El jardín de peronismos que se bifurcan
En 1941, Jorge Luis Borges escribió “El jardín de senderos que se bifurcan”. Se trata de un policial enigma cuyo protagonista, mientras es perseguido, intenta enviar un mensaje cifrado a sus jefes en Alemania. Para ello visita la casa de un tal Stephen Albert, con quien conversa sobre la idea de un libro infinito. Dice: “Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores”.
Esa obra caótica pensada por Borges parece un símbolo exacto de la relación interminable, con tiempos divergentes, convergentes y paralelos, entre el peronismo y cierto militarismo en la Argentina.
El momento inaugural los encontró en una completa simbiosis: 1943. El peronismo nace el 4 de junio de ese año, con un golpe de Estado promovido por el GOU, una logia militar en la que Perón tenía un gran predicamento. Desde su cargo inicial en el Ministerio de Guerra, inició el armado de una fuerza política y ejerció un dominio intelectual casi absoluto sobre el presidente Farrell, un hombre poco preparado, por lo que descargar responsabilidades en su subordinado le resultaba muy provechoso.
El segundo hito fue Juan Carlos Onganía, en 1966. Sabido es que el golpe a Illia estuvo precedido por huelgas de recolectores que dejaban las calles regadas de basura y por un extraño viaje de Isabel Perón, en 1965. Conspicuos sindicalistas del peronismo, como José Alonso, apoyaron la ruptura institucional, a punto tal que asistieron a la ceremonia de asunción del golpista, que se veía a sí mismo como un nuevo Perón.
El tercer momento fue 1983, con el pacto sindical-militar denunciado por Raúl Alfonsín, el cual se habría tramitado entre Lorenzo Miguel, líder peronista de la UOM, y Cristino Nicolaides, por el Ejército. Un intercambio recíprocamente beneficioso: gobernabilidad por impunidad.
La cuarta intersección es menos ostensible pero muy interesante: se trata del entrismo que ejecutó Álvaro Alsogaray (un economista ligado a las Fuerzas Armadas) como asesor de Menem, que casualmente indultó a los militares de la dictadura condenados por terrorismo de Estado. En el breve pasaje en el cual se operó esa intervención de Alsogaray se aplicó el Plan Bonex, que incautó depósitos bancarios, medida luego homologada en el “caso Peralta” por una Corte Suprema abusivamente ampliada. Como se advierte, el ensamble entre peronismo y militarismo liberal decantó en una doble y sinfónica disrupción, atropellando el derecho de propiedad, primero, y la división de poderes, después. De liberalismo, poco y nada.
Estamos en pleno desarrollo del quinto episodio. En un momento del primer debate presidencial, en Santiago del Estero, se produjo un hecho asombroso. Sergio Massa debía hacerle una pregunta a Milei, pero en lugar de eso le imploró que se disculpara con el Papa por haberle dicho que era “el maligno en la tierra”. Esto tiene varios filos. El primero es que Massa es muy mal visto por el Papa desde aquellos años en los que operó para que no llegara al pontificado, a punto tal que jamás lo recibió. Por otro lado, también llama la atención que haya recurrido a un ejemplo de hace varios años cuando Milei había repetido las críticas a Bergoglio hacía pocos días ante el periodista norteamericano Tucker Carlson. ¿Por qué acudir a algo viejo cuando tenía a mano algo nuevo? La incógnita se disipó con la respuesta: Milei respondió que esa afirmación era de un momento en el cual no era candidato, que ya había pedido disculpas (lo que luego se reveló falso) y que, en todo caso, volvía a rectificarse. Quedó bastante claro que todo esto fue menos parecido a una pregunta que a una teatralización, dándole pie a Milei para que se disculpara y generándose el propio Massa una purificación, un autoindulto. Otra vez el beneficio mutuo.
Como un guante manchado de sangre que cobra súbito valor después de un crimen, uno puede interpretar a la luz de este hecho una constelación de “coincidencias”. El apoyo de Luis Barrionuevo, epítome de la casta sindical peronista, organizándole una comida de recaudación de fondos y ofreciéndole un plantel para la fiscalización de las elecciones. Es un secreto a voces que las listas de LLA están llenas de candidatos massistas y casi todos los armados provinciales se hicieron sobre esa base. Se sabe también que fueron los peronistas quienes le cuidaron las boletas en las elecciones PASO. ¿Cómo se hizo conocido Milei? Como panelista en un medio cuyos propietarios tienen una muy fluida relación con Sergio Massa y con el empleador de Milei.
Todo demuestra que Milei ha pactado con el peronismo. A esto se suman el financiamiento de la campaña de Milei –como ha sostenido Carlos Maslatón–, que habría sido nutrido por el massismo, y el testimonio del publicista Ramiro Agulla, que, a pedido de Massa, le aportó a Milei en 2020 respaldos de distinto tipo. Se añade el escándalo que estalló en Tigre con la denuncia de un contubernio entre los operadores de LLA y Malena Galmarini, que terminó imponiendo como candidatos a intendente y primer concejal de Milei a dos dirigentes del Frente Renovador. Más aún: se sospecha que la propia Karina Milei mantuvo reuniones nada menos que con Martín Insaurralde –hoy opacado por las sospechas de corrupción– para consensuar las listas en Lomas de Zamora.
En la historia argentina opera atávicamente una fuerza política difusa y contradictoria, que suele juntar a militares, nacionalistas y liberales, que ha ido adoptando distintas caras y que siempre termina pactando con el peronismo. Hoy esa fuerza tiene la cara de Milei, que no por casualidad minimiza el terrorismo de Estado bajo el vocablo “excesos”, lleva de candidata a vice a una persona de estirpe militar y jamás critica ni a Massa ni al peronismo.
La clave consiste en que el peronismo, como el libro pensado en el cuento de Borges, se postuló como un movimiento de una infinita plasticidad: puede ser la encarnación del mito de la nación católica, como en el 43; nacionalista e intervencionista con Miguel Miranda; promercado con Alfredo Gómez Morales en el 52; anticlerical en el 55; de izquierda revolucionaria con el aristócrata John William Cooke; violento con los Montoneros en los 70; ultradirigista con José Ber Gelbard en el 73; esotérico y criminal con López Rega y la Triple A; socialcristiano con Antonio Cafiero en los 80; neoliberal con Menem en los 90, o corporativista y neomontonerista con los Kirchner. Cuando se agota una versión recurre a otra, sin ningún prurito moral. El problema es que ya hace unos años se le ven los hilos a la marioneta.
Daniel Scioli, Alberto Fernández y Sergio Massa son las últimas tentativas de sobrevida. Por eso Cristina Kirchner, de quien se puede decir cualquier cosa menos que es ingenua, fue la primera que habló de un electorado dividido en tres tercios, sorprendiendo a sus interlocutores. Cuando el peronismo advirtió que no podía ganar una elección alentó la fragmentación, resignificó una candidatura que estaba en el aire: Milei. Una prótesis con doble juego, que es y no es al mismo tiempo. Tan desdibujada estaba la marca “peronismo” que decidieron enmascararse bajo un rótulo alternativo. Un hit póstumo que induce a la confusión. Milei es el nombre de ese posperonismo culposo que hace entrismo inverso. Cada nuevo individuo agrega un capítulo al infinito libro borgeano. Así, Massa y Milei, bajo la apariencia de ser opositores, encarnan matices de una misma modulación.ß