El límite justo para las protestas
Los cortes de calles y de rutas forman parte del escenario nacional desde hace casi 20 años. Su utilización en todo tipo de reclamos genera las más diversas opiniones; desde quienes promueven la aplicación de penas de prisión efectiva, hasta aquellos que afirman que se trata de un derecho que el Estado no puede limitar. En el último año, la posibilidad de dictar normas restrictivas contó con el imprevisto apoyo de la Presidenta de la Nación.
A fin de abordar cualquier alternativa de solución, resulta necesario identificar ciertos elementos indispensables para procurar, dentro del Estado de Derecho, una convivencia más armónica, no exenta de conflictos, pero sí de violencia.
En primer lugar, la rebeldía esencial de la protesta no es argumento suficiente para rechazar un intento, aún parcial e imperfecto, de regulación. Dificultades similares existen con el derecho de huelga y no por ello renunciamos a todo intento de definir límites.
Debemos reconocer que la protesta es una forma de expresión y ello supone un derecho de afectar a los demás. A diferencia de otros derechos, la libertad de expresión se ejerce con la finalidad predominante de generar algo en otras personas. La crítica severa a un funcionario, una marcha de protesta ante un ministerio, las pinturas negras de Goya, las esculturas de León Ferrari o el predicador que anuncia el Apocalipsis son formas de expresión que procuran molestar, angustiar, hacer reflexionar.
Aceptemos, entonces, que las expresiones humanas, tienen como principal finalidad la de afectar a terceros, y que el reconocimiento de la libertad de expresión implica que ésta debe ser tolerada, incluso cuando conductas que producen una ofensa comparable puedan ser prohibidas.
De lo anterior no se sigue que cualquier daño deba ser tolerado como forma de expresión. El insulto gratuito o la destrucción de bienes ajenos son formas de expresión que el ordenamiento jurídico válidamente prohíbe. Pero otros límites generan mayor controversia, por ejemplo, satirizar símbolos religiosos o patrios.
Una vez que reconocemos que la libertad de expresarse y protestar está sujeta a restricciones de modo, tiempo y lugar, lo delicado pasa a ser quién y dónde es que se colocan esos límites. En primer lugar, esa decisión corresponde al legislador; para ello, dentro del espacio que le deja la Constitución, debe recurrir a reglas claras y generales.
Además, como toda restricción a la libertad de expresión, ella tendrá consigo una presunción de inconstitucionalidad que exigirá una justificación seria por parte de quien procure defenderla.
Otra pauta a considerar es que la materia sobre la que se protesta puede ser tomada en cuenta al fijar sus límites. Así, las manifestaciones políticas deben gozar de una protección mayor que otras que carecen de toda vinculación con la gestión de la cosa pública. Si bien todas las expresiones merecen protección, aquellas vinculadas con el orden institucional exigen una tutela superior y, en consecuencia, pueden permitir un sacrificio mayor de otros derechos.
Por el contrario, así como la materia sobre la que versa la protesta habilita diferencias en la reglamentación, no es posible aceptar como pauta de restricción la supuesta justicia o injusticia del reclamo, o la alegada legitimidad o ilegitimidad de quienes lo llevan a cabo.
El mismo derecho tiene quien expresa el sentir de la opinión pública que aquel que defiende una posición minoritaria o exótica. J. S. Mill nos diría que en realidad es a esa minoría a quien debemos brindar mayor protección, ya que nos permite cuestionar nuestras creencias y evita que las defendamos como un dogma vacío.
El derecho a expresarse y a protestar incluye el derecho a intentar que esa protesta sea visible para las autoridades y para el resto de la población. Por ello, si bien no pueden existir reparos a una legislación que prohíba el corte permanente de caminos, en cambio resultaría inconstitucional una reglamentación que impida toda posibilidad razonable de hacer visible el reclamo; por ejemplo, si se obliga a protestar en un lugar alejado o se impide repartir volantes en la vía pública.
También es importante no confundir el derecho a protestar con la aspiración a que los demás compartan la justicia del reclamo y, mucho menos, con la voluntad de imponer una decisión. Tenemos derecho a expresarnos y protestar contra lo que creemos injusto, pero no a imponer nuestras ideas o deseos. La falta de respuestas favorables a un reclamo no justifica correr el límite de lo posible a la hora de protestar y, por ejemplo, permitir el corte indefinido de una ruta o la destrucción de bienes ajenos.
Dentro de las pautas señaladas, existe un abanico muy amplio de posibilidades que deben ser objeto de discusión, pero en ninguno de los casos la alternativa podría ser la de impedir las protestas o permitirlas sin ningún tipo de límite.
Es un lugar común en estos debates que algunos afirmen que nuestro derecho termina donde comienza el de los demás. Ello no nos dice absolutamente nada respecto de dónde es que se encuentra esa frontera. Sin embargo, la expresión tiene un enorme valor. Reafirma la necesidad de convivir, la exigencia de aceptar al otro, al que protesta, al que circula.
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