El legado vigente de Hannah Arendt
La autora desestimaba, aunque las conocía muy bien, las teorías explicativas a la hora de abordar el fenómeno político; su método consistía en examinar experiencias concretas, apelaba a las lecciones de la historia, pues creía que los grandes acontecimientos evidenciaban lo político mejor que las corrientes de pensamiento
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En 1960, Hannah Arendt obtuvo una beca de la Fundación Rockefeller para una obra que se titularía Introducción en la política. La primera parte trataría del fenómeno de la revolución, mientras que la segunda, sobre los tópicos claves de la teoría política. Que la introducción fuese “en la política” y no “a la política” dice mucho. Sus antiguos alumnos cuentan que la autora desestimaba las teorías explicativas a la hora de abordar el fenómeno político. Y aunque las conocía muy bien, su método pedagógico consistía en examinar experiencias políticas concretas. Es decir, apelaba a las lecciones de la historia, pues creía que los grandes acontecimientos evidenciaban lo político mejor que las corrientes de pensamiento. Pero como la historia es el terreno de la novedad, donde ningún suceso ocurre más de una vez, solo nos provee ejemplos inspiradores. Ni patrones a copiar ni recetas para actuar. Más allá de sus enseñanzas, la libertad humana queda intacta.
La Introducción nunca vio la luz, pero su primera parte fue publicada como On Revolution, en enero de 1963. Fiel a sus orígenes, la obra introduce al lector a dos grandes experiencias políticas del siglo XVIII: las revoluciones estadounidense y francesa. A contrapelo del imaginario colectivo, que asocia revolución con el dramatismo de la violencia, Arendt alude específicamente al momento fundacional, es decir, a la redacción y promulgación de una Constitución. Revolución involucra la discusión sobre el mejor régimen y la institución de una república. Establecer un calendario con un nuevo registro temporal es signo de revolución. Pero la inestabilidad institucional de Francia, con cuatro Constituciones durante su período revolucionario, muestra su fracaso. Si solo se tratara del grado de violencia, el terror –rojo o blanco– haría de la francesa la revolución par excellence. Y es cierto, la francesa “prendió fuego al mundo” y la estadounidense, cuya Constitución aún sigue vigente, no ha sido debidamente enaltecida.
On Revolution cuenta otra historia, que descubre un tesoro revolucionario perdido. Pone en evidencia los orígenes republicanos de los Estados Unidos y abrió una senda inexplorada que luego siguieron B. Bailyn, G. Good, J. Pocock. En El corazón de la república, Helena Béjar ha reconocido debidamente la deuda de estos historiadores con Arendt. Con un método novedoso, que fluctúa entre filosofía, historia y análisis político, Arendt supo “rastrillar la historia a contrapelo”, como lo hizo Walter Benjamin. Detectó en las cartas y escritos de los founding fathers opiniones y convicciones que no formaban parte del canon interpretativo, que asocia la revolución americana al liberalismo clásico, es decir, a las ideas de John Locke y el postulado inexcusable de los derechos naturales. Sin negar su importancia e influencia, descubrió y comunicó otra historia, que complementa el relato prevaleciente y canónico.
Revolución no alude a una mera restauración o renovación, sino a un “nuevo origen”. Para John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, la revolución es “a breathing spell”, un compás de espera, un hiato en el tiempo, un espacio entre “no longer and not yet”. Lo que en las colonias de ultramar fue un “compás de espera” (en una misma melodía, para emplear la metáfora musical), en Francia fue un espacio vacío, un interregno y una regresión violenta al estado de naturaleza: el tiempo mítico primordial, en el que los hombres se matan entre sí. Cuando los franceses cortaron lazos con el ancien régime, abdicaron de todas las instituciones en las que se basaba su organización: dietas, estamentos y privilegios. La revolución los encontró políticamente desvinculados. Las masas hambrientas sumidas en la miseria se convirtieron en agente político solo cuando un hombre carismático e “incorruptible” capitalizó la fuerza ciega del “monstruo de mil cabezas” imbuido de una sola voluntad: la del líder.
En las colonias americanas, la revolución fue bendecida por las contingencias históricas y se desarrolló en una “torre de marfil”. No sufrían la pobreza extrema y gozaban de derechos. Cuando cortaron lazos con la metrópoli no se sintieron exonerados de sus propias órdenes fundamentales, es decir, de las primeras Constituciones coloniales, vigentes casi 150 años antes de la declaración de la independencia. Los colonos, destaca Arendt, estaban organizados en “cuerpos políticos civiles”, practicaban el autogobierno y gestionaban sus propios asuntos con autonomía. Dicho con Thomas Jefferson, conformaban pequeñas repúblicas y fomentaban una ciudadanía activa. Pero el republicanismo no solo se trata de participación. Las Constituciones coloniales equilibraron los tres poderes mediante los frenos y contrapesos que más tarde, en 1787, James Madison defendería para consagrar la unión de las 13 colonias. En suma, la revolución no los sorprendió desorganizados ni los arrojó al estado de naturaleza. Los patriotas solo tuvieron que apelar al consentimiento de sus conciudadanos y reactivar el poder del pacto. De allí el “compás de espera”. El agreement y el valor de los juramentos había sido una práctica habitual desde comienzos del siglo XVII, cuando los primeros peregrinos cismáticos llegaron a las costas de Cabo Cod (Massachusetts) y redactaron el primer documento constitucional, el Mayflower Compact.
On Revolution es un homenaje a su patria adoptiva. Su contribución es develar el “espíritu revolucionario”, una joya que los “americanos”, tan proclives al pragmatismo, no han sabido percibir. Descubre el republicanismo de su historia colonial, no solo en la exigencia de autogobierno y participación, sino también en el equilibrio de los tres poderes. Con 83 años y preocupado por su legado para las generaciones futuras, Thomas Jefferson aún fue lo suficientemente joven como para escribirle a Madison: “Ha sido un gran consuelo para mí saber que estás comprometido en reivindicar para la posteridad […] en toda su pureza las bendiciones del autogobierno, que también hemos contribuido a obtener para ellos”.
Doctora en Ciencias Políticas, licenciada en Filosofía