El lenguaje de la guerra está desplazando al lenguaje de la convivencia
Milei: calificar su gestión de nazifascista es un error, una desmesura verbal o una torpeza: ni el concepto de Estado ni el contexto histórico habilitan valerse de esas palabras
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Calificar a Milei o a su gestión de nazifascista es un error, una desmesura verbal o una torpeza. Ni el concepto de Estado, ni el concepto de sociedad, ni el contexto histórico habilitan valerse de palabras, merecidamente demonizadas, para tratar de entender lo que ocurre con LLA.
En principio, habría un amplio consenso en admitir que Milei preside un gobierno de derecha, filiación que intelectuales y políticos de LLA admiten, un notable acto de sinceramiento ya que desde hace décadas en la Argentina, y en Occidente en general, la derecha ha preferido prescindir de esa palabra, según algunos historiadores irreparablemente desprestigiada después de las experiencias nazifascistas de mediados del siglo pasado.
Hay que admitir que no se aporta ninguna novedad diciendo que los conceptos de “izquierda” y “derecha” llegaron a este mundo de la mano de la Revolución Francesa.
Que Milei y su gobierno son de derecha, es una afirmación que parece estar fuera de discusión. Más controvertido es afirmar que son de extrema derecha o de ultraderecha, aunque intelectuales y militantes de LLA no vacilan en afirmar que un capítulo importante del combate que están librando es contra la derecha “capituladora”, “genuflexa” o fracasada. O sea que, además de derrotar a comunistas y populistas de todo pelaje, este gobierno propone fundar una nueva derecha que, por lo pronto, funcionaría dentro de los marcos institucionales de la democracia republicana, una afirmación difícil de compatibilizar con los discursos promovidos desde el poder orientados a aniquilar enemigos a los que no vacila en calificar, entre tantas lindezas, de “ratas”, “parásitos”, “degenerados”, una retórica propia de una sociedad en la que el lenguaje de la guerra está desplazando al lenguaje de la convivencia. ¿O alguien supone que es posible un orden político democrático cuando desde el poder se califica a los adversarios como " ratas”, " parásitos”, “degenerados”, salvo, claro está, que las palabras no importen?
Por el contrario, hay motivos para pensar que, de radicalizarse está tendencia, se hará difícil imaginar un sistema de poder político pluralista y respetuoso de las libertades
Históricamente, conviene recordar que, desde su nacimiento, la derecha fue impugnada por otra derecha que decía ser más firme en sus convicciones y más eficaz para defender valores que, por lo general, giraron alrededor de la tradición, la familia y la propiedad; valores que, casualmente, son los que se reivindicaron en el tan comentado acto de los hijos de “la fuerza del cielo”, en San Miguel, quienes no han vacilado en constituirse en su brazo armado, concepto luego suavizado, pero sin alcanzar a disimular su temple belicoso.
Es decir que, desde los inicios de la modernidad, siempre en el interior de la “derecha” hubo diferencias que se plantearon teóricamente, pero más de una vez se resolvieron en la calle a punta de pistola.
En el campo de la izquierda también se dirimieron batallas que concluyeron con la muerte del enemigo. Stalin ordenó asesinar a Trotski, y uno de los primeros libros que escribió Lenin después de la revolución rusa fue contra ese modelo de izquierdista ideológico, intransigente, ortodoxo, a quien no vaciló en calificar como el exponente de la enfermedad infantil del comunismo.
Hoy sería apresurado definir en términos rigurosos la identidad o el significado histórico de esta experiencia derechista liderada por Milei y que se propone expresar tradiciones políticas que van de el liberalismo ortodoxo a la religiosidad ultramontana, de la crítica a las dictaduras de izquierda y al integrismo islámico a las simpatías por las dictaduras militares del pasado, del el nacionalismo más cerrado al cosmopolitismo más abierto; procesos complejos cuyas mínimas certezas podrían resumirse en la consigna: tradición, familia y propiedad, más la adhesión a un liberalismo que un intelectual riguroso como Benedetto Croce calificó de “liberismo” por su pretensión de reducir la dinámica de lo social a una exclusiva ecuación económica. El otro factor que une estas diversidades de filiación derechista es la certeza de que protagonizan un cambio civilizatorio, un objetivo que –ellos mismos admiten– no está totalmente definido, aunque lo que no logran definir con precisión hacia el futuro lo han resuelto de manera concluyente hacia el pasado, un lugar en donde los enemigos están perfectamente establecidos; un pasado que trazaría los rasgos con los que se desea forjar el rostro del futuro. En todos los casos persiste el deseo de corregir o abolir los trastornos provocados por la irrupción indeseada de la modernidad y el protagonismo intimidante de las masas en el escenario histórico, cuando las antiguas jerarquías fueron abolidas en nombre de una libertad que esta derecha no vacila en calificar de libertinaje y en nombre de un Estado nacional responsable de habilitar, entre otras calamidades, un distribucionismo económico de signo comunista. En todos los casos, esta derecha se considera partícipe de un combate o una guerra en la que, como en todo combate o guerra, habrá vencedores y vencidos, víctimas y victimarios.
Insisto en aclarar que comparar la identidad de este gobierno con otros modelos históricos, laicos o religiosos, incluye el riesgo cierto de equivocarse por no atender las singularidades históricas de cada proceso político. Milei ejerce un liderazgo con rasgos propios, pero esos rasgos son inteligibles; inteligibles hasta donde pueden serlo los procesos inconclusos, porque nunca está de más advertir que estamos reflexionando alrededor de una experiencia política cuyos desenlaces aún no son visibles. En todos los casos, importa saber lo que Milei y sus dirigentes piensan de sí mismos, más allá de que esa imagen sea un espejismo o una versión sesgada y deformada de la realidad.
Se dice que la victoria electoral de LLA obedece a diferentes causas, pero la expectativa mayoritaria de sus votantes fue a favor de un gobierno que terminara con la inflación y estableciera el orden en los ministerios y en las calles. Sin embargo, los intelectuales de este gobierno están persuadidos de que llegaron al poder para una obra más trascendente que controlar la inflación o poner punto final a los piquetes. Hablan de batalla cultural, guerra ideológica y revolución cultural. Su percepción es la de revolucionarios o cruzados, no la de reformistas que emprolijan o administran el status quo. El futuro dirá hasta dónde estas ilusiones derechistas son reales.
La gestión objetiva del actual gobierno oscila entre los imperativos del realismo y las utopías a las que no están dispuestos a renunciar. Se ha dicho que a Milei hay que juzgarlo por lo que hace y no por lo que dice, una manera elegante no sé si de disculparlo pero sí de alentar al Milei sensato, responsable del personaje extravagante, belicoso, confrontativo que conocemos. No sabemos qué se impondrá, no sabemos si el capitalismo argentino será reformado para ajustarse a los nuevos tiempos o habrá espacio histórico para afrontar experiencias revolucionarias inéditas, aunque se hace difícil creer que la Argentina está atravesando un cambio civilizatorio y el inicio de una nueva era. En todos los casos, es necesario advertir de los riesgos de proponer rupturas revolucionarias y delirar acerca del hombre nuevo y otras supercherías por el estilo. Como dijo Raymond Aron, las reformas siempre son preferibles a las revoluciones; la civilización se sostiene sobre un hilo muy delicado como para arriesgarlo en aventuras ideológicas cuyos referentes en el pasado precipitaron tragedias que pusieron en riesgo el destino de la humanidad.