El lado oculto de nuestras decisiones
¿Cómo nos explicamos a nosotros mismos las decisiones que tomamos? ¿Qué tan buenos somos para justificar nuestras opiniones o preferencias? Más concretamente, si nos cambiaran las respuestas en una encuesta y nos pidieran que justificáramos lo que no creemos, ¿lo haríamos? Muchas personas, sí.
En un grupo interdisciplinario de investigadores (que integramos junto con Andrés Rieznik, Mariano Sigman, Julieta Figini, Alan Friero y El Gato y la Caja, un proyecto independiente de investigación, comunicación y diseño), hicimos una encuesta, les cambiamos algunas respuestas a los entrevistados y luego se las mostramos. Lo que pasó es sorprendente e ilumina el modo en que funcionan algunos de nuestros procesos internos de toma de decisiones, que tienen además un vínculo directo con las preferencias políticas y las decisiones de voto.
Descubrimos que las personas rápidamente desconectan sus decisiones de sus intenciones originales; que pueden hacer propias las respuestas cambiadas y usarlas como anclas para construir nuevos argumentos que las justifican, aun cuando no se correspondan con sus primeros deseos.
El experimento se basó en la teoría de la “ceguera de la elección”, que sugiere que nuestras intuiciones sobre cuán consistentes somos con nuestras decisiones pueden no ser tan acertadas. En otras palabras, no somos tan buenos cuando apelamos a la introspección, es decir, cuando tenemos que conectar las decisiones que tomamos con aquellas razones que nos llevaron a hacerlo.
Esta teoría –que ya se había testeado para decisiones morales, financieras o productos de consumo– fue recientemente puesta a prueba en Suecia, aplicada a las decisiones políticas, con la intención de comprobar qué tan manipulables somos, en qué medida alguien nos puede “poner un libreto ajeno”. Concretamente se quería testear si reconocemos nuestras decisiones, si podemos ser engañados, si somos capaces de dar razones por decisiones que no tomamos y si todo este procedimiento nos puede llevar a cambiar nuestra decisión original.
El experimento sueco aparentaba ser una encuesta política en la que se preguntaba la intención de voto y el nivel de acuerdo con una serie de afirmaciones (como por ejemplo si el Estado debía ocuparse de los servicios públicos). Estas afirmaciones surgían de las plataformas de los dos principales partidos políticos que competían en las elecciones suecas en 2010. Algunas reflejaban la opinión de la derecha y otras las de la izquierda.
Mientras los entrevistados respondían, los entrevistadores en paralelo iban completando otro formulario, donde cambiaban algunas respuestas. Inadvertidamente la encuesta original era cambiada por la manipulada. A continuación, se le mostraban al entrevistado algunas de sus respuestas (cambiadas) y se le pedían razones por ellas. Al finalizar se les volvía a preguntar su intención de voto. Los resultados de este trabajo –publicados en la prestigiosa revista PLoS ONE y recogidos luego en Nature – fueron notables: la mayor parte de la gente no advirtió el engaño y algunos de manera explícita justificaron decisiones ajenas. Algunos indecisos al finalizar la encuesta tomaron partido por una coalición electoral y otros cambiaron su decisión de voto original.
En la Argentina
En 2015 replicamos el experimento en la Argentina. Adaptamos las afirmaciones sobre las que pedíamos opinión a nuestra realidad política. Se pidió a los entrevistados que manifestaran su nivel de acuerdo con afirmaciones que hablaban de la ley de medios, el Indec, los fondos buitre, el mantenimiento de los planes sociales, la obligación de las empresas de reinvertir en el país, el cepo cambiario, la relación con Irán, entre otras cuestiones, que en esos días eran además temas de campaña electoral. La división no era entre izquierda y derecha, sino entre oficialistas y opositores (Frente para la Victoria versus Cambiemos). La mitad de las afirmaciones reflejaba una posición y el resto, la otra.
La primera parte de la investigación de campo se hizo a través de una encuesta presencial, antes de la primera vuelta electoral de octubre de 2015. Luego, desarrollamos un formulario online, que gracias a la activa comunidad online de El Gato y la Caja, principal participante e impulsora del experimento, nos permitió llegar a unas 7000 personas, 3500 de las cuales completaron el experimento antes del ballotage entre Macri y Scioli. En ambas versiones, se pedía indicar el acuerdo o desacuerdo con ciertas afirmaciones; se cambiaban algunas respuestas o las afirmaciones de las preguntas; se pedía argumentar las opiniones que habían sido cambiadas y las originales, y se preguntaba si se quería modificar alguna de ellas.
Cerca de un 70% de los entrevistados fueron engañados, es decir, no detectaron el cambio en sus respuestas. Las mujeres demostraron ser menos susceptibles de ser engañadas que los varones. Sin embargo, partidarios de Macri y de Scioli mostraron respectivamente tener núcleos duros de temas en los que fueron poco susceptibles de ser engañados. Los primeros estaban más alertas cuando se trataba de “transparencia” o “corrupción”; los segundos respecto de políticas como la AUH o la ley de medios.
También nos preguntamos cuánto confiaban las personas en sus respuestas. Como puede ser esperable, cuanto más las personas confiaban en sus afirmaciones, menos susceptibles eran de ser engañadas. Pero, de manera más curiosa, descubrimos que un número pequeño, pero no desdeñable, de personas detectaron que su respuesta había sido manipulada pero no se animaron a dar el paso de desconocerla, y la sostuvieron como propia. A diferencia de la edición sueca, en la versión argentina ninguno de los entrevistados cambió su decisión de voto original luego de realizado el experimento.
Nuestros hallazgos, publicados aquí, abren nuevas preguntas. Las diferencias con el experimento original se pueden fundar en factores contextuales propios de la elección presidencial argentina, en la que, a diferencia del caso sueco, el ganador toma todo (su partido no tiene que negociar una alianza parlamentaria) en un contexto de alta polarización política. Pero a la vez interrogan el sentido que damos al proceso de toma de decisiones. ¿Será correcto asumir que las primeras decisiones son las definitivas y los cambios productos de una manipulación o sucederá que en realidad vamos cambiando sobre la marcha porque así funciona el proceso de reflexión?
En términos políticos, los hallazgos también abren líneas de análisis. En democracia las personas eligen a los que mejor reflejan sus preferencias. Hay dos supuestos implícitos en este mecanismo democrático: las personas conocen sus deseos, intereses y valores, y pueden estimar cuál de las alternativas partidarias es la que mejor podría satisfacerlos. Cuando los votantes pueden interpretar la política en el marco de una ideología o eje abarcativo que se corresponde con el discurso de las elites políticas, se dice que tienen “sofisticación política”. Sin embargo, investigaciones como las nuestras muestran que, en realidad, podemos no ser tan consistentes ni sofisticados.
Las personas fueron engañadas, pero no en todas las preguntas, y ninguna cambió su intención de voto original. Estos resultados están en línea con investigaciones previas que sugieren que, frente a los hechos políticos, estamos particularmente alertas a los que contradicen el núcleo central de nuestra posición (prueba de ello es que ningún kirchnerista fue engañado cuando se le cambió su respuesta respecto de la ley de medios, por ejemplo) y también podemos ser selectivos para atribuir responsabilidades. Es decir, podemos cambiar nuestras posiciones si pensamos que éstas contradicen las de nuestro partido de preferencia.
En contextos de polarización, entonces, muchas personas pierden consistencia en sus decisiones políticas, dejan de advertir engaños (en algunos temas no centrales a sus valores) y, a la vez, se vuelven mucho más firmes en sus intenciones de voto originales, poco proclives a cambiarlas, aún si advierten que sus opiniones pueden haber sido manipuladas.
La autora es politóloga de la Universidad de San Andrés