El lenguaje de WhatsApp
El lenguaje de WhatsApp, que integra el denominado lenguaje digital compuesto por “emojis”, “likes” y otros entuertos digitales originados en las redes sociales (bloqueos, mecanismos de silenciamiento, entre otros), complementa el lenguaje verbal expreso (cada día más olvidado), el lenguaje de los gestos y el contacto visual reflejado, con meridiana claridad, por la inolvidable película El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella.
Recordemos que WhatsApp es una aplicación de mensajería instantánea, adquirida por Facebook en 2014 por la módica suma de 21.800 millones de dólares y que, desde ese momento, lidera el negocio de la comunicación instantánea, en tiempo real. Su poder impacta no solo en el ámbito de la comunicación personal y/o grupal (teóricamente encriptada, segura y libre de intromisiones, cifrada extremo a extremo), sino que también define conductas y lenguaje, de la mano de consecuencias psicológicas y jurídicas: las elecciones que supone este lenguaje registran efectos en la cabeza de la gente, en sus sentimientos y en el campo del derecho.
Este particular idioma reconoce distintas manifestaciones, entre las que se destacan “clavar el visto”, el “estar en línea”, el “juego de los estados”, la “foto de perfil” y el “bloqueo”. Ya hemos indicado que “clavar un visto puede más que mil palabras”. En efecto, si el receptor de un mensaje acusa recibo con un doble clic de color azul y no lo contesta, está manifestando, por omisión, precisamente, que no quiere comunicarse con su interlocutor o que, directamente, no le interesa hacerlo. Esta conducta omisiva mina la relación existente entre ambas personas y puede generar en el emisor variados sentimientos que pasan por la tristeza, la depresión, la ira, la furia y otros tantos ingredientes de un cóctel explosivo.
El trago es aún más difícil de digerir cuando el emisor advierte que, enviado el mensaje, su receptor “está en línea”, a saber chateando con quién, pero sin contestar el mensaje recibido: nafta que se arroja a la hoguera encendida. En otros casos, con visto clavado previamente, el receptor decide contestar varias horas después o al día siguiente con frase corta, seguida de punto final y una despedida de compromiso exprés que incluye, por ejemplo, un “besos”, como final feliz. El emisor del mensaje, se trate de un colega profesional, de un familiar o de una pareja (o expareja), estuvo esperando esa respuesta con cierto grado de ansiedad y a cambio recibe una contestación tardía, enlatada y de salida inmediata, lo que no garantiza sentimientos positivos.
Es cierto que no necesariamente una persona está disponible en todo momento para contestar un mensaje en forma inmediata, pero también es cierto que, dependiendo del caso particular, cada uno sabe perfectamente cuándo debe contestar para no herir los sentimientos del otro y/o para evitar afectar la relación profesional, familiar y/o de pareja que existe de base: todos sabemos lo que vamos a generar contestando tarde o no contestando.
Otra manifestación de este lenguaje digital pasa por “los estados” y el cambio de la foto de perfil. Recordemos, para todos aquellos que no participan del último grito de esta App, que el “estado” supone compartir una imagen o video, en tiempo real, que ilustra aquello que una persona está haciendo en un preciso instante como, por ejemplo, tomar una copa de vino en un restó, finalizar una clase de gym o compartir un encuentro con amigos.
Los “estados”, como las fotos de perfil, en general se caracterizan por ilustrar momentos de supuesta felicidad o esplendor personal (verbigracia, una foto de perfil con una gran sonrisa, en traje de baño, bebiendo una cerveza) y en muchos casos, van dirigidos a comunicar al otro (acaso un exsocio con el que se mantiene un conflicto empresarial, un hermano con quien se atraviesa una confrontación sucesoria o una expareja con quien se transita una ruptura amorosa), que supuestamente “se está muy bien” y que se “está superando el conflicto, ganando la batalla o pasando página”: un auténtico despropósito comunicacional que tampoco suma emoción positiva, ya que el receptor conoce perfectamente que allí se esconde un mensaje encubierto, certeramente dirigido a su persona, con un ánimo non sancto.
Por otra parte, este lenguaje también favorece la falta de claridad y las malas interpretaciones que pervierten la idea que se quiso transmitir: piense el lector, por un momento, en los grupos de padres del colegio de sus hijos o en el de “vecinos del country”, por ejemplo. Sobran las palabras. En muchos casos, una mala interpretación del receptor genera una respuesta inadecuada (quizás no de mala fe, sino porque no se interpretó adecuadamente lo que el otro quiso decir), con letra mayúscula (estilo grito acentuado), lo que supone que el emisor interprete todo al revés, sumando una cuota de insatisfacción que lo llevará a responder con violencia contenida o expresa, que se encadenará en una suerte de puerta giratoria que conducirá a frases tales como “así no podemos hablar; no voy a hablar ahora con vos o dejémoslo así, por ahora”, entre otras tantas sentencias que impiden que fluya un diálogo razonable, ya que provienen de una interpretación distorsionada de lo que el otro quiso decir: la falta de claridad mata la comunicación, el encuentro y las relaciones humanas.
El camino de desencuentros puede manifestarse finalmente en el “bloqueo” que, si bien en algunos casos puede aparecer como una opción válida (por ejemplo, en casos de violencia digital), en otros proviene de un ataque de ira, y constituye una clara manifestación de rechazo digital moderno, que esconde dolor y genera en el otro el mismo dolor combinado con otros sentimientos negativos. La prudencia debe imponerse.
En conclusión, la conversación por WhatsApp aparece plana, no reconoce dimensión espacial, le quita emoción a la palabra y agrieta la coherencia que existe entre la expresión verbal y gestual que ofrece la comunicación presencial, favoreciendo, precisamente, la falta de un adecuado intercambio de ideas. Todas estas situaciones, en ciertos contextos, suelen finalizar en demandas por daños y perjuicios, como asimismo en la comisión de delitos y/o contravenciones que pasan por el hostigamiento digital, la violencia en línea, la pornovenganza y hasta el acceso antijurídico a un sistema informático, penado expresamente por nuestra ley criminal, cuando se decide intervenir un celular que permita conocer los secretos de la persona con quien se mantiene un conflicto, cualquiera que sea la relación de base existente.
Este novedoso, equívoco y trasnochado lenguaje nos obliga a reflexionar sobre la necesidad de valorar las fuentes de comunicación tradicional, cara a cara, y de educar a chicos y jóvenes sobre su uso adecuado, de manera que puedan generar espacios de comunicación libre y eficaz. Aunque las patologías del whatsappeo y la necesidad de concientización también alcanzan, y mucho, a los mayores: estoy seguro de que el lector las ha experimentado.
Abogado consultor en Derecho Digital y Data Privacy; director del programa “Derecho al olvido y cleaning digital” de la Universidad Austral. Profesor UBA