El lenguaje común de la convivencia
Todos piden justicia. Una madre para su hija asesinada. Un fiscal para un corrupto. También un empresario para su negocio, perjudicado por la política fiscal. Un defensor de los derechos humanos contra los culpables de delitos de lesa humanidad. El hijo de uno de estos últimos para su padre, anciano, enfermo y preso. Un sindicalista para su gremio. Un trabajador contra los excesos de su dirigente. Reclaman justicia ante los jueces abogados de una parte y de la otra. Los palestinos para su Estado. Los israelíes para existir como nación. Los estadounidenses para su primacía, los rusos para su resurgimiento imperial, los ucranianos para su integridad territorial, los cubanos contra el bloqueo que los afecta y los venezolanos contra el régimen que los oprime.
Todos piden cosas diferentes y hasta opuestas y todos las consideran justas. El resultado es caótico: si todos queremos justicia y la justicia es algo identificable, ¿no deberíamos estar todos de acuerdo?
Es que somos víctimas de una trampa semántica. Imaginemos que reemplazamos la palabra "justicia" por la expresión "lo que quiero". Ahí se termina la confusión: cada uno quiere lo que quiere, pero no necesariamente coincide con lo que quiere el vecino, y a menudo reclama lo que el vecino detesta. ¿Por qué llamar a todo con la misma palabra, si nuestros desacuerdos llegan a veces a derramar sangre? Belgrano se quejaba de combatir a los realistas españoles usando la misma bandera que ellos. Usar otra bandera no resolvía el conflicto, pero ayudaba a clarificarlo.
En lugar de exigir justicia y denostar al adversario por su estupidez al no reconocer la verdadera naturaleza de lo justo, podemos pedir lo que queremos, reconocer que el otro quiere otra cosa y, a partir de esa verificación de hecho, emprender el largo camino de la conciliación. Que implica entenderse en un lenguaje común, reconocer las diferencias y las coincidencias y argumentar cada uno a favor de sus propios deseos, para estimular el acuerdo del interlocutor. Puede no ser suficiente, porque cada uno siente más agudamente sus propios intereses que los ajenos: ese es el momento de negociar. Y, si esto tampoco da resultado, recurrir a otros métodos de decisión.
En un Estado de Derecho, esos otros métodos se reducen al parecer de los jueces, para las controversias individuales, y a la votación democrática, para las colectivas. Es claro que para que ellos funcionen hacen falta buenos jueces e instituciones públicas creíbles, así como un umbral de respeto mutuo. Pero conseguir todo eso es más fácil que vivir en pie de guerra, y la lucha física no solo es el último método disponible, sino también el peor, por su extremado costo para ambas partes y por su falta de garantías acerca del resultado final. Es un recurso desesperado y a menudo suicida, que solo cabe cuando todo lo demás está cerrado.
La pregunta, pues, se plantea mal cuando se discute qué decisión es más justa que otra. Sería más fructífero preguntarnos qué precio estamos dispuestos a pagar (y antes, hacer pagar a los demás) por salirnos con la nuestra. Las respuestas de cada uno, si son sinceras, pueden formar parte del proceso de conversación, argumentación y negociación. Pero si la respuesta es "cualquier precio" es que no estamos maduros para la convivencia.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)