El legado de Fidel es el nacionalismo, no el comunismo
Antes que contra el capitalismo, Castro se alzó contra el intervencionismo de los Estados Unidos
LISBOA.- La revolución cubana tuvo tres éxitos y sufrió tres fracasos. Los éxitos: deporte, educación y salud. Los fracasos: desayuno, almuerzo y cena. El claroscuro se extiende a su líder, para algunos un héroe antiimperialista y para otros un dictador sanguinario. Sólo hay consenso en una cosa: sus discursos eran largos. Su vida también lo fue. Quizá su legado lo sea menos.
Fidel se propuso derrotar a los Estados Unidos. Para eso le alcanzaba con no ser derrotado: el empate es la victoria de los equipos chicos. Sobrevivió a once presidentes norteamericanos y consideró su misión cumplida cuando ganó Donald Trump, el candidato de Moscú. Como el Che, Fidel vivirá por siempre en las remeras. Cuestionar su simbolismo es fútil: desde una isla caribeña se convirtió en el latinoamericano más influyente del siglo XX. Analizar su testamento, en cambio, es pertinente. ¿Qué representa el régimen cubano y cuál es el futuro de la izquierda global?
El sociólogo Daniel Schteingart compartió en Twitter unos gráficos para ilustrar las dos caras de la revolución. En los aspectos redistributivos, Cuba sorprende por la positiva: su expectativa de vida es la más alta de América latina y superior a la de los Estados Unidos, mientras sus tasas de homicidios y mortalidad infantil son las más bajas -sí, contando también a los Estados Unidos-. Las tasas de escolarización y alfabetización son altas incluso en comparación con Europa del Sur, aunque ya lo eran antes de la revolución. El sistema de salud es universal y exportable: hay médicos cubanos trabajando en más de 60 países, incluyendo desarrollados como Portugal, ricos como Arabia Saudita y ex potencias como Brasil. La diplomacia médica constituye uno de los principales instrumentos de "poder blando" de la política exterior castrista. Que las tres áreas exitosas de la revolución sean intensivas en capital humano no le quita mérito. Al contrario, fue eficiente en desarrollar las ventajas comparativas. El socialismo cubano alcanzó un grado de especialización superior al capitalismo latinoamericano promedio.
En otros aspectos, los resultados son menos brillantes. Su PBI es inferior no sólo al de Puerto Rico, sino también al de la República Dominicana. La libertad es amplia para los que apoyan el régimen y para los disidentes que consiguen llegar a la otra orilla, pero limitada para el resto. La vida cotidiana es agradable por el clima y penosa por las efectividades conducentes: altos jerarcas del régimen reconocen, en privado, que contrabandean productos escasos y pagan coimas a "empresarios informales" para tener Internet en casa. Pero ¿habrá alguna forma objetiva de evaluar el desempeño del régimen?
Algunos argumentan que el éxito de un país se mide por la diferencia entre los que quieren salir y los que quieren entrar. Suena razonable. Así, la revolución cubana sería un fracaso porque, para una población residente de once millones, hay un millón cien mil nacidos en Cuba que viven en Estados Unidos: el 10%. Pero México tiene 120 millones de habitantes en su territorio y 12 millones residiendo en el vecino del Norte: el mismo 10%. Puede aducirse que Cuba tiene más barreras de salida, pero México tiene más barreras de entrada en los Estados Unidos. En definitiva, si se usa el criterio de los saldos migratorios para condenar el socialismo, hay que dejar lugar en la celda para el capitalismo.
El comunismo, sin embargo, no es el rasgo más relevante de Fidel ni del régimen que fundó. Por encima se encuentra el nacionalismo. Antes que contra el capitalismo, los barbudos se alzaron contra el intervencionismo estadounidense, que consideraban responsable de las injusticias continentales. Pero el discurso latinoamericanista disimulaba mal la supremacía del interés nacional por sobre el internacionalismo de clase. Cuba, aunque impulsó la guerrilla en la Argentina y otros países desde los años 60, nunca alzó su voz contra la dictadura de Videla. Al contrario, Fidel se cansó de tejer acuerdos diplomáticos con los militares. En la ONU, Cuba y la Argentina se votaban recíprocamente los candidatos para cargos internacionales. Por detrás de esta connivencia asomaba el interés de la Unión Soviética, que tenía en Buenos Aires un importante socio comercial. Al trocar a Washington por Moscú, Cuba cambió de sol sin dejar de ser satélite. Como el nacionalismo latinoamericano se construyó por oposición a Estados Unidos, sin embargo, al amo distante podía disfrazárselo de aliado.
La subordinación de la ideología socialista al interés nacional se plasmó en el refugio que Cuba le otorgó al español Ramón Mercader, asesino de León Trotsky. Condecorado como héroe por la Unión Soviética, Mercader eligió la isla para pasar sus últimos años. Castro acogió así la tesis de Stalin del socialismo en un solo país, con acento en "país" antes que en "socialismo". Los valores personales de Fidel eran tradicionales: mujeriego, patriarcal, homofóbico. En este aspecto acompañó a su tiempo: también en los Estados Unidos y Gran Bretaña gobernaban hombres blancos y se perseguía a los homosexuales. El mayor mérito del comandante se ubicó enfrente: nada hizo más grande a Fidel, dice el politólogo cubano Arturo López Levy, que el poder y la rabia de sus enemigos.
Hoy, dos tendencias asoman en un mundo que se desmorona: el nacionalismo estatal y la sociedad del conocimiento. La Cuba que legó Fidel mira al Estado en la dirección del tránsito y a la sociedad a contramano. Pero esto podría invertirse muy rápido. La principal amenaza que afronta la isla no es el cambio de régimen, sino el colapso del Estado. Un sistema basado en el espionaje y la delación se sostiene mediante el poder centralizado. Irak y Libia son ejemplos de lo que pasa cuando se descabeza un Estado despótico, sin bases infraestructurales. Obama quiso evitar la pesadilla de miles de balseros buscando refugio en Miami y fomentó una transición gradual. La brutalidad de Trump tiende a reanimar la pesadilla.
El caso cubano alerta sobre la esterilidad de discutir el populismo, que no es más que un estilo. Importa más el contenido de las políticas, que por todos lados se tiñe de nacionalismo. Fidel fue más llorado en Moscú, Venezuela y Teherán que en Ottawa, Santiago o Estocolmo: los Estados nacionalistas lo celebraban, las democracias liberales le desconfiaban.
La muerte de Fidel no desnuda los problemas de la izquierda, sino del internacionalismo. El "proletarios del mundo, uníos" ya no resuena en Occidente. Trabajadores y clases medias de cada país se alían contra elites y trabajadores inmigrantes. Trump y Le Pen son xenófobos, pero no patricios: prometen muros y redistribución. Socialismo nacional. No es la primera vez en la historia que se produce esta combinación. La novedad sería que terminara bien.
El mundo que Occidente creó combina envejecimiento demográfico con bajo crecimiento económico y alta concentración de la riqueza. La izquierda reacciona ante la desigualdad, pero no sabe resolverla en sociedades geriátricas y estancadas. La derecha, tampoco, pero su respuesta identitaria ofrece refugio a falta de soluciones.
La era de los dinosaurios está retornando. Al final, Fidel se fue antes de tiempo.
Politólogo, Universidad de Lisboa