La exportación de una pintura de Van Gogh estimada en 300 millones de dólares trajo recuerdos de épocas más prósperas para la cultura argentina, que contribuyeron al crecimiento de varios museos
Muebles tapizados de Aubusson, porcelanas chinas de la dinastía Ming, marfiles japoneses, tapicería de Flandes. Un jarrón de Sèvres regalado a Ernesto Bosch en 1914 por Raymond Poincaré, entonces presidente de Francia, y un retrato de la dueña de casa, Elisa de Alvear, realizado por François Flameng. Así estaba decorado en 1918 el Palacio Bosch Alvear, diseñado desde París por René Sergent y actual residencia del embajador de los Estados Unidos.
El lujo era similar en el palacio que Josefina de Alvear, hermana de Elisa, habitaba a pocas cuadras de allí con el diplomático chileno Matías Errázuriz. También diseñada por Sergent, la actual sede del Museo Nacional de Arte Decorativo (MNAD) ya alojaba entonces una pintura de El Greco que representa a Cristo portando la cruz, similar a otra del mismo artista que exhibe el Museo Metropolitano de Nueva York.
Muchas casas de Buenos Aires parecían museos en miniatura un siglo atrás, cuando las familias terratenientes poblaron Barrio Norte, Retiro y Recoleta con mansiones y petit hôtels. El Palacio Anchorena, actual sede de la Cancillería frente a la plaza San Martín, fue construido entre 1905 y 1909 por Alejandro Christophersen a pedido de Mercedes Castellanos de Anchorena, propietaria en ese momento de más de 340.000 hectáreas en Buenos Aires y Neuquén.
Era otro país, y otras las necesidades. Probablemente en esa época dorada no hubiera llamado tanto la atención que uno de los empresarios más ricos de la Argentina tuviera en su poder una pintura de Van Gogh como la que fue noticia semanas atrás, al ser exportada por un valor estimado en unos 300 millones de dólares. Se hizo público así que integró desde la década de 1970 una de las colecciones más importantes de América latina: la formada por Carlos Pedro Blaquier y su entonces mujer, Nelly Arrieta. Protegida bajo siete llaves por sus cinco hijos, incluye obras de los grandes maestros impresionistas y uno de los conjuntos de platería del siglo XVIII más destacados a nivel mundial.
Esa cifra logró opacar otros hitos más recientes del coleccionismo argentino. Por ejemplo el récord registrado por Eduardo Costantini al pagar 15,7 millones de dólares en 2016 por Baile en Tehuantepec, pintura del mexicano Diego Rivera, convertida así en la obra más cara de la historia del arte latinoamericano. El empresario había fundado en 2001 el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), que se ganó su lugar entre los más prestigiosos de la región con codiciadas piezas de artistas como Tarsila do Amaral, Frida Kahlo, Antonio Berni, Wifredo Lam y Emiliano Di Cavalcanti.
Un legado similar dejó Amalita Lacroze de Fortabat , viuda del fundador de Loma Negra, que llegó a ser retratada por Andy Warhol. También a la tapa del New York Times, en 1980, cuando pagó una cifra jamás alcanzada hasta entonces por una pintura en una subasta: 6,4 millones de dólares a cambio de Julieta y su niñera, de William Turner. La obra se convertiría en uno de los principales atractivos del museo diseñado por Rafael Viñoly que aloja desde 2008 su colección en Puerto Madero, junto con otras de Pieter Brueghel II, Jan Brueghel I, Gustav Klimt, Marc Chagall, Salvador Dalí y Auguste Rodin.
Este último fue uno de los grandes protagonistas de la escena porteña, donde vivió dos años a comienzos del siglo pasado. La copia de El pensador instalada en la plaza aledaña al Congreso de la Nación, traída desde París, se exhibió por primera vez durante el Centenario de la Revolución de Mayo. Aunque Buenos Aires ya se había convertido una década antes en la única ciudad del continente con un monumento de Rodin especialmente encargado para ella: el que rinde homenaje a Domingo Faustino Sarmiento en el Parque Tres de Febrero, recibido con críticas por su falta de parecido con el prócer argentino.
Un beso en el museo
Pese a que no todos comprendían el osado estilo del "padre de la escultura moderna", varias obras suyas fueron compradas entonces para el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) por su primer director, Eduardo Schaffino, quien además le encargó la versión local de El pensador. El artista francés retribuyó el gesto al regalarle al museo en 1908 una copia de El beso, otra de sus piezas más célebres. Actualmente el MNBA aloja casi treinta obras suyas, muchas de las cuales fueron donadas por coleccionistas de la época.
Entre los admiradores de Rodin se contaba la pareja Errázuriz-Alvear. Además de comprarle un león de bronce y La eterna Primavera, representación en mármol de una apasionada escena similar a El beso, en 1912 el diplomático chileno le encargó para su palacio una chimenea inspirada en La puerta del Infierno de La Divina Comedia. Sin embargo, el intercambio de cartas entre Buenos Aires y París durante más de un año no fue suficiente para que llegaran a un acuerdo sobre el precio de la obra, y el coleccionista debió conformarse con la maqueta. Las tres piezas integran hoy el patrimonio del MNAD.
Otra escultura de Rodin, realizada en bronce, fue comprada por María Concepción Güiraldes tras la muerte de su marido, José Prudencio de Guerrico (1837-1902). Durante sus largas estadías en París, el matrimonio había adquirido casi setecientas obras destinadas a su casa porteña, sede de las reuniones y los bailes más exclusivos de la elite local desde fines del siglo XIX.
Pese al estilo propio que le imprimió la pareja, la historia de esta colección tiene raíces en la formada por su padre, Manuel José de Guerrico (1800-1876), considerado el primer coleccionista local. El estanciero acumuló obras durante una década de exilio en París, mientras gobernaba Rosas, y las trajo al país en 1848.
"Los cien cuadros que instaló Manuel de Guerrico en su residencia de la calle Corrientes 537 se convirtieron en línea divisoria dentro del coleccionismo porteño" iniciado en los años 20, escribe el historiador Marcelo E. Pacheco en el libro Coleccionismo artístico en Buenos Aires. Del Virreinato al Centenario (2011), donde señala este acervo como "modelo de una época".
"Para el padre, el modelo de consumos había respondido a la necesidad criolla de civilizar el país, o sea de europeizar la nación. Para 1880, cumplido el objetivo, federalizada Buenos Aires y realizada la última campaña militar contra los indios, la colección de José Prudencio reflejaba otros compromisos: el país libre de la barbarie tenía que integrarse al mundo civilizado, había que construir la Argentina cosmopolita del progreso".
Tiempos de "vacas gordas"
Hacia el centenario, recuerda Pacheco, las colecciones funcionaban "como credenciales de pertenencia o de ascenso en la jerarquía social". La creciente demanda de un gusto equivalente al de la clase alta europea hizo que el mercado se profesionalizara y que la oferta internacional se multiplicara en Buenos Aires, con una importante representación de los maestros impresionistas.
"Ha habido grandes piezas pero también grandes decepciones, sobre todo con obras de supuestos artistas flamencos", advirtió a LA NACION Adrián Gualdoni Basualdo, consultor especializado en mercado de arte, encargado de comprar obras para la colección del Museo de Arte Tigre. "Un cuadro que llega al mercado internacional desde la Argentina es mirado con ocho lupas –agregó–, porque a muchos argentinos les vendían en Europa copias y obras de dudosa procedencia. Un arquetipo de coleccionista culto fue Antonio Santamarina, que se hizo asesorar".
Este último se contó entre quienes enriquecieron el patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes, el acervo público más importante de América Latina. A las partidas especiales que destinaba el Estado para comprar piezas se sumaron donaciones de coleccionistas como los Guerrico, que cedieron al MNBA la colección casi completa en sucesivos legados desde su fundación. También hubo valiosos aportes de las familias Roverano, González Garaño, Hirsch, Bemberg y Di Tella, entre otras, con obras de artistas como Rembrandt, Rubens, Modigliani y Toulouse Lautrec.
Igual de importante fue la contribución de Ignacio Pirovano (1909-1980), primer director del MNAD, a la colección del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Iniciada por su fundador, el crítico Rafael Squirru, abarca más de 7000 obras de arte moderno y contemporáneo argentino e internacional de los siglos XX y XXI.
Otra significativa participación en la escena local sería la de Federico Klemm (1942-2002), que donó su colección a la fundación que lleva su nombre. Célebre por su programa televisivo "El banquete telemático" en la década de 1990 y por sus excéntricas fiestas de cumpleaños, reunió obras de grandes artistas como Pablo Picasso, Yves Klein, René Magritte, Marc Chagall, Giorgio De Chirico y Salvador Dalí.
Tan audaz como el gesto de Natalio Botana, fundador del mítico diario Crítica, de encargar en 1933 al mexicano David Alfaro Siqueiros el célebre mural para su quinta Los Granados. Realizado en colaboración con Lino Enea Spilimbergo, Antonio Berni y Juan Carlos Castagnino, Ejercicio plástico se convertiría en uno de los trabajos más representativos del arte latinoamericano. Se exhibe hoy en el Museo Casa Rosada, para recordar otros tiempos de "vacas gordas" del coleccionismo argentino.