El jardín de las delicias, reflexiones sobre un diluvio redivivo
Carta abierta a un católico liberal ilustrado
Una y otra vez, la crisis del coronavirus me hace recordar nuestra conversación en La Biela de fines de enero… de hace apenas dos meses, cuando pronosticar lo que hoy vivimos hubiera sido mala ciencia ficción. Entonces preguntamos: la Creación… ¿es teocéntrica o antropocéntrica? Y la religión verdadera… ¿ha de ser teocéntrica o antropocéntrica? Dejo abierta la pregunta, ya que la respuesta no es obvia.
Mi maestro Yeshayahu Leibowitz nos diría que el cristianismo es una religión en la que prevalece una concepción antropocéntrica: Dios sacrifica a su Hijo en beneficio del hombre. En cambio, el judaísmo es principalmente teocéntrico. Su símbolo máximo no es la Cruz sino la akeida, el momento sublime en que, según la Escritura, Abraham está dispuesto a sacrificar a su hijo porque la inescrutable voluntad divina se lo exige.
Por otra parte, la Creación material, el Cosmos, es otra cara de la Revelación, todo un complemento de la Palabra de Dios. Si la examinamos comprobaremos que, desde la sensibilidad humana, el orden natural creado por Yahvé es cruel en medida suma. En él, el pez grande se come al chico. La cadena alimenticia, sin la cual no podría existir la vida tal como la creara Dios, es atrozmente violenta. El gusano se desgañita cuando es comido por el gorrión y el gorrión agoniza al ser devorado por el aguilucho.
Si Dios existe, si es el Creador del Universo, entonces su voluntad es incomprensible para los hombres. Siendo Todopoderoso, pudo haber creado un Cosmos más amable para sus criaturas, pero no lo hizo. Ergo, lo que es bueno para la Razón Divina a veces está contrapuesto a lo que es bueno para la razón humana.
Por esto, me parece claro que a Dios las vidas individuales no le importan demasiado. En el mejor de los casos le importa la vida que Él creó, pero los individuos se sacrifican según el natural orden de las cosas. No tiene sentido decir "Dios es bueno" a no ser que comprendamos que con esto queremos decir que es teocéntricamente bueno, y que la comprensión de esa bondad está más allá de toda posibilidad humana. Para Dios es bueno que Abraham sacrifique a Isaac, cuando así lo manda. Y con la misma lógica disparó un Diluvio Universal que lo convirtió en el primer genocida.
En este marzo de 2020 el Señor nos envió una plaga sin precedentes que afecta al planeta entero y que en tres semanas ha cambiado los estilos de vida de ricos y pobres. Con pocas excepciones, el desplazamiento de los ciudadanos está prohibido. Para evitar el contagio, el contacto humano se limita a los miembros de un hogar y a los vendedores que proveen productos esenciales. Las fantasmales calles están semi desiertas. Toda la economía dedicada al consumo está hecha añicos: comercio, industria, transporte de larga y mediana distancia; todo está bloqueado excepto la alimentación, la medicina y la generación de energía.
Comerciante que no factura no cobra y eventualmente no come. Para los dependientes de negocios pequeños es todavía peor. ¿De qué vive hoy el camarero del café de la esquina? Para evitar que los sistemas de salud pública colapsen por la contaminación masiva, paramos al mundo y condenamos a millones a la pobreza extrema. LA NACION titula su primera plana anunciando: "abren negociación para evitar una ola de despidos y recortes salariales masivos." Y en lo que parece realismo mágico, al día siguiente el mismo titular informa que "el Gobierno prohibió por decreto los despidos…", esos que indefectiblemente llegarán cuando las empresas colapsen.
¿Se justifica pagar estos costos sociales, que sacrificarán vidas, para evitar que el coronavirus se lleve otras vidas? Es una aritmética macabra: sumar o restar las vidas truncadas por la miseria, de las cobradas por el virus.
Si los hospitales, las salas de terapia intensiva y los respiradores artificiales pueden agotarse, claro está, es porque en este mundo de deslumbrantes riquezas ninguna sociedad le ha dado prioridad a la salud pública. Dada la creciente concentración del ingreso, la lógica del mercado incita a invertir más en cruceros de lujo que en la salud de los pobres.
Por ahora, a Dios gracias, no hay cruceros. Pero si la Humanidad supera la crisis, regresará a lo mismo. Será una catástrofe moral y una oportunidad perdida de dimensiones bíblicas. Mejor es permanecer meses y años en la incertidumbre sobre la preservación de la especie. Que mueran más y más. Que la gente se estremezca de miedo como los hombrecitos del Bosco. Quizás así nazca un hombre nuevo.
Mientras dura la crisis, algunas pequeñeces humanas como el boato y el alarde de opulencia pierden todo su egoísta valor. ¿Frente a quién nos pavonearemos si estamos escondidos en nuestras casas, o deambulamos solitarios para comprar víveres en un almacén vecino? Da lo mismo poseer un yate que no tenerlo. Se nos brinda la oportunidad de adquirir sabiduría.
La pandemia nos mejora moralmente. La sección deportiva del periódico anuncia: "Cruje el fútbol: si el aislamiento global va más allá de mitad de año, hasta los clubes poderosos le temen a la quiebra". ¿Sugiere entonces que los "clubes" volverán a ser clubes? ¿Boca volverá a ser de la Boca, sin sponsors y sin participación en un desnaturalizado mercado de jugadores? ¡Pero qué fiesta!
Es una maravilla que toda la Humanidad comparta la misma aflicción. Así, la peste se convierte en una nueva Revelación. Aporta una espiritualidad potencial sin precedentes. Es como si Dios Padre nos hablara desde el Monte Sinaí.
Gracias al coronavirus, ha comenzado una nueva era. Es la primera vez en la historia mundial que el interés común de toda la especie se presenta tangible e incontrovertible. Si se profundiza, destruirá el poder de persuasión de las filosofías del egoísmo. ¡Y se lo deberemos al Ángel Exterminador!
Si no aprendemos, nos mereceremos la extinción. Dios sea loado, y también su Arcángel Virósico, que por mandato de Dios Padre quizá salve a la Humanidad de sí misma…
A estos pensamientos los he ido estrenando paulatinamente en Facebook, gran reservorio de las pequeñas ideas actuales. En verdad, tenemos suerte de que nos haya tocado vivir este episodio de la historia mundial.
Adonay nos habla. Un cínico que tuve como interlocutor me preguntó: "¿Y qué nos dice Dios? ¿Qué hay muchos viejos?". Respondí: "Nos sugiere mucho más. Una mutación venidera del virus puede llevarse a los chicos también.
El Altísimo susurra: "Habéis pecado. Vuestro pecado es la destrucción del Planeta. No merecéis la supervivencia. Antes de que destruyáis la naturaleza, Humanidad, serás tú la destruida. Esta vez, o quizá la próxima, puede no haber Arca de Noé.’"
Todo encaja. La noticia de que cuatro pasajeros ya murieron en un crucero que partió de Buenos Aires, y que no tiene dónde recalar, me recordó al Infierno de El jardín de las delicias. También a Wagner y su holandés errante. De repente, estos navíos surcan las aguas sin destino.
Así terminan las vidas de quienes parecían destinados al lujo permanente. El coronavirus nos ha democratizado. ¿Para qué sirve el dinero si no puedo viajar, ni comprar caviar, ni lucir refinadas prendas en la platea del Palacio Garnier? Ya no hay sastrerías. Nadie puede comprarse un traje.
La diferencia entre ricos y pobres se achata. En el orden socialista que asoma, es de clase alta quien puede pagarse un delivery, y es de clase baja quien acude al robo para comer.
Necesito cortarme el pelo. ¿Cuándo me cortaré el pelo? Menem viajaba con su peluquero a bordo del avión. Ahora mi peluquera está sin facturar. ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cuándo comenzarán los saqueos?
¿Y la rebelión fiscal? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que el campo, que produce alimentos para 400 millones de personas, se niegue a pagar los tributos necesarios para oblar los haberes de siete millones de jubilados? ¿Y entonces? ¿Represión y confiscación de los bienes del campo, inaugurando la dictadura de Fernández? ¿O soborno de las fuerzas armadas y de seguridad, para derrocar a Fernández e instaurar una dictadura del campo?
Cuando uno de estos desenlaces alternativos se concrete, ¿el dólar que la clase media argentina acumula seguirá teniendo algún valor interno? ¿Subsistirá el cambista callejero, el "arbolito", o estará preso? ¿Se confiscará el contenido de las cajas de seguridad? ¿Superaremos finalmente la dependencia ciudadana del dólar?
Y aunque estas posibilidades distópicas no se concreten, y después de la Peste el mundo regrese a su organización anterior, sin redimirse ni condenarse, ¿el contacto social no habrá cambiado para siempre? ¿La gente seguirá acudiendo masivamente a los estadios? ¿Los abrazos serán tan efusivos como antes? ¿El apretón de manos seguirá vigente? ¿Los brasileños se seguirán saludando con tres besitos y los franceses con dos? ¿O, por el contrario, el barbijo reemplazará a la corbata, convirtiéndose en parte esencial de todo atuendo, con variadas opciones de forma y color para la elegancia de la dama y el caballero?
Siempre lo debimos saber, pero no lo registramos. La muerte siempre democratizó. Ahora se globaliza y el mensaje es más claro. Pero ya en 1497 nuestro trovador, Juan del Encina, se rasgaba de vestiduras ante la injusticia de que la Muerte se hubiera llevado a señor tan excelso como el Príncipe Don Juan, hijo de los Reyes Católicos:
"¡Oh, muerte cruel, dolor miserable
no tienes vergüença ni tienes temor!
¿Por qué nos veniste llevar tal señor
tan presto tan moço de fama loable?
¡Oh, caso terrible, fortuna mudable,
que nunca sosiegas con passos dudosos,
muy más envidiosa con los poderosos,
en tal desventura no sé cómo hable!"
Nuestra Peste es el Diluvio Universal redivivo, capítulo 7 del Libro del Génesis, Biblia judeocristiana. Hoy su igualitaria sombra se pasea por Buenos Aires. Sea bienvenida.