El kirchnerismo es también la autobiografía de una nación
El verdadero cambio es cultural: si pulverizamos esa sensibilidad que nos lleva a aplaudir y erigir en héroes a tramposos y vividores, la mitad de la batalla estará ganada
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En El conformista, la gran novela que Alberto Moravia publicó en 1951, hay que esperar hasta la página 206 para encontrar en toda su dimensión a un personaje importantísimo: el profesor Luca Quadri. Se trata de un antifascista italiano exiliado en Francia, al que el régimen de Benito Mussolini mandó matar por un comando de la policía secreta. Otro personaje, un viejo y conflictuado alumno de Quadri, Marcello Clerici, es usado como carnada para marcarles la víctima a los sicarios y conocer sus movimientos. A pesar de que entre la novela y la realidad median algunas diferencias, Quadri está inspirado en un intelectual decisivo de la época, Carlo Rosselli, discípulo lejano de John Stuart Mill y antecedente directo de Norberto Bobbio y toda una corriente de pensamiento: el liberalismo de izquierda. El filósofo norteamericano Michael Walzer lo llamó “el Camus italiano”.
Rosselli tenía apenas 22 años cuando Mussolini llegó al poder. Soñaba con una revolución liberal y popular, por lo cual se sumó a un partido socialista que buscaba desmarcarse del marxismo y nutrirse del liberalismo. Terció en diversos grupos de activistas que combatían el fascismo, lo que era una tarea particularmente peligrosa en medio de la feroz caza de brujas emprendida por la tiranía, que encarcelaba y asesinaba opositores. Giacomo Matteotti, que presidía el partido que integraba Rosselli, fue ultimado en 1924. Piero Gobetti, que había editado la más famosa versión italiana de On Liberty, de Stuart Mill, murió en Francia en 1926 como consecuencia de una paliza que le infligieron esbirros fascistas. La revista Quarto Stato, fundada por Rosselli, fue clausurada al mes de su aparición. La mayoría de los opositores fueron forzados a exiliarse, como ocurrió con Sandro Pertini y Filippo Turati. El propio Rosselli fue arrestado, condenado a cinco años de prisión –bajo esas acusaciones canallescas típicas de los dictadores populistas– y confinado en la isla de Lípari, de donde logró escaparse en 1929 mediante una fuga con ribetes cinematográficos.
Luego de pasar por Túnez, llegó a París, donde se plegó a un grupo de exiliados antifascistas y fundó el movimiento Giustizia e Libertà. A los 37 años la larga mano de Mussolini lo alcanzó en Bagnoles-de-l’Orne, donde había ido a realizarse un tratamiento: fue acuchillado junto a su hermano Nello en una ruta estrecha y solitaria de la campiña. Por suerte, ese lapso que estuvo en la prisión de Lípari lo empleó para escribir un libro que con el tiempo se convirtió en un clásico, Socialismo liberal, publicado en Francia en 1930. Postulaba en ese texto un liberalismo no conservador, que garantizara reglas de juego democráticas y permitiera la alternancia en el poder. Un pacto civilizatorio: soberanía popular, representación política, respeto de las minorías y reconocimiento de los derechos individuales.
Pero la argumentación más revulsiva de Rosselli consistía en que la emancipación de los trabajadores se conseguiría únicamente con el liberalismo. Los populismos, que en apariencia se reivindican como progresistas, son en rigor profundamente conservadores, en tanto trazan una división tajante en la sociedad, adjudicando discrecionalmente negocios a unos y limosnas a otros. Generan un sistema inmóvil, rígido: petrifican la pobreza. Los populismos son un gran engaño porque no ejercen representación política, sino representación de intereses particulares: el que vende vacunas, el que presta el servicio de luz, el que gestiona y administra las dádivas. La comunidad organizada podría verse también como la sistematización de las mafias. El liberalismo de izquierda, en cambio, parte de la base de que ninguna sociedad es estática y que los que hoy son pobres mañana pueden ser ricos. Por eso, añade a la libertad de mercado, indispensable para el desenvolvimiento del comercio, algún tipo de justicia distributiva que auspicie la movilidad social, de manera tal de otorgar un piso de dignidad que atenúe las desigualdades del punto de partida.
En la segunda mitad del siglo XX estas ideas adquirieron un desarrollo muy sofisticado en universidades norteamericanas. En Teoría de la justicia, John Rawls planteó un mínimo de bienestar ciego, acordado sin entrar a valorar los esfuerzos individuales. Poco después, Robert Nozik en Anarquía, Estado y utopía hizo cimbrar el igualitarismo rawlsiano con críticas agudas. Y por la misma época Ronald Dworkin en Virtud soberana introdujo el llamado igualitarismo de la suerte, una variante que intenta superar las críticas al distinguir entre quienes están menos favorecidos por una cuestión azarosa (ser un niño nacido en una familia sin recursos para mandarlo a estudiar), que merecen la ayuda del Estado, y los que están en desventaja por tomar malas decisiones (haber desechado un trabajo para evitar levantarse temprano), que no la merecen.
Todas estas ricas polémicas respecto de cómo calibrar los gastos sociales, y dónde poner la línea de corte, son inimaginables en sistemas no liberales como el fascismo italiano o las autocracias populistas que hoy infectan el planeta. Las persecuciones de Mussolini a sus opositores funcionan como espejo de los encarcelamientos y destierros masivos en la dictadura matrimonial de Nicaragua; de la crisis humanitaria de toda una generación de venezolanos; o de los intentos de disciplinar la Justicia y la prensa en la Argentina de las últimas dos décadas, que alcanzaron su ominosa culminación en el crimen del fiscal Nisman, en carnicerías mediáticas contra todo género de disidencia y en la actual persecución, envileciendo la división de poderes, de los miembros de la Corte Suprema de Justicia.
Pero estos populismos autocráticos nunca podrían triunfar sin cierta complicidad de los ciudadanos. Así como el fascismo fue la autobiografía psicológica de Italia, que renunció a la lucha política y se rindió al fetichismo de un líder mesiánico, también el kirchnerismo es, en gran medida, una autobiografía de nuestra nación. Más que quejarnos contra los políticos corruptos que, en connivencia con testaferros, vampirizaron la obra pública, se apropiaron de empresas, diseñaron medios de prensa serviles y fidelizaron el voto con sobornos y espejismos, deberíamos preguntarnos por qué votamos a semejantes tahúres. Rosselli inauguró en Italia esa autocrítica que, después de 1945, cobró gran espesor.
Podríamos aceptar que en 2003 los argentinos no tenían claro a quiénes votaban, pero ¿no lo sabían con total precisión en 2007, en 2011 y en 2019? Deberíamos repensar hasta qué punto ese voto no nos representa. ¿No buscamos durante años atajos institucionales con los golpes de Estado? ¿No profesamos una secreta admiración por el “chanta” que apunta todo su empeño en soluciones cosméticas y mágicas? ¿No está presente ese matiz en la festejada adjudicación de jubilaciones a quienes no aportaron, bajo triviales excusas de embusteros? ¿No está presente en la repartija de dinero a los piqueteros, con la contraprestación de ir a determinadas marchas, o participar de tareas –sin ningún derecho social– que descaradamente llaman “trabajo en la economía popular”? ¿No está presente en el empresariado prebendario que juega con las cartas marcadas en las licitaciones? ¿No nos simboliza con exactitud quirúrgica el gol con la mano de Maradona a los ingleses, al que calificamos de picardía criolla y no con su nombre preciso: estafa? ¿No han sido Isidoro Cañones, Avivato o Fallutelli personajes emblemáticos de nuestra impronta histórica como nación?
Luchar contra el populismo no significa solo llegar al poder para ordenar la macroeconomía, sino, más bien, combatir un cúmulo de tradiciones que anidan en nuestro imaginario colectivo, una mentalidad populista. El verdadero cambio, como sostenía Rosselli, es cultural: si pulverizamos esa sensibilidad que nos lleva a aplaudir y erigir en héroes a tramposos y vividores la mitad de la batalla estará ganada.