El intrincado duelo entre Lanusse y Perón
El final de la proscripción del peronismo y una herencia de medio siglo que es tabú: ballottage, voto directo, mandatos de cuatro años
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El 7 de abril de 1971, hace ahora cincuenta años, apareció publicada en The New York Times la idea más disruptiva que podía entrar entonces en la cabeza de un militar argentino. Idea cuya imperfecta ejecución produciría consecuencias trascendentales.
Entrevistado en Buenos Aires por el diario estadounidense, el militar decía tener deseos de sentarse a conversar con Juan Domingo Perón. Eso significaba dar un brusco golpe de timón a la historia. Las Fuerzas Armadas, que desde 1955 regenteaban de una u otra forma el escenario político, fingían que Perón, exiliado desde los 60 en la España franquista, no existía. Perón y su movimiento llevaban 15 años y medio prohibidos.
No se trataba, claro, de un militar del montón. Era el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, desde hacía muy pocos días presidente de la Argentina. A la sazón, dirían los peronistas, un gorila recalcitrante a quien Perón había tenido preso, con traje a rayas, condenado a prisión perpetua por haber participado del frustrado golpe de Estado de 1951. Había pasado cuatro años en cárceles comunes de la Patagonia cuando la Revolución Libertadora lo puso en libertad.
En abril de 1971 Lanusse venía de liderar como jefe de la Junta Militar la destitución del general Roberto Levingston luego de que este tratara de relevarlo a él. Tenía experiencia Lanusse: nueve meses antes había sacado de la Casa de Gobierno al general Juan Carlos Onganía, otro dictador proverbialmente encariñado con el poder, desgastado por el Cordobazo, detonado por el secuestro y asesinato del general Aramburu. Lanusse mismo lo llamó una noche a Levingston a Washington, donde se desempeñaba como agregado militar, para ofrecerle el cargo de presidente de la Nación. “Yo estaba en una reunión social –me contó Levingston en 2005, durante una entrevista que le hice en este diario– y le dije que a las 12 le contestaba”.
Onganía y Levingston ensayaron sus propias recetas para gobernar sin legitimidad, pero la llamada Revolución Argentina entró en un callejón oscuro, mientras las incipientes organizaciones armadas que desconcertaban a la inteligencia militar al cruzar católicos nacionalistas con jóvenes peronistas de variada estirpe y con marxistas y trotskistas se inflamaban apantalladas por Perón.
Algunos autores tratan a Lanusse como el último caudillo que tuvo el Ejército, ponderación que desde luego no aminora su responsabilidad por el derrocamiento de Illia, por la penúltima dictadura y en particular por lo más abominable de su gobierno, la Masacre de Trelew, el fusilamiento en prisión de 16 guerrilleros por efectivos de la Armada. Aunque Lanusse acabó con la proscripción del peronismo, audacia que le valió serias peleas internas, la historiografía peronista en general no lo tiene por el mentor de un corajudo vuelco histórico, más bien lo considera un antiperonista que se tomó el atrevimiento de pulsear con el líder indiscutido, a quien proscribió de manera individual. El general que pretendió estar a la misma altura que Perón.
Para diseñar la apertura pomposamente llamada Gran Acuerdo Nacional (GAN) Lanusse designó ministro del Interior al radical balbinista Arturo Mor Roig, quien sería asesinado dos semanas después de la muerte de Perón por los Montoneros (“hoy, hoy, hoy, qué contento estoy, vivan los montoneros que mataron a Mor Roig”, cantaban). Su primera medida fue permitir la actividad partidaria en consonancia con el anuncio de elecciones nacionales libres.
El duelo de los generales desaguó en el apoltronamiento de un inesperado presidente peronista dentista en el sillón principal de la Casa Rosada. Aunque tras dejar la presidencia Lanusse no escribió un libro de memorias sino tres (en 1977, 1988 y 1993) y Perón nunca fue de ahorrar saliva, sobrevivieron los análisis y las interpretaciones divergentes sobre las intenciones profundas de ambos duelistas. Quienes, dicho sea de paso, en toda su vida solo se vieron cara a cara una vez. Fue en 1944, cuando el ministro de Guerra, coronel Perón, entró en el comedor de una guarnición de Mendoza donde se desarrollaba un entrenamiento y un joven teniente Lanusse lo saludó.
Es extraño, al cabo, lo que le sucedió a Lanusse. No consiguió imponer sus reglas de juego políticas (Perón desairó en particular la exigencia de estar en el país antes del 25 de agosto de 1972 para poder ser candidato, vino cuando tuvo ganas), pero logró legar normas institucionales para la posteridad. Normas que hoy están vigentes.
Realidad soslayada por indigesta, asunto tabú, convivimos con varios “legados” de las dictaduras. Bignone fue quien determinó la cantidad de diputados que debe haber en la cámara. Onganía nos legó la ley 18.610 de obras sociales, base del entramado de sindicatos y salud que engendró el modelo de sindicalistas millonarios tan integrado al paisaje contemporáneo. Más saludable en todo caso resultó lo que vino de la Revolución Libertadora en materia constitucional: el progresista artículo 14 bis con el derecho a huelga que la Constitución peronista no tenía. Ninguna de estas paradojas mejora a las dictaduras, violadoras per se de la Constitución, pero esconderlas solo sirve para abolir los claroscuros de la historia.
Pese al proceso de elaboración manifiestamente ilegal, importantes “inventos” instrumentales de la democracia actual vienen de Lanusse. No de manera directa, porque la enmienda constitucional de 1972 caducó por su propia letra durante la siguiente dictadura, pero sí con efecto inspirador consagrado en 1994. Los retoques que Lanusse le hizo de facto a la Constitución (¿de qué otra forma los podía hacer?) no solo rigieron la vida del tercer gobierno peronista, que así los convalidó, sino que –exceptuada la supresión de elecciones de medio término– fueron “legalizados” por los constituyentes de 1994. Entre otros, la elección directa del presidente y de los senadores, la reducción de los mandatos de seis a cuatro años, la reelección presidencial consecutiva por un período, el tercer senador por la minoría y el ballottage.
El ballottage lanussista era el tradicional, con corte en la mitad más uno. Es el mismo que hoy rige en gran cantidad de países latinoamericanos, en los que por cierto no hay peronismo. Pero hace 50 años Lanusse pensó que el peronismo se iba a ver obligado a ir a la segunda vuelta y ahí perdía. No acertó. Cámpora terminó a un paso de la mayoría absoluta (49,56%) y Balbín (21,29%) no quiso estrenar la segunda vuelta. Al ser repuesto por la Convención Constituyente que manejaron los hermanos Menem, el ballottage recibió un service peronista: bajó a 45 por ciento. Aun así, en la única segunda vuelta presidencial que hubo hasta ahora (2015) el peronismo perdió a manos de Macri.
Lanusse tenía ambiciones, pero las reglas que creó no lo apalancaron. José Claudio Escribano cuenta en el excelente libro que lo retrata que Robert Potash murió sin haber concluido una biografía de Lanusse y lamenta no haber podido aportarle un dato. Dice Escribano que poco después de la entrega del poder, Mor Roig, a quien frecuentaba, le aseguró que Lanusse le había confesado que hubiera querido ser candidato. No es que el dato sorprenda; confirma una sospecha nunca admitida. Lanusse se excluyó para excluirlo a Perón. Lo que nadie imaginó fue que el genuflexo Cámpora mutaría a estandarte de la izquierda peronista.
Cámpora duró apenas 7 semanas y Perón murió en Olivos 9 meses después de asumir la tercera presidencia, sin conseguir pacificar el país, fracaso que sus herederos ahondaron. Quién sabe qué nombre tendría hoy La Cámpora si Lanusse no le hubiera puesto las condiciones a Perón que Perón se negó a cumplir.