero que estaba bien implantar un sistema de mayoría y de minoría porque eso solucionaría problemas internos de la dirigencia política, al incluir en un lugar institucional a quien, sin haber resultado ganador, demostrara tener representatividad en la sociedad. Pero entre la dirigencia de fines del siglo XIX y Roque Sáenz Peña, en los años intermedios, durante el segundo gobierno de Julio Argentino Roca, se desplegó una idea muy diferente de la representación. Su ministro del Interior, Joaquín V. González, impulsó una reforma electoral que tuvo como horizonte que los intereses económicos existentes en la sociedad tuvieran un canal de representación política. Su premisa era que convivían intereses diversos en la sociedad y que, por lo tanto, lo que debía hacer la política era ser un espejo de esta diversidad existente. Muy inspirado en costumbres anglosajonas, para González los intereses a representar eran intereses económicos. De cualquier modo, lo realmente disruptivo fue la idea de que la sociedad era diversa y que la política tenía que dar muestra de esta diversidad.
En Estados Unidos, cuna y corazón del lobby, no solo lo realizan las empresas. Diferentes actores e instituciones participan del juego, incluso los ciudadanos independientes. Los representantes locales tienen oficinas abiertas a sus votantes y los reciben con sus demandas y consideran que sus presiones mejoran el sistema, ya que acercan a la política a las necesidades de cotidianas de los ciudadanos.
La Argentina parece necesitar cada vez más esto: la agenda política discute el calendario electoral, busca imponer la reforma judicial, antes giró sobre la expropiación de Vicentin o, más a comienzos de la pandemia, sobre la liberación de los presos. La política argentina, en vez de solucionar problemas, los genera. En gran parte se puede explicar por los niveles de sobreideologización y la falta de capacidad para solucionar dificultades reales. Un ejemplo claro esta semana fue el comunicado de Cancillería. En Twitter, la cuenta oficial de Cancillería cuestionó “el uso desproporcionado” de la fuerza de Israel contra los palestinos. Las respuestas enojadas fueron inmediatas, ya que se entendió como antisemita y desafortunada la expresión. En medio de su gira por Europa, el Presidente se detuvo en esta cuestión y habló de “un lobby proisraelí en la oposición, que busca fogonear y defender sus intereses”. Fernández eligió la palabra “lobby” para darles a las acciones de los opositores ese sentido peyorativo y maldito. Transparente: el lobby se condena por ser lobby, aún antes de conocer cuáles son sus propósitos.
¿Y el lobby de los ambientalistas para cuidar el planeta? ¿El lobby de quienes dedican tiempo y energía para visibilizar enfermedades extrañas que padecen unas pocas personas en el mundo buscando que, a través de un conocimiento más extendido, se tome conciencia y se ayude a llegar a una cura?
El lobby es una herramienta muy interesante de la democracia, toda vez que permite que intereses existentes en la sociedad civil lleguen a quienes toman decisiones y hagan más virtuosa la representación política. Penetra las burbujas de los políticos y los obliga a escuchar a los ciudadanos. A los de a pie, a los organizados por una causa específica y también a los representantes de instituciones, como la Iglesia, los sindicatos y tantas otras. ¿Qué Argentina seríamos si dejáramos de despreciar el lobby, de condenar a quienes generan riqueza y nos interesáramos en promover una clase política que represente la diversidad social existente? Sin dudas, una distinta, que nos permitiría, en caso de equivocarnos, al menos hacerlo en sentido diferente.