El lado oculto de las redes sociales
En tiempos de pandemia, las redes sociales siguen operando como una caja de resonancia empecinada en recrear las condiciones de la realidad, sin poder evitar algunas distorsiones: se consiguen amigos casi con más facilidad que en la vida real y se exhibe el entramado cotidiano de sus conexiones con una transparencia infrecuente. Sin embargo, las propias redes sociales virtuales son, en muchos casos, generadoras de nuevas realidades vinculares que, luego de haber incorporado y alterado comportamientos de la vida real, acaban por ser devueltas a la sociedad de carne y hueso para resignificar, a veces de una manera dramática, pautas de conducta, valores o estilos de relación.
También han servido para estimular modelos asociativos bajo el formato de una suerte de endogamia identitaria que, desde consignas dirigidas a dar forma a algún tipo de propuesta social o ideológica, suelen aglutinar a un primer anillo de adherentes a partir de la decisión de no admitir a participantes que no comulguen estrictamente con su ideario. Y no es infrecuente que terminen creciendo como movimiento pero, a menudo, desperdiciando la oportunidad de poder enriquecerse incorporando el debate inteligente y maduro con quienes, atraídos por objetivos comunes, se permiten disentir en algunos aspectos o pensarlos desde perspectivas alternativas. Se dedican, en cambio, a dogmatizar a sus miembros, a esterilizar cualquier posibilidad de duda y a abducirlos en pos de la porfiada defensa de sus intereses, apelando a la velocidad de propagación, aglutinamiento y poder de ataque que ofrecen ciertas redes sociales.
Es aquí donde puede advertirse que no por expandir los anillos de conexión planetaria vía Internet, pueden asegurarse consensos globales más civilizados. Al contrario: es también a partir de la tentación de las redes sociales, invitando a la réplica anónima (como pasa con los trolls, dedicados a provocar enfrentamientos online para denostar a otros o alterar el eje de una discusión), que esta multiplicación de tormentosas confrontaciones y agresiones descalificadoras entre quienes piensan diferente terminan, ya sin respeto por el otro, reformulando configuraciones de conducta entre individuos vivos -no ya virtuales- que apelan, sin embargo, al arsenal virtual, para saldar sus diferencias mediante tácticas hostiles. Como si descubrieran en ese espacio las condiciones más propicias de un ring de box, aunque contando con la ventaja de que las heridas infringidas, en principio, no habrán de manchar con sangre real a ninguno de los adversarios. Casi como si parte de la vida, para muchos individuos, comenzara a transcurrir en una suerte de “incubadora de comportamientos” y desplazando de la agenda, en idéntica proporción y peor aun en pandemia, las riquezas del tiempo históricamente compartido con el conjunto de relaciones que familia y amigos venían destinando –en vivo y en directo- a la construcción de universos de afecto, contención, crecimiento, educación, disfrute y realización personal.
El lado oculto de las redes sociales es, en rigor, el lado oculto de los seres humanos.
Ya en 2003 Linden Lab había creado Second Life, un juego diseñado por Philip Rosedale como metaverso -meta/universo-, una suerte de ciberespacio o metáfora del mundo real, donde los humanos interactúan sin padecer las consecuencias de errores o fracasos. El programa recibe a sus jugadores ofreciéndoles herramientas para modificar el mundo y reinventarse. Con lo que no sería absurdo pensar que se propone satisfacer a individuos necesitados de probar suerte de un modo más confortable y protegido –como sería el mundo virtual- para cobrarse facturas pendientes del mundo real o para ensayar vida soñada sin riesgos, siendo parte de un universo ilusorio.
Con estos antecedentes, no debería extrañar que ciertas redes, en tanto laboratorios de experimentación de modalidades de conexión interpersonal, contribuyan a descubrir grados de invulnerabilidad ante ciertas matrices de comportamiento confrontativo. Impunidades novedosas que, sin controles de calidad rigurosos, facilitan la exportación de conductas corrosivas al mundo tangible, alterando la confianza en las reglas de juego.
Es por esto que algunos episodios de la vida cotidiana de los últimos años podrían terminar explicándose como casos de transferencias desde las redes virtuales, actuando como incubadoras de comportamientos. Primero importados como materia prima desde la realidad y, luego de reformulados en un marco cuasi inmune, reexportados al espacio real desde esas usinas de conductas sociales alteradas. Es lo que puede observarse, por ejemplo, en algún debate televisivo, cuando se provocan deliberadamente estados de ánimo exaltados, apelando a la exasperación de antagonismos y a menudo sin otro fundamento que no sea la mera pertenencia a un grupo endogámico identitario necesitado de afirmarse en la propagación y defensa a ultranza de sus convicciones. Lo hacen descalificando y agrediendo a quienes piensen de un modo diferente, sin conceder espacios para escucharse en paz, disentir respetuosamente o colaborar en el diseño de respuestas comunes superadoras y, con frecuencia, convencidos de que identificar a un enemigo es la mejor estrategia para activar la autoestima endogámica y desalentar cualquier duda crítica entre sus propios miembros, cualquiera sea el tamaño de las evidencias que puedan llegar a amenazar la sustentabilidad de sus rasgos identitarios.
Son estos solo algunos de los subproductos de la social media impulsando –como fundamento de esta hipótesis de metamorfosis contemporánea de contenidos comunicacionales- “la devolución” de hábitos y comportamientos modificados del mundo virtual a la vida real, para hacerla, a veces, más primitiva o más irracional o más violenta, en la discusión y negociación de sus desacuerdos, que antes de que se conquistaran los indiscutibles avances de la revolución tecnológica informática. Pero, claro: el lado oculto de las redes sociales es, en rigor, el lado oculto de los seres humanos.
Por eso, recuperar la posibilidad de convivir civilizadamente con la resolución de los disensos que supone la vida en democracia, implica reaprender la virtud de escuchar y entender al otro, empáticamente, aceptándolo íntegramente, como un respetable y fraternal compañero del mismo equipo, que navega en el mismo barco, capaz de equivocarse como uno, pero también deseando el mejor resultado final y haciendo lo imposible para conciliar intereses desde un equilibrio que contribuya a que nos ayudemos con respuestas inteligentes y consensuadas con madurez estratégica para que, a despecho de los juegos perversos del poder, todos nos tengamos en cuenta en un futuro que no tiene por qué dejar a nadie afuera. A nadie. “Las relaciones humanas se ordenan desde la emoción y no desde la razón, aunque la razón dé forma al hacer que el emocionar decide”. Palabras del pensador chileno Humberto Maturana, para explicar por qué descubrió que el amor es el dominio de las acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en la convivencia con uno.
En tanto ciertas redes sociales sigan albergando sin control el campo de batalla exportador de conductas alteradas, estarán conspirando contra la posibilidad de recuperar la convivencia armónica de sus protagonistas y el genuino disfrute de sus experiencias virtuales. Es que cualquier sociedad que, en medio de tiempos tan estresantes, no logre mitigar el daño de contaminaciones tan emocionalmente perturbadoras o –peor aun- que sea víctima de su fatal coexistencia con enconos endémicos o desencuentros encarnados en ciegas y pertinaces pulseadas sectoriales tan absurdas como poco solidarias, el desafío histórico invitará a una reformulación rigurosa de estrategias. Especialmente las de quienes busquen ser elegidos –en cada espacio geográfico y político- no solo con el objeto de corregir estas distorsiones educando desde la ética y la ejemplaridad, sino también para representar con honestidad, los derechos y aspiraciones de la población a la que democráticamente les toque rendir cuentas, a partir de un liderazgo confiable y movilizador, pero siempre apoyado en el profesionalismo de su administración estratégica y, sobre todo, en una eficaz, tolerante y talentosa gestión de las emociones. Las propias y, fundamentalmente, las de los demás.
Consultor de Dirección y Planeamiento Estratégico