El largo regreso de las luciérnagas
Cuando tenía unos pocos meses de vida, mis padres reunieron todos sus ahorros, sacaron un préstamo, vendieron algunas pertenencias y se compraron una casita de ladrillos con un enorme ventanal, en Longchamps, provincia de Buenos Aires. Hoy la localidad ha sido engullida por el conurbano, pero medio siglo atrás la casita estaba rodeada sólo por árboles, campo y unos pocos vecinos dispersos.
Para mis padres la decisión estuvo lejos de toda vocación pastoril. Fue más bien lo único que pudieron pagar para poder independizarse. Pero había otros costos. Papá debía manejar a diario 70 kilómetros en moto para ir a trabajar. Luego se compró un ratón Heinkel, que era poco más que eso, pero con techo. Para mi madre, la situación resultaba aún peor: detestaba el barro, no teníamos teléfono y el mercado estaba a 3 kilómetros, que recorría en su bicicleta inglesa con frenos de varilla y canasta de mimbre, donde, para mi deleite, me alojaba cada vez que salía de compras.
Desde mi punto de vista, en cambio, fue como crecer en el paraíso. Aprendí a caminar en el césped, oí la populosa voz de los álamos antes de aprender a hablar, y ese trasfondo insondable que se teje en los años fundacionales de la vida se llenó de zorzales, calandrias, torcazas y benteveos.
Había en el huerto un limonero y un ciruelo, al que me trepaba en verano para comer la fruta recostado sobre una rama, indolente, hasta hartarme. Mi amor por los árboles nació entonces y se volvió eterno. Teníamos gallinas ponedoras y un número de gatos y perros. Uno de ellos, retacón, pero dominante, solía escaparse para salir de parranda. Volvía al día siguiente con feas heridas de batalla y expresión triunfante.
Esos primeros años de mi vida siguen siendo en mi memoria como un sueño fascinante y perfecto. Exploraba la naturaleza cada día, descubría la trabajosa jornada de las hormigas, los gestos solemnes del tatadiós, las inmensas bandadas de libélulas antes de la lluvia, el persistente llamado de los grillos y, sobre todo, la danza hipnótica de las luciérnagas. Me pasaba todos los crepúsculos, a partir de octubre, observando ese mar de luces que flotaba sobre el campo. Supongo que ofrecía un espectáculo raro. Un niño de 3 años parado en la galería mirando hacia la noche en silencio.
Como era de esperarse, hubo también algunos contratiempos. Un día, por ejemplo, me caí en un hormiguero y volví a la casa cubierto de cientos de bichos desorientados que, por mi inagotable fortuna o porque no atinaron ni a defenderse, nunca me picaron. Mi madre me puso bajo la bomba del pozo y el agua helada me liberó de tan enojoso ropaje. Soñé con hormigas durante 12 meses.
En otra ocasión, regresábamos de no sé donde, a pie por la calle de tierra, cuando un enorme pastor alemán salió corriendo de una casa y me derribó. Caí boca abajo y –contaría luego mi madre– el animal me lanzó al cuello su boca enfurecida de dientes. De pronto, se detuvo. Su olfato, ese olfato imposible de los canes, le informó que yo no sentía miedo. Más aún, me reía a carcajadas. Lógico. Estaba acostumbrado a jugar y revolcarme con mis perros y, además, sus bigotes me hacían cosquillas. Desconcertado, empezó a lamerme. Eso me divirtió todavía más. Su humor mutó, se puso a mover la cola y por fin atendió los llamados desesperados de su dueña. Otra habría sido la historia si hubiera caído boca arriba. Así es la vida a veces. Cara o ceca.
La llegada de mi hermano Mariano fue una bendición. Tendría pronto un compañero de andanzas, no siempre saludables. Mi padre desarmaba su Heinkel una vez al mes para mantenerlo a punto, y colocaba el único asiento del coche en el living, apoyado contra el gran ventanal. Un día estábamos los dos hamacándonos en la butaca, cuando el vaivén se nos fue de las manos, el asiento volcó hacia atrás, destrozó el ventanal y terminó en la galería. Yo logré saltar a tiempo. Pero Mariano, no. Al ver el desastre, mi pobre madre esperaba lo peor. Pero mi hermano, rodeado de vidrios, no había sufrido ni un rasguño. Se dijo desde entonces que tenía un Dios aparte. Doy fe.
Me expulsaron de ese paraíso a los 6 años para mandarme a la escuela, y regresamos a la gran ciudad, donde viviría las siguientes 5 décadas.
El año pasado me fui a vivir a una casita rodeada de árboles y pájaros. Aunque deseaba ese cambio, me preocupaba mucho extrañar mi barrio, mi antigua morada, mis viejos conocidos. Pero el 16 de octubre de 2015, tras una mudanza épica, me senté en la galería de mi nueva casa al atardecer, para charlar y descansar. Entonces vi algo junto al sauce. Unas luces que bailaban en la oscuridad. Eran mis luciérnagas. Descubrí así que no me había ido de mi barrio. Había vuelto.