El laberinto del acuerdo
El autor del siguiente artículo es diputado nacional y candidato a renovar su banca en las próximas elecciones legislativas
¿Qué significa acordar? ¿Acaso incluye un borrón y cuenta nueva, luego de la tragedia que el país vive? En su raíz, significa “unir los corazones”: ¿qué otra cosa, antes que esa, necesita una nación desgarrada por su fracaso, herida en su autoestima?
La palabra acuerdo lleva su épica implícita en el esfuerzo que las partes deben hacer para alcanzarlo. Acordar (en teoría) cierra el tiempo de los desencuentros. El acuerdo es, con razón, deseado. Nos cuesta sobrellevar el esfuerzo que la grieta demanda. El desacuerdo nos erosiona. El plus de energía que nos daría el sosiego de un acuerdo puede ser lo que se necesite para la recuperación. Intentar desentrañar las dificultades, los costos y las posibilidades de un acuerdo político es imprescindible en la situación en que nos encontramos. ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto alcanzarlos?
Si bien se supone que acordar es una buena puerta de entrada a las soluciones, también puede ser un intento de no abordarlas. Se da por sentado, erróneamente, que las diferencias que se expresan en la vida pública argentina son antojadizas o están ancladas en el carácter beligerante de nuestros líderes. No es realista pensar que nuestros desacuerdos, tan dañinos, sean al mismo tiempo tan superficiales.
En la Argentina, como en toda sociedad compleja, hay diferencias políticas basadas en intereses diversos y en valores en pugna. La Argentina no tiene una grieta impostada. Nuestras diferencias son expresión de un pluralismo vital, del mismo modo que la incapacidad de encontrar acuerdos mínimos expresa, a su vez, una cultura política faccionalista y excluyente.
Lamentablemente, como país no compartimos un diagnóstico mayoritario sobre lo que nos sucede, sobre el destino de este y mucho menos sobre los medios para alcanzarlo, y las instituciones, en muchas materias, no han logrado sintetizar posiciones que permitan un mejor desempeño. Nuestra grieta tiene raíces históricas, responsabilidades extendidas y una multicausalidad laberíntica.
Apelar a la voluntad de acuerdo es esencial, renunciar a entender por qué llegamos hasta acá es irresponsable. Si el Gobierno no impulsa acuerdos mínimos (por ejemplo, sobre los modos de uso del espacio público), ¿cómo haría para acordar grandes objetivos? Si el Gobierno no cumple las leyes existentes (ni siquiera las sancionadas por unanimidad, como la ley de regularización de barrios populares), o las modifica antes de entrar en vigor (como la de economía del conocimiento): ¿en función de qué milagrosa circunstancia se enderezaría hacia un marco convivencial más amable?
Si no logramos poner arriba de la mesa el costo de nuestras decisiones públicas, reconocer los cambios de contexto para modificar nuestras regulaciones o sencillamente reconocer el proceso de descapitalización que padecemos, ¿cómo haremos para acordar una trabajosa reconstrucción?
No quiero descartar que, como sociedad, podamos hacer lo que nunca hicimos. Tal vez hoy, como en otros momentos de la historia, llegó el momento de un cambio profundo, con acuerdo o sin él. La dilatada extensión de la crisis, la exhibición obscena de imágenes que mostraron con claridad un doble estándar en la aplicación de las reglas y el zigzagueo constante en busca de mantener el poder como único plan del Poder Ejecutivo han ejercido un rol esclarecedor. El país transita un cambio por agotamiento. Es preferible aprender que acordar, cuando lo que se quiere a través de un acuerdo es construir un atajo.
El acuerdo que necesitamos debe ser partero de un tiempo distinto. Por eso sus insumos no pueden ser todos provenientes de la cultura política que nos trajo hasta aquí. Si bien no podemos (ninguna sociedad puede) deshacernos de nuestra historia, el acuerdo que la sociedad argentina necesita es para cambiar y no para sostener prácticas agotadas, o procrastinar reformas que deben ser llevadas adelante con decisión, criterio técnico y un horizonte que incluya perspectiva de futuro y que excluya la herencia simbólica del país irresponsable, mentiroso, confrontativo y superficial. Por eso mismo creo que, para llegar a un acuerdo (y no solo a una foto), hay un camino por recorrer que debe incluir responsabilidades asumidas, una auditoría cívica estricta y una pedagogía que nos ayude a no repetirnos. Construir el acuerdo sobre la base de las necesidades de gobernabilidad del sistema institucional sin considerar la agenda postergada de la sociedad es una tentación enorme y al mismo tiempo errada.
La agenda de temas es larguísima. Ahora bien, ¿qué hacemos con quienes un día firman como gobernadores un acuerdo fiscal y al año y medio votan como diputados su derogación? ¿Qué hacemos con quienes, como Sergio Massa, proponen poner presos a sus adversarios políticos en una campaña y se asocian a ellos en la siguiente? ¿Qué hacemos cuando el Presidente decide alterar las normas de reparto federal en 5 minutos en medio de una crisis sanitaria? ¿No es justo exigir moderación y sentido de la responsabilidad? ¿Acaso no es esa carencia lo que nos ha estancado en esta situación tan dolorosa?
Evaluar la posibilidad de un acuerdo es evaluar tres aspectos: el contexto, el contenido y los suscriptores. El contexto es paradojal: como en otras cosas, la Argentina quiere un chancho gordo que pese poco. En este caso, sería un acuerdo que no nos obligue al enorme esfuerzo que significa cambiar. El acuerdismo no puede eludir la verdad de las cosas. La Argentina está mal y salir no solo requiere sentarnos a una mesa y tomar café. Hasta que no se haga explícito el compromiso con el mandato constitucional (que en definitiva es el acuerdo que tenemos vigente) con un Estado de calidad, con prácticas de austeridad púbica estricta y en contra de esta especie de “moral de Estado” que se ha pretendido instalar, el acuerdo aparece como desapegado del rol constructor de un nuevo tiempo político, que es lo que esperamos de aquel.
Sobre el contenido: un nuevo momento debería portar una nueva agenda. En pleno siglo XXI, no tiene sentido hacer un acuerdo de Estado sin un capítulo territorial, ambiental, tecnológico e internacional. Respecto de los suscriptores, un acuerdo no limpia el pasado de nadie, pero puede ser la oportunidad de todos. Los suscriptores de un acuerdo de Estado los elige la sociedad. El 14 de noviembre se definen los criterios con los que la sociedad juzga quiénes deberían ser parte y quiénes no de una conversación tan necesaria como comprometedora. La grandeza de intentar hacer algo distinto no es un gesto, sino una tarea. Para poder creer en un acuerdo posible deberíamos ver señales que expandan la confianza en quienes ofrecen esa salida. Señales ausentes hasta hoy.
La impunidad, la tolerancia cómplice, la palabra devaluada o el desapego por el futuro dinamitan todo acuerdo posible. El trabajo silencioso en defensa de la convivencia, el pluralismo y el cuidado de los recursos públicos cimentan la posibilidad de un diálogo. En ausencia de estos principios, el único acuerdo posible es representar cabalmente el cambio que la sociedad reclama.