El laberinto de la pandemia
El fastidio que me producen fallas tecnológicas y trámites burocráticos debe ser una de mis falencias más notorias. Basta con que no me responda al primer click uno de esos equipos que usamos para hacer las múltiples tareas que nos ocupan cada jornada (como calentar un café con el microondas, imprimir un documento, o, desde ahora, encender la calefacción), para que me quede mirando la botonera del aparato con incredulidad y caiga presa de la desesperación.
Y lo mismo cuando tengo que afrontar enrevesados trámites administrativos: me siento como Teseo en el laberinto del Minotauro. Pero aunque nunca tuve un emprendimiento comercial, intuyo que no debe haber actividad más exasperante que el balance anual. Hacer que las cifras cuadren con cada recibo intrascendente en los pequeños rectángulos del Excel… ¡Qué tortura!
Sin embargo, hay que reconocer que a veces poner el “debe” y el “haber” en la balanza ayuda a observar las cosas con mayor claridad. Solemos lanzarnos a esta tarea al cerrar una etapa, cuando cambiamos de trabajo o de pareja, cuando los hijos se van de casa y, por supuesto, al acercarnos a los últimos años de la vida, una circunstancia que nos vuelve especialmente implacables con nosotros mismos. También es útil para no repetir los mismos errores una y otra vez. Y como esta no será la última pandemia con la que tendremos que lidiar, son muchos los que están tratando de analizar qué se hizo bien y qué, mal a lo largo del último año.
Uno de ellos es el joven ingeniero convertido en referente Tomás Pueyo, cuyas propuestas para controlar la pandemia se tradujeron a decenas de idiomas. Identificado por sus estrategias de “el martillo y la danza” (en alusión a la alternancia de restricciones estrictas y leves para evitar la transmisión del virus) y “del queso suizo” (que recomienda usar diferentes tácticas en simultáneo), acaba de publicar un artículo en el que reflexiona sobre porqué la mayoría de los países de Occidente fallaron en contener los brotes. Por ejemplo, porque no lograron cooperación para hacer rastreo exhaustivo de contactos; a los viajeros solo se les pidieron tests con resultado negativo de Covid realizados 72 hs antes de llegar a un país, lo que dejó una ventana muy amplia para contagiarse y transmitir el virus; o no dispusieron instalaciones adecuadas para el aislamiento.
Particularmente interesante es la parte en la que hace un punteo de todo lo que se sabía, pero no se tradujo en medidas concretas. “Ya a comienzos de marzo de 2020 –escribe–, entendíamos que el crecimiento de los casos era exponencial, que la mayoría de las infecciones se nos escapaban, que el Covid era diez veces peor que la gripe; que golpeaba a los mayores mucho más que a los jóvenes; que alrededor del 20% de los casos serían graves, el 5% críticos y el 2,5% requerirían respiradores y otros recursos asistenciales; que actuar rápido podía reducir las muertes 10 veces; que apurarse a relajar las medidas provocaría una segunda ola y que una gran cantidad de las infecciones ocurrían antes de que las personas desarrollaran síntomas”.
Y prosigue: “Sabíamos que las mascarillas funcionaban; que restringir actividades nos daría tiempo para desarrollar tests, proveer respiradores y equipos de protección personal, e incluso descubrir tratamientos; que si dejábamos que el virus se difundiera, probablemente aparecerían nuevas variantes; que los brotes en poblaciones de baja densidad eran más fáciles de controlar; que había que evitar encuentros con muchas personas para prevenir eventos de supercontagio y que tomar la temperatura no era muy útil”.
Seguramente, cada uno tiene su propia lista. Lo que resulta indudable es que mucho de todo esto no se comunicó bien y otro tanto no se usó para diseñar planes conducentes. Pero estamos a tiempo de tomar nota, porque esta película todavía no llegó al final.