El kirchnerismo cava trincheras que en verdad son fosas
La estrategia de Cristina y sus seguidores produce efectos aislacionistas y resulta autodestructiva
La llamada grieta crece en vez de achicarse. ¿Por qué? Hay que entenderlo antes de juzgarlo. El problema, claro, se agrava con la derrota electoral a la que el kirchnerismo se encamina sin remedio, que tiene componentes para agitar los mayores temores: será la más directa e inapelable de las que vivió desde 2009, dado que esta vez se corporizará en Cristina, no se compensará en casi ningún lugar del país y los dejará casi sin recursos institucionales relevantes. Todo el imperio de poder levantado por Néstor desde 2003 terminará de colapsar sobre las cabezas de sus albaceas, que no mostraron saber mucho de administración de herencias, y de sus entusiastas seguidores, cuanto más tardíos, más fanáticos.
Más allá de esta circunstancia electoral, la razón esencial del desconcierto y la desesperación es espiritual e histórica: por tercera vez, creyeron tocar el cielo con las manos, y por tercera vez, el cielo de pronto se abrió al abismo.
La primera fue al concluir la década fundacional del peronismo; la segunda, a continuación de la "primavera de los pueblos" del 68-73. Los entonces jóvenes cultores de la tradición nacional populista y sus continuadores ven ahora, con similar impotencia que al final de esos ciclos, que todo lo que construyeron y por lo que pelearon se descompone a su alrededor. El mundo que creyeron marchaba al son de sus ideas de pronto se evapora y no saben qué va a ser de sus vidas. No es fácil procesar semejante duelo.
Es difícil soportar un país que alimenta ilusiones tan excesivas. Resulta casi inevitable, después, tener que convivir con dosis muy altas de frustración y resentimiento. Sería bueno que otros grupos culturales lo tengan presente, porque el nacional populismo está lejos de ser la única tradición que ha vivido tantos y tan abruptos altibajos.
No sólo la tercera vez que les pasa, sino la peor. Y por esto puede temerse que sea "la vencida". No es para nada violenta, incomparable en ese terreno con las dos anteriores, en las que hubo golpes de Estado. Y es incuestionable en su legitimidad. De hecho, para casi todo el resto del mundo lo que ocurre ahora es más comparable a 1983 que a esos otros momentos de nuestra historia con que lo asocia el kirchnerismo: igual que entonces, ahora se fortalece la fe en el liberalismo político, el equilibrio de poderes se restablece y la moderación y el pluralismo se imponen como pauta dominante.
Se entiende que a los referentes de la cultura K les cueste aún más atravesar el mal momento: es difícil mantener la convicción de que trabajaron por algo con sentido, viendo que sin atropellos, sólo con los imaginariamente confabulados despidos de algunos periodistas militantes o el más que lógico reemplazo de unos cuantos militantes funcionarios, su mundo se viene abajo por su propio peso como un castillo de naipes.
En 1955 y 1976 al menos pudieron decir que era la violencia de los reaccionarios, los ricos y los imperialistas, carentes de buenos argumentos y más aún de derechos, lo que los dejaban a la intemperie. Eso les permitía colocarse en el rol de víctimas. Y los habilitaba a esperar que ese desequilibrio se corrigiera y volviera a "darse vuelta la tortilla", como se solía decir. Además les permitía contraponer la política de masas a la institucional: "el pueblo contra el régimen", en la misma clave populista que tanto rédito les había dado en el pasado a radicales, peronistas y políticos antisistema en general. Hacían de su debilidad una fuente de fortaleza.
Nada semejante puede funcionar hoy. Eso a esta altura debería estar recontraclaro. Por eso la estrategia de la resistencia es tan absurda y tiene efectos aislacionistas y autodestructivos sobre quienes la intentan. Pero a la vez parece ser irreemplazable: no hay alternativa porque la historia les pesa demasiado; romper con ella y con la lógica asociada implicaría a sus ojos romper con la propia identidad.
Arturo Bonín lo sintetizó días atrás con bellas palabras: "Si yo no puedo contarle a mi nieto quién soy y de dónde vengo, él no va a saber quién es y de dónde viene. La cultura consiste en eso: en poder transmitirles a las próximas generaciones quiénes somos. Yo siento que hoy eso está en riesgo". Muchos nietos dudarán de que sea completamente cierto que necesiten saber quién es su abuelo para saber quiénes son ellos. Bonín da por hecho que la función esencial de la cultura es transmitir identidad, una visión particularmente reaccionaria, premoderna casi de los procesos culturales, abiertos cada vez más a la innovación gracias precisamente a que relativizan las identidades. Para Bonín hay un hilo identitario que corre peligro, y toda una cultura está amenazada de muerte. Luis Longhi completa esta idea con una metáfora sobre la amenaza que sienten que tienen adelante: "Es como un gigante contra el que no podemos luchar porque somos como Sísifo, levantando la enorme roca en esa colina y se vuelve a caer, una y otra vez". ¿Será tan así? ¿Es tan macizo el poder de los dioses que amenazan el relato y la identidad K? ¿O en verdad ella es más débil de lo que parecía?
En cuanto el kirchnerismo deje de funcionar como una involuntaria máquina de embellecimiento de sus adversarios quedará a la vista que el liberalismo modernizador y meritocrático tiene bases bastante débiles entre nosotros. Y que el mundo nac & pop, que en el campo de la cultura siempre dispuso de recursos y espacios para influir, lo seguirá haciendo. Aunque Cristina caiga derrotada, Boudou y De Vido terminen presos y C5N se desprenda de algún otro de sus operadores disfrazados de periodistas.
Pero claro, las cosas no van a volver a ser como fueron. Lo cierto es que esta vez puede que el populismo radicalizado quede de capa caída por un buen tiempo, cuestionado en sus pretensiones de legitimidad de cara a buena parte de la sociedad.
Abusaron demasiado del poder. Se creyeron en serio que ejercerían por largo tiempo un pleno dominio. Y sobre todo se empobrecieron en su visión del mundo y de los problemas de su entorno social, político y también cultural. En ese aspecto no hay duda de que el peor enemigo que enfrentaron y siguen enfrentando son ellos mismos.
Por otra parte, no creo que el populismo sea de por sí un obstáculo para el progreso, la libertad individual ni tampoco para la salud de la república como para celebrar tanta desesperación y ayudarlos a cavar.
Siempre que escucho argumentar sobre los supuestos males que nos habría traído ser un "país populista" recuerdo la anécdota del mal momento vivido por Peña Nieto frente a Obama hace unos años. En un encuentro del Nafta, el presidente mexicano, buscando agradar a sus pares del Norte, se puso a despotricar contra los populismos latinoamericanos, hasta que el norteamericano lo interrumpió: "Yo me considero populista, no tengo ningún problema con que me identifiquen como tal". En ciertas dosis, el populismo, como tantas otras cosas, suele ser benéfico, una fuerza innovadora; es en dosis excesivas que puede volverse destructivo.
A los kirchneristas con ideas tal vez les alcance con aprender del módico populismo que practican tantos intelectuales y políticos norteamericanos y con revisar la dosis que han estado tomando de su medicina favorita. Así empezarían a transitar con más salud y mejor fortuna la etapa que se abre.