El largo camino de la desmodernización de la Argentina
Puede parecer paradójico que, tratándose del rasgo que por antonomasia define a nuestro tiempo, el concepto de modernidad siga resultando tan inasible e impreciso, y que cada vez parezca adoptar el sentido que le otorga quien lo utiliza. Más allá de sus definiciones, lo cierto es que las sociedades que se han propuesto ser modernas lo han hecho atendiendo simultáneamente tres esferas: la económica, propiciando un cierto estilo de desarrollo cada vez más alejado de las actividades primarias; la cultural, que promueve determinadas formas de sociabilidad, caracterizadas por la disolución de las jerarquía sociales rígidas y de sistemas de creencias establecidos por el nacimiento; y, por último, una dimensión política, cuyo rasgo particular consiste en la "ciudadanización" de todos los miembros de la comunidad. Brevemente: producir prosperidad, conferir autonomía y movilidad social a los individuos, universalizar los derechos.
La sociedad argentina aspiró durante cierto tiempo a cumplir con ese propósito. Hasta mediados de los años 60 se desarrollaron unas clases medias dinámicas, abiertas al mundo e innovadoras, en un país en el que el proceso de sustitución de importaciones había producido una trama industrial y acelerado la urbanización y la integración social, a la vez que articulaba algunos rasgos propios de la modernidad como la racionalización de lo público y de lo privado, mientras que la integración de los sectores populares y el voto femenino extendían ampliamente la ciudadanía. Aunque sin duda se trataba, como señaló Oscar Terán, de "un país más moderno que desarrollado", aquella Argentina estaba a la vez abriéndose al futuro y diferenciándose de su pasado, dos gestos fundantes para la construcción de un "proyecto moderno".
El golpe de Estado de 1966 marca un punto de inflexión y el inicio de la consecuente reversión de ese proceso modernizador. Conducido por esas franjas tradicionalistas de la cultura argentina cuya "sensibilidad integrista -en palabras de Terán- verá amenazados los bastiones del orden cuando sus propios valores nacionalistas, espiritualistas y familiaristas se vean presuntamente carcomidos", los sectores más retrógrados de la sociedad decidieron poner fin a una marcha cuyos contenidos de liberalización de las costumbres, innovación de los lenguajes estéticos e igualación de las relaciones sociales fue por ellos percibido como la antesala de un proceso revolucionario destinado a subvertir el orden completo de la sociedad.
Desde entonces, nuestro país prácticamente abandonó esa vocación y dio inicio a un proceso de desmodernización que se ha ido cumpliendo progresivamente en las tres esferas antes mencionadas: desmodernización de la estructura económica, a causa de la continuada reprimarización sufrida durante los últimos cuarenta años, con un creciente predominio de la economía extractiva basada en recursos naturales, acompañada de la consolidación de una industria conducida por buscadores de rentas expertos en gestionar y obtener protecciones estatales o directamente contratos públicos, alejada cada vez más de la dinámica innovadora y competitiva del capitalismo avanzado y, mucho más, del tardocapitalismo tecnológico. Una estructura económica que puede eventualmente producir crecimiento, pero que, utilizando una distinción introducida por Julio Olivera, no produce desarrollo.
Segunda esfera: la de las formas de sociabilidad, que, en la Argentina, se distinguieron de las latinoamericanas por sus rasgos igualitaristas y por su alta movilidad social, y desde la dictadura, pero más acusadamente desde los años noventa, no solo ha perdido dinamismo sino que ha invertido el sentido del progreso: si en una época la mayor parte de la sociedad argentina tenía la certeza de que sus hijos vivirían mejor, hoy resulta evidente que, con la excepción de los estratos más altos, las condiciones de vida del conjunto de la población se han deteriorado en relación con las de generaciones anteriores, y se seguirán deteriorando en el futuro. Cada vez más, el destino de las personas depende principalmente, como en las sociedades tradicionales, del lugar social en el que han nacido, y no de sus capacidades y propósitos.
Por último, la creación de ciudadanía, la aspiración de universalizar los derechos civiles por medio de la incorporación de todos los miembros de la sociedad a la comunidad política, que comenzó a revertirse al ritmo de la creación de una pobreza cuya magnitud y duración es una clara detracción de derechos para quienes son excluidos y que alcanzan, ya, a uno de cada tres compatriotas. No hay ejercicio posible de la ciudadanía en la marginación material y simbólica.
El regreso a una economía extractiva y rentística, la jerarquización y estratificación de las relaciones sociales y la privación de ciudadanía solo pueden revertirse a través de un proceso sostenido de reformas. Pero no de "reformas estructurales", en el sentido de hacer las reformas que permitan cambiar una estructura por otra. Se trata más bien de que el rasgo principal de los actores poderosos deje de ser su capacidad de bloquear las transformaciones y que se dediquen a impulsarlas de un modo constante: la Argentina no necesita "algunas" reformas, por importantes que sean, sino volver a ser una sociedad reformista. Hoy no lo es. Hasta los estudiantes y los trabajadores, que históricamente lideraron los procesos de cambio, han olvidado que mejores posibilidades para más personas surgen de la refutación de las presunciones y las condiciones corrientes, no de su defensa tenaz.
Mi generación heredó una ilusión: la de una sociedad igualitaria, abierta, próspera, orientada al futuro. Fuimos testigos -protagonistas- de un fracaso: las fuerzas que en un tiempo apuntaban a edificar un mundo homogéneo, un espacio público robusto, un ascensor social potente, se volvieron reaccionarias y conservadoras, arrojando frágiles fragmentos fracturados a los extremos innobles de la exclusión. El fracaso del gobierno de Cambiemos, más allá del resultado de las elecciones de este mes, obedece en buena medida a que interpretó la modernización solo en la dimensión económica: ni se preocupó por impulsar la ciudadanía ni por restituir la movilidad social; la coalición que más posibilidad tiene de gobernar los próximos años está fundamentalmente integrada por actores (gobernadores, intendentes, sindicalistas, empresarios prebendarios) que históricamente han sido conservadores y han bloqueado las transformaciones necesarias.
Parece difícil, una vez más, rehacer en la Argentina un proyecto moderno, un proyecto que incluya un estilo de desarrollo económico que produzca prosperidad, una sociabilidad igualitaria y una política en la que todos puedan ejercer plenos derechos de ciudadanía. La pregunta fundamental ya no es si ese proyecto podrá lograrse, sino si existe la voluntad de iniciar el camino. Entre el fracaso de unos y la historia de otros, los indicios no son alentadores.