El intelectualismo salvaje
Escándalos y tumultos mediáticos parecen ser las formas que adquiere hoy el debate público entre pensadores y artistas. Premios, viajes y rencillas personales atrapan la discusión cultural, más que las ideas.
¿ Q UÉ discuten los intelectuales cuando discuten? Podrían debatir, tal vez, un asunto tan antiguo como el alfabeto: la relación entre los intelectuales y el poder. Las nuevas formas de desarrollo del capitalismo y su influencia en la cultura sería un tema, sin duda, apasionante. Dinero e intelectuales: la sola mención de esas dos palabras podría suscitar un universo entero de puro debate. La lista es casi interminable y, sin embargo, parece que esas discusiones, cuando efectivamente tienen lugar en la Argentina, circulan en cenáculos herméticos.
Las características del premio Planeta y los cruces de intereses y escándalos provocados con motivo de su última edición actualizaron la larga tradición de altercados que el otorgamiento de distinciones literarias muchas veces generó, en este país y en otros. Una pieza capital de la literatura argentina, el cuento "El Aleph", de Jorge Luis Borges, puede leerse, en una de sus napas, como la ficcionalización de un emblemático avatar que su autor padeció con los premios en la década del 40. Leopoldo Lugones y Manuel Gálvez casi llegan al duelo y al cruce de injurias escatológicas, no por el honor de una dama, sino por cierta inflamada controversia en torno de un premio nacional. Ricardo Piglia dijo en 1985: "Ganar un concurso es algo que a todo escritor argentino le ha pasado alguna vez; al comienzo, en el medio o al final, siempre se termina por recibir algún premio. Es una humillación por la que uno tiene que pasar, si quiere ser un escritor realmente argentino". La profecía de Piglia sintetiza una visión del mundo y una determinada toma de posición sobre los sistemas de poder.
Pero la controversia sobre el último Planeta, que quiso mostrarlo como material combustible, blanco de una operación política o cómplice de un fraude, según como se mire, no puso en circulación un debate sobre los premios y la producción cultural (o las condiciones de vida y trabajo, como se decía antes, de los escritores) sino, simplemente, un escándalo.
A tono con los tiempos, precisamente el escándalo o el tumulto mediático parecen ser las formas que adquiere el debate público entre artistas y pensadores. ¿Está bien o está mal que un grupo de destacados intelectuales protagonicen escenas de pugilato verbal y agresiones múltiples en un programa de televisión? Sucedió en Los siete locos, el programa que Cristina Mucci conduce en la TV por cable, cuando David Viñas, uno de los más importantes críticos argentinos, figura consagrada tanto en la universidad como fuera de ella, decidió terminar con "la comunión de los santos", según él mismo dijo, y arremetió enérgicamente contra la historia personal de los que lo acompañaban en el debate. La periodista Mucci y los otros invitados (Beatriz Sarlo -que se retiró del programa-, María Sáenz Quesada, Martha Mercader, Luis Gregorich, Pacho O´Donnell, Horacio Sanguinetti) vieron luego cómo un fragmento de la emisión fue reproducido en su espacio por Mauro Viale, que presentó el material con filosófico prólogo: "¿Vieron? -dijo, más o menos-. Yo hago lo mismo que éstos".
Por último, la Feria de Guadalajara abrió la puerta a una controversia en torno de viáticos y pasajes, discriminación política y diplomacia, que adquirió rango internacional.
De un premio a otro
La trayectoria de Piglia comenzó precisamente con un premio, cuando en 1962 la revista El Escarabajo de Oro distinguió un cuento suyo. (en la misma ocasión también fueron seleccionadas piezas de Miguel Briante, Germán Rozenmacher, Luis Soto y otros, razón por la cual aquel certamen será recordado como la partida de nacimiento de varios escritores.) Treinta y cinco años después, y siendo Piglia considerado uno de los narradores vivos más importantes de la lengua, además de un crítico y docente universitario que ha marcado con sello propio el estudio de la literatura argentina, aparece envuelto en un escándalo provocado por otro premio. Según el semanario Trespuntos, la última edición del Planeta estuvo cargada de irregularidades; la revista estampó en su tapa una caricatura de Piglia incendiándose mientras sostiene un billete en la mano. La novela premiada se titula Plata quemada y fue ésa la primera vez en décadas que la figura de un escritor apareció en la tapa de un semanario de venta regular en quioscos.
Los orígenes y las consecuencias de este episodio, así como de algunos otros, pueden proporcionar un ángulo para indagar en el estado actual de la discusión intelectual y política en la Argentina. Piglia no sólo niega las acusaciones, sino que contraataca y procura instalar el debate en un plano distinto.
"Alrededor de esa revista [por Trespuntos] hay gente que mantuvo polémicas conmigo en la época del alfonsinismo porque tuve posiciones críticas respecto de cómo se movieron algunos intelectuales en ese momento. Me mantuve en posiciones independientes, marxistas, que son las que sigo sosteniendo. Sólo puedo imaginar que ésa es la boleta que me están pasando", declaró Piglia a Clarín apenas se desencadenó la cuestión. "El escándalo anuncia con toda claridad el futuro de la cultura argentina: difamación, ignorancia y golpes de efecto. Como era inevitable, ese procedimiento llegó también a la literatura", dijo a La Nación el jueves 27 del mes último. Y citó a un personaje de James Joyce (Stephen Dedalus), que dijo: "Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos de conversación". Piglia propone una versión corregida de la cita: "Ya que no podemos cambiar de conversación, cambiemos la realidad".
Las discusiones a las que se refiere Piglia estuvieron en el centro del debate político cultural durante la transición entre el régimen militar y el gobierno de Raúl Alfonsín, y versaban sobre la actitud que debían adoptar o no los intelectuales (en realidad, los intelectuales que se reconocían en la tradición de izquierda) frente al nuevo poder constitucional. Piglia se alejó entonces de la revista Punto de Vista, que bajo la conducción de Beatriz Sarlo y otros se acercó al alfonsinismo. Algunos prominentes intelectuales del grupo que integró Sarlo, como José Aricó y Juan Carlos Portantiero, volcaron algunas de sus ideas en un célebre discurso que el entonces presidente pronunció en Parque Norte.
Piglia reaccionó contra el acercamiento al gobierno y las ideas que lo sustentaban, y opinó que se estaba asistiendo a una suerte de corte en la historia intelectual del país. En 1985 le preguntaron si "la política se define en la utopía" y respondió: "Las palabras se gastan más rápido que el dinero en la Argentina. Ya existe una utopía alfonsinista, según creo [...] ¿O vamos a entender ahora la política como la renovación parcial de las cámaras legislativas o los vaivenes de la interna peronista?" Piglia optó entonces por continuar en la tradición revolucionaria de la izquierda. "De lo contrario, prefiero conversar sobre la variante Kasparov en la formación Scheveningen de la defensa siciliana o sobre el empleo del subjuntivo en la prosa de Musil", dijo. La persistencia de estas ideas en Piglia es visible en el texto de la novela premiada en 1997. Como se ve, las discusiones de esa época signaron, hasta cierto punto, una zona especialmente sensible y espesa del debate intelectual.
Los tres puntos de vista
El debate de aquel momento se actualiza, entre otras cosas, porque responsables de la revista Trespuntos afirman que no entienden una palabra de lo que dice ahora Piglia. El escritor está desempeñando un papel penoso, opinan. "No entiendo lo que Piglia quiere decir -dijo a La Nación la periodista Claudia Acuña, codirectora de Trespuntos y autora de la nota sobre el premio Planeta-. Para mí es como una película en otro idioma sin subtítulos. Piglia es oscuro, habla con sombras. Hace una explicación penosa para no dar otro tipo de explicaciones. No puede contestar a ninguna de los resultados de nuestra investigación, que por otra parte no ha sido desmentida, ni por Piglia ni por Planeta. Para explicar lo que pasó, se habla de una maniobra urdida en Trespuntos por el editor de cultura, Ricardo Ibarlucía, que hasta hace poco trabajó en Planeta y que sigue vinculado a esa editorial. Se trata de una maniobra machista. Yo soy la jefa de Ibarlucía. No soy ventrílocuo de nadie."
La mención de Ibarlucía se entiende porque, en efecto, el actual editor cultural de la revista fue empleado de Planeta hasta hace poco. Ibarlucía coincide con Sarlo, de la que es amigo, y ha formado parte del plantel de publicaciones presuntamente enroladas en el alfonsinismo. Su nombre fue inmediatamente mencionado en círculos culturales y universitarios a la hora de buscar al autor de una nota de contratapa, editada sin firma, en el mismo número de Trespuntos que lleva a Piglia en la tapa. La nota habla de Roberto Arlt (autor en el que Piglia es un notorio especialista) y enumera "canalladas", habla de "operaciones en el terreno de la cultura", menciona "imposturas", evoca "la maldición" que "otros" (no Arlt) han decidido "arrojar sobre la literatura", maldición que sería "la de hacer del arte de engañar una moral de la literatura".
Para hablar con La Nación , Ibarlucía solicitó preguntas y respuestas por escrito. Sarlo dijo que por norma no participa en "notas colectivas" que el periodista enhebra con declaraciones de distintos entrevistados. Ibarlucía, además, negó ser el autor de la nota de contratapa de Trespuntos y subrayó que se trataba de la opinión editorial de la dirección de la revista, que ejerce Héctor Timerman. Consultado en su cátedra de la Universidad de Princeton, Estados Unidos, Piglia no quiso hacer nuevas declaraciones.
Problemas de circulación
El crítico, ensayista y escritor Noé Jitrik (que junto con Viñas, Sarlo, Piglia y algunos pocos más integra el círculo de los más prestigiosos pensadores de la literatura) opinó ante La Nación que "el ensañamiento con Piglia tiene las características de una crueldad mayúscula, cuyo origen no me explico". Dijo Jitrik también que "la tapa de la revista fue un completo desatino" y que es "correlativa al ninguneo al que muchos medios son afectos". Jitrik sostiene que no es cierto que la discusión intelectual en la Argentina circule sólo por ciertos episodios resonantes, sino que los medios la ignoran.
"Hay problemas de estructura. Yo no llamaría debate intelectual a lo que ha pasado con Planeta ni a lo sucedido con la Feria de Guadalajara. La producción y debate cultural existen, pero los medios lo ignoran. El debate sobre el modernismo en la Argentina tuvo como ámbito La Nación y El Diario, de Láinez. En cuanto a la relación de los intelectuales con el poder, Jitrik postula la independencia: "En la Argentina, lo mejor es una actitud de desconfianza y prevención".
El escritor Rodolfo Rabanal también cree que hubo ensañamiento con Piglia: "Todo esto ha sido desopilante y al mismo tiempo afrentoso. Piglia es un intelectual decente, de vida modesta, que ha dedicado su vida a las letras durante más de treinta años. Es un hombre que ha trabajado seriamente, y el tratamiento que le han propinado es excesivo. Para nada hay que condenar a Piglia, es la víctima de este juego maldito y de la situación actual del país". Rabanal apunta que "el debate intelectual no existe en la Argentina" y niega rotundamente que los últimos episodios sean algo más que "trivialidades condicionadas por la voracidad de los medios o rencillas extraliterarias". El ensayista y profesor universitario Julio Schvartzman llama la atención sobre el hecho de que "la mejor novela premiada por Planeta en la Argentina" haya desencadenado sobre su autor "una campaña rabiosa". Dice: "Ahora, cuando lo gana Piglia, empieza a advertirse que el premio era malo, y su reglamento, confuso. El estilo de la nota más dura de la campaña y la tapa de la revista que la publica iluminan un poco la cuestión: se trata de una denuncia policial; la nota que habla de Piglia sin nombrarlo habla de ética y no lleva firma".
Schvartzman cree que están en juego otras cosas. "Contra la práctica del intelectual asesor del poder y del que, enfrente, "maurovializa" la denuncia, confundiendo crítica con escandalito y puesta en escena, Piglia, evitando esas opciones, ocupa el lugar de un escritor: no alguien que opina sobre todo, sino otro que, con perdón de la obviedad, escribe, y halla en la escritura una forma de resistencia." En este sentido, el texto de Plata quemada "viene a decir que la peor delincuencia es un juego de niños frente a la delincuencia estatal. Ganar un premio será feo, pero esto es imperdonable", concluye.
Marketing y verdugos
Sobre la cuestión de los premios derrama vitriolo puro el ensayista y docente universitario Alejandro Horowitz, que ha sido, además, editor de Planeta: "El premio es en sí mismo una operación de marketing a la que un conjunto de escritores deben someterse con la idea de que les va a permitir que su obra circule. Esto lo sabe absolutamente todo el mundo, desde siempre. En un país en el que una novela de un autor no consagrado no supera los 400 ejemplares de venta, ésta es una cuestión central, puesto que no hay editorial alguna que pueda sostener ventas de ese tamaño. Y hablando de Piglia u otros, antes que nada hay que decir que los autores son víctimas de este mecanismo. Es cierto que habitualmente a los verdugos les complace hablar de la complicidad de sus víctimas. Pero ése es el punto de vista de los verdugos."
Cristina Mucci, la conductora de Los siete locos, un programa dedicado a entrevistar a intelectuales, asegura también que en la Argentina no hay un verdadero debate: "Trato de hacerlo en mi programa, pero es muy difícil. O no surge, o surge mal, y a veces se limita a rencillas personales, a maltratos sin ideas". Mucci cree que el campo intelectual se está volviendo salvaje: "La tapa y la nota de Trespuntos me parecieron una barbaridad. Con Piglia se practicó el salvajismo liso y llano. No hay que usar los medios para cuestiones personales ni pase de facturas".
La Argentina supo tener como presidente al autor de Facundo. Pero ni siquiera Sarmiento pudo evitar ciertas características de este país endiablado. Cuando le llegó el día de asumir la jefatura del Estado, Sarmiento se encontró con que su propio gabinete rechazó el discurso inaugural que él había escrito. De modo que el mejor escritor argentino de su época debió leer, cuando fue ungido presidente, el discurso que preparó otro. El debate, pues, podría empezar por ahí.
Por Ricardo Cámara
(c)
La Nacion
Tequila cultural
GUADALAJARA.- Las recientes controversias en torno del premio Planeta y de la lista de invitados a la XI Feria Internacional del Libro, de esta ciudad, han dejado una sensación de incomodidad en los intelectuales que viajaron a México para representar a nuestro país. Una incomodidad que pocos logran ocultar.
Para algunos de ellos, tales "escenas" son signo de que el debate de ideas está lamentablemente teñido de celos personales. Para otros, de que se asiste a una crisis del pensamiento y que, por lo tanto, resulta más fácil discutir trivialidades.
En todo caso -y para buena parte de ellos-, ambas controversias tendrían una naturaleza cosmética. Así, al poner en tela de juicio la honradez de Ricardo Piglia se dejaba de lado la discusión de un problema largamente postergado y crucial: la relación entre el escritor y el dinero. Y al cuestionar la lista de autores que participarían de esta feria, llamándolos "elenco estable", se retrocedía en el debate -no menos importante- sobre el vínculo entre los intelectuales y el poder político.
Cultura y dinero; cultura y poder: temas urticantes, si los hay. La disyuntiva podría ponerse en estos términos: ¿ser reconocido materialmente, recibir una invitación del gobierno o asumir la función pública significa congraciarse, en distinta medida, con una supuesta "cultura oficial"? ¿Significa, para el intelectual cabal, perder su capacidad crítica frente al oficialismo económico y político?
El periodista Carlos Ulanovsky, que llegó a Guadalajara para hablar del exilio argentino en México, opina que no está mal ganar premios y dinero. Y refiriéndose al caso particular de Piglia, explica: "Debemos aceptar que, actualmente, los hechos culturales son hechos de marketing. El concurso de Planeta lo es: ofrece bastante dinero, tiene una puesta en escena y se transmite por televisión. Si hubiera una cultura oficial, no sería la que decide el gobierno, que en realidad apoya muy poco a la cultura, sino la de los medios de comunicación. Afuera quedarían los intelectuales que trabajan en soledad, sin apoyo y difusión".
Acerca del oficialismo cultural y su inevitable consecuencia, la discriminación, María Esther de Miguel, que dirigió el Fondo Nacional de las Artes durante la presidencia de Raúl Alfonsín, sostiene que ya no puede hablarse de exclusiones por motivos ideológicos. Y pone un ejemplo: "En el stand argentino que se montó para esta feria hay fotografías de los escritores ausentes, como Mempo Giardinelli y Juan José Saer, pero no de los que vinimos; es una compensación y una demostración de que no se puede invitar a todos siempre".
En el mismo sentido, la escritora e investigadora María Rosa Lojo, que nunca tuvo un cargo político, afirma que nadie debe avergonzarse de recibir una invitación del gobierno para participar de un encuentro literario. "No hay una cultura oficial -sentencia-. Este concepto no cabe en un Estado democrático, sino en una dictadura. De hecho, los autores que han venido a Guadalajara tienen diversas ideologías."
Entonces, si no hay un oficialismo cultural en sentido estricto, literal, ¿cuál es la queja profunda de algunos intelectuales?
María Sáenz Quesada, historiadora y secretaria de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, ensaya una respuesta: "Tenemos una idea del Estado como benefactor, del cual se reclama apoyo. Y al mismo tiempo, por la experiencia concreta, se sabe que, a la hora de distribuir los recursos, ese Estado históricamente ha sido arbitrario. En el marco de esta contradicción, las cuestiones personales encuentran eco inmediato, ya sean justificadas o no".
Desde luego, pertenecer al gobierno es, para el sueño intelectual y romántico de cambiar el mundo, una posibilidad operativa. Casi todos, aquí, afirman que comprometerse con la política es mejor que descalificarla lisa y llanamente. Al mismo tiempo, no falta quien advierte que pasar a la función pública suele generar desconfianzas, porque siempre existe la sensación de que se cede en algo.
Nadie mejor que Martha Mercader para referirse al tema. Además de una de las pioneras de la novela histórica en la Argentina, es diputada desde hace cuatro años. Su mandato termina el próximo 10 de diciembre. No fue invitada oficialmente a la feria, pero quiso estar presente.
"Personalmente me fue difícil esa doble lealtad hacia el partido y hacia la actitud crítica propia del intelectual, dos cosas que a veces, en los hechos, se contradicen -confiesa-. Creo que el desafío es lograr un equilibrio entre ambas y aprender a hilar fino, a decir y hacer lo justo en el momento preciso, sin caer en la obsecuencia."
¿Pero qué se entrega a cambio de un cargo político? Para De Miguel, el tiempo creativo. Para Ulanovsky, la grandeza de los sueños. Y para Sáenz Quesada, el silencio necesario. Y esto sólo cuando se intenta hacer las cosas bien. Cuando no..., ése es otro tema.
Por Maximiliano Seitz
(Enviado especial)
La lógica catódica
Un programa televisivo de ATC, Documento Nacional de Identidad (DNI), trató de preguntarse tiempo atrás sobre el papel de los intelectuales. Los convocados -el periodista Jorge Lanata y la crítica literaria y especialista en temas culturales Beatriz Sarlo- presentaron posiciones divergentes. Lanata puso el acento en las dificultades que, consideró, tienen los intelectuales para comunicarse. Sarlo, en cambio, replicó señalando que el discurso del intelectual, cargado de "peros", "sin embargo", "aunque", no obedece necesariamente a una complicación tonta del discurso. El intelectual, subrayó, no plantea certezas sino que pone la duda en juego.
En Representaciones del intelectual, Edward W. Said, un teórico de origen palestino de gravitación en los Estados Unidos, establece dos modelos de intelectuales: uno, dijo en sus conferencias de la BBC reunidas en el libro, es el gramsciano, orgánico, adscripto a un partido, un proyecto, una causa; el otro, fue descripto en 1927 por el francés Julien Benda (La traición de los intelectuales) como aquel que dejó de tener un desinterés y empezó a tener intereses, como los clérigos. Said estima que existe una tensión entre esos dos modelos. Ninguno puede ser desechado.
Para Said, el intelectual es un "individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión, para y en favor de un público". Este papel, precisa, "tiene una prioridad para él, no pudiendo desempeñarlo sin el sentimiento de ser alguien cuya misión es la de plantear públicamente cuestiones embarazosas, contrastar ortodoxia y dogma (más bien que producirlos), actuar como alguien al que ni los gobiernos ni otras instituciones pueden domesticar fácilmente, y cuya razón de ser consiste en representar a todas esas personas y cuestiones que por rutina quedan en el olvido o se mantienen en secreto".
En Saber y poder, el francés Michael Foucault diferencia por su parte al intelectual que llama universal (y pone como ejemplo a Jean Paul Sartre, con el que supo polemizar agriamente) del "específico", encarnado en Julius Robert Oppenheimer, el inventor de la bomba atómica.
Mucho antes que Foucault estableciera esa diferenciación, los artistas e intelectuales fundaron escuelas y sentaron posiciones a través de manifiestos: un estallido de proposiciones y ensayos con los cuales se quiso demostrar que no se contentaban solamente con la realización de la obra.
El manifiesto recurría por lo general a un lenguaje claro, conciso y directo. Hubo manifiestos del fauvismo (Henri Matisse, Notas de un pintor), el expresionismo (Vasili Kandinsky, De lo espiritual en el arte), el futurismo (F.T.Marinetti, Fundación y manifiesto del futurismo), dadaísmo (Tristán Tzara, Manifiesto 1918), surrealismo, escuela del Bauhaus.
Los ecos de esos y otros posicionamientos artísticos o filosóficos de posguerra no dejaron de escucharse en la Argentina, país que, por otra parte, conoció desde temprano la inclinación de la intelectualidad por el debate y la polémica (el epistolario entre Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi), así como el arte de la injuria y el escamoteo.
Florida-Boedo, Contorno-Sur, historiografía tradicional-revista Annales (José Luis Romero),modernidad-posmodernidad, fueron algunas de las divisorias de aguas que se verificaron con diferentes trasfondos e intensidades políticas.
La intelectualidad tomó a su vez partido con vehemencia frente a temas de enorme fuerza centrípeta (radicales-conservadores, peronismo-antiperonismo, Concilio Vaticano II, la legitimidad de la violencia como instrumento para el cambio social, la actitud ante la última dictadura militar y la transición democrática). Acumuló en su expediente una serie de situaciones que, en cierta manera, lo han reconfigurado: expulsión de las instituciones, exilio interno y externo, persecución y muerte.
El presente encuentra a los intelectuales huérfanos de paradigmas férreos. Por un lado, la ausencia de gurúes depara cierto alivio y favorece una mayor tolerancia. Por el otro, genera desconcierto. Los cambios económicos los han obligado a reformular sus estrategias de sobrevivencia y circulación. Un mercado empequeñecido hizo de los bordes un territorio sin legitimación. La pelea, lo demostró un reciente incidente editorial, pasa por las maneras de llegar, transitar o permanecer en el centro. La falta de articulación de los saberes específicos con la política es otro de los signos de estos años en los cuales las discusiones se circunscriben por lo general a ámbitos académicos, ya sin libros que dialoguen con otros libros o revistas. La lógica catódica, mientras tanto, amenaza con sustituir el debate por el escándalo o la pretensión bienpensante de ciertos talkshows.
Por Albert Gilbert
(c)
La Nacion